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Puesto que Pablo volvía a formar parte del grupo, Robert Jordan no quería hablar mal de él y apenas había hecho estos comentarios sobre la habilidad de Pablo, lamentó haberlos expresado. Sabía perfectamente lo astuto que era Pablo. Fue el primero en ver los fallos en las instrucciones sobre la voladura del puente. Había hecho aquella referencia despectiva por lo mucho que le desagradaba Pablo, y al instante de hacerla se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Pero era en parte una porción de la charla excesiva que sigue a una gran tensión nerviosa. Cambió de conversación y dijo, volviéndose a Anselmo:

- ¿Es posible ir a La Granja en pleno día?

- No es tan difícil -contestó el viejo-; no iré con una banda militar.

- Ni con un cascabel al cuello -dijo Agustín-. Ni llevando un estandarte.

- ¿Cómo irás, pues?

- Por lo alto de las montañas primero, y luego descenderé por el bosque.

- Pero ¿y si te detienen?

- Tengo documentos.

- Todos los tenemos, pero habrás de arreglártelas para tragarte los malos.

Anselmo movió la cabeza y golpeó el bolsillo de su blusa.

- ¡Cuántas veces he pensado en eso! -dijo-. Y no me gusta nada comer papel.

- Creo que debiera añadirse un poco de mostaza -dijo Robert Jordan-. En mi bolsillo izquierdo tengo los papeles nuestros. En el derecho, los papeles fascistas. Así, en caso de peligro no hay confusión.

El peligro debió de haber sido muy serio cuando el jefe de la primera patrulla hizo un gesto hacia ellos; porque hablaban todos mucho.

Demasiado, pensó Robert Jordan.

- Pero oye, Roberto -dijo Agustín-, se dice que el Gobierno está girando cada día más hacia la derecha; que en la República ya no se dice camarada, sino señor y señora. ¿No puedes hacer que giren tus bolsillos?

- Cuando las cosas se vuelvan tan hacia la derecha, meteré mis papeles en el bolsillo del pantalón y coseré la costura del centro.

- Entonces vale más que estén en tu camisa -dijo Agustín-. ¿Es que vamos a ganar esta guerra y a perder la revolución?

- No -replicó Robert Jordan-; pero si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República, ni tú ni yo ni nada más que un enorme carajo.

- Es lo que yo digo -intervino Anselmo-: hay que ganar esta guerra.

- Y en seguida fusilar a los anarquistas, a los comunistas y a toda esa canalla, salvo a los buenos republicanos -dijo Agustín.

- Que se gane esta guerra y que no se fusile a nadie -dijo Anselmo-. Que se gobierne con justicia y que todos disfruten de las ventajas en la medida que hayan luchado por ellas. Y que se eduque a los que se han batido contra nosostros para que salgan de su error.

- Habrá que fusilar a muchos -dijo Agustín-. A muchos. A muchos. A muchos.

Golpeó con el puño derecho cerrado contra la palma de su mano izquierda.

- Espero que no se fusile a nadie. Ni siquiera a los jefes. Que se les permita reformarse por el trabajo.

- Ya sé yo qué trabajo les daría -intervino Agustín. Y cogió un puñado de nieve y se lo metió en la boca.

- ¿Qué clase de trabajo, mala pieza? -preguntó Robert Jordan.

- Dos trabajos muy brillantes.

- ¿De qué se trata?

Agustín chupeteó un poco de nieve y miró hacia el claro por donde habían pasado los jinetes. Luego escupió la nieve derretida.

- ¡Vaya, qué desayuno! ¿Dónde está el cochino gitano?

- ¿Qué trabajos? -insistió Robert Jordan-. Habla, mala lengua.

- Saltar de un avión sin paracaídas -dijo Agustín con los ojos brillantes-. Eso para los que queremos más. A los otros los clavaría en los postes de las alambradas y los hincaríamos bien sobre las púas.

- Esa manera de hablar es innoble -dijo Anselmo-. Así no tendremos nunca República.

- Lo que es yo, querría nadar diez leguas en una sopa espesa hecha con sus cojones -dijo Agustín-; y cuando vi a esos cuatro y pensé que podíamos matarlos, me sentí como una yegua esperando al macho en el corral.

- Pero tú sabes por qué no los hemos matado -dijo Robert Jordan sin perder la calma.

- Sí -dijo Agustín-; sí, pero tenía tantas ganas como una yegua en celo. Tú no puedes comprender eso si no lo has experimentado.

- Sudabas mucho -dijo Robert Jordan-; pero yo creía que era de miedo.

- De miedo, sí; de miedo y de otra cosa. Y en esta vida no hay nada más fuerte que esa otra cosa.

«Sí -pensó Robert Jordan-. Nosotros hacemos esto fríamente, pero ellos no, jamás. Es un sacramento extra. Es el antiguo sacramento, el que ellos tenían antes de que la nueva religión les llegara del otro extremo del Mediterráneo; el sacramento que no han abandonado jamás. Sino solamente disimulado y escondido, para sacarlo durante las guerras y las inquisiciones. Este es el pueblo de los autos de fe. Matar es cosa necesaria, pero para nosotros es diferente. ¿Y tú?, ¿no has experimentado nunca eso? ¿No lo sentiste en la Sierra? ¿Ni en Usera? ¿Ni en todo el tiempo que estuviste en Extremadura? ¿En ningún momento? ¡Qué va! -se dijo-. A cada tren.

»Deja de hacer literatura dudosa sobre los bereberes y los antiguos iberos y reconoce que has sentido placer en matar, como todos los que son soldados por gusto sienten a veces placer lo confiesen o no. A Anselmo no le gusta porque es un cazador y no un soldado. Pero no le idealices tampoco. Los cazadores matan a los animales y los soldados matan a los hombres. No te engañes a ti mismo. Y no hagas literatura. Mira, hace tiempo que estás manchado. Y no pienses mal de Anselmo tampoco. Es un cristiano; algo muy raro en los países católicos.

»Pero, por lo que se refiere a Agustín, creo que fue miedo, el miedo natural que acomete antes de la acción. Y también algo más. Quizás esté fanfarroneando ahora. Había mucho miedo en su caso. He sentido el miedo bajo mi mano. En fin, es hora de acabar con la cháchara.»

- Mira si el gitano ha traído comida -dijo a Anselmo-. No le dejes subir hasta aquí. Es un tonto. Tráela tú mismo. Y, por mucha que haya traído, mándale de nuevo por más. Tengo muchísima hambre.

Capítulo veinticuatro

Era una mañana de fines de mayo, de cielo alto y claro. El viento acariciaba tibiamente. La nieve se fundía con rapidez mientras tomaban un refrigerio. Había dos grandes emparedados de carne y queso de cabra para cada uno, y Robert Jordan cortó con su navaja dos gruesas rodajas de cebolla, y las puso a uno y otro lado de la carne y del queso, entre los trozos de pan.