Выбрать главу

- La tengo.

- Oye -dijo Agustín-. Hablo demasiado y de una cosa que no me concierne. Pero ¿has conocido a muchas chicas en tu país?

- A algunas.

- ¿Putas?

- Algunas no lo eran.

- ¿Cuántas?

- Varias.

- ¿Y dormiste con ellas?

- No.

- ¿No ves?

- Sí.

- Lo que digo es que María no hace esto a la ligera. -Ni yo tampoco.

Si yo creyese que lo hacías, te hubiera pegado un tiro anoche, cuando dormías con ella. Por esas cosas matamos mucho aquí.

Oye, amigo. Ha tenido la culpa la falta de tiempo de que no hubiese ceremonia. Lo que nos falta es tiempo. Mañana habrá que luchar. Para mí no tiene importancia. Pero para María y para mí eso quiere decir que tendremos que vivir toda nuestra vida de aquí a entonces.

- Y un día y una noche no es mucho -dijo Agustín.

- No, pero hemos tenido el día de ayer y la noche anterior y anoche.

- Oye, si puedo hacer algo por ti…

- No. Todo va muy bien.

- Si puedo hacer algo por ti o por la rapadita…

- No.

- Verdad que es muy poco lo que un hombre puede hacer por otro.

- No. Es mucho.

- ¿Qué?

- Ocurra lo que ocurra hoy y mañana, en lo que hace a la batalla, confía en mí y obedéceme… Aunque las órdenes te parezcan equivocadas.

- Confío en ti. Después de eso de la caballería y de la idea que tuviste alejando el caballo, tengo confianza en ti.

- Eso no fue nada. Ya ves que trabajamos por un fin preciso: ganar la guerra. Mientras no la ganemos, todo lo demás carece de importancia. Mañana tenemos un trabajo de gran alcance. De verdadero alcance. Y luego habrá una batalla. La batalla requiere mucha disciplina. Porque muchas cosas no son lo que parecen. La disciplina tiene que venir de la confianza.

Agustín escupió al suelo.

- La María y lo demás son cosas aparte -dijo-. Tú y la María conviene que aprovechéis el tiempo que os queda como seres humanos. Si puedo ayudarte en algo, estoy a tus órdenes. Y por lo que hace a mañana, te obedeceré ciegamente. Si hay que morir en el asunto de mañana, uno morirá contento y con el corazón ligero.

- Así pienso yo -dijo Robert Jordan-. Pero el oírtelo decir me da contento.

- Te diré más -siguió Agustín-; ése de ahí arriba -y señaló a Primitivo- es de mucha confianza. La Pilar lo es mucho, mucho más de lo que tú te imaginas. El viejo, Anselmo, es también de mucha confianza. Andrés también. Eladio también. Muy callado, pero de mucha confianza. Y Fernando. No sé qué es lo que tú piensas de él. Es verdad que es más pesado que el plomo. Y está más lleno de aburrimiento que un buey uncido a su carreta en un camino. Pero para pelear y para hacer lo que se le ha dicho es muy hombre. Ya verás.

- Tenemos suerte.

- No, tenemos dos elementos flojos: el gitano y Pablo. Pero la cuadrilla del Sordo es mejor que nosotros tanto como nosotros podemos ser mejores que la cagarruta de una cabra.

- Entonces, todo va bien.

- Sí -concluyó Agustín-. Pero me gustaría que fuese para hoy.

- A mí también. Para acabar con eso. Pero no será.

- ¿Crees que va a ser la cosa dura?

- Puede que sí.

- Pero estás ahora muy contento, inglés.

- Sí.

- Yo también. Pese a todo lo de María y a todo lo demás.

- ¿Sabes por qué?

- No.

- Yo tampoco. Quizá sea el día. El día es hermoso.

- ¡Quién sabe! Quizá sea que vamos a tener jarana.

- Yo creo que es eso. Pero no será hoy. Hoy tenemos que evitar cualquier incidente. Es muy importante.

Según hablaban, oyó algo. Era un ruido lejano que dominaba el soplo de brisa entre los árboles. No estaba seguro de haber oído bien y se quedó con la boca abierta, escuchando, sin quitarle ojo a Primitivo. Apenas creía haberlo oído cuando se disipaba. El viento soplaba entre los pinos y Robert Jordan se mantuvo atento escuchando. Oyó al fin un ruido tenue llevado por el viento.

- Para mí, esto no tiene nada de trágico -estaba diciendo Agustín-. El que no pueda tener a la María no importa. Iré de putas, como he hecho siempre.

- Cállate -dijo Jordan sin escucharle. Y se tumbó junto a él con la cabeza vuelta del otro lado. Agustín le miró.

- ¿Qué pasa? -preguntó.

Robert Jordan se puso la mano en la boca y siguió escuchando. Lo oyó de nuevo. Era un ruido débil, sordo, seco y lejano; pero no cabía la menor duda: era el ruido crepitante y sordo de ráfagas de ametralladora. Hubiérase dicho que pequeñísimos fuegos artificiales estallaban en los linderos de lo audible.

Robert Jordan levantó los ojos hacia Primitivo, que estaba con la cabeza erguida, mirando hacia donde ellos se encontraban con una mano sobre la oreja. Al mirarle, Primitivo, señaló las montañas más altas.

- Están peleando en el campamento del Sordo -dijo Robert Jordan.

- Vamos a ayudarlos -dijo Agustín-. Reúne a la gente… Vámonos.

- No -dijo Robert Jordan-. Hay que quedarse aquí.

Capítulo veinticinco

Robert Jordan levantó sus ojos hacia donde Primitivo se había parado en su puesto de observación empuñando el fusil y señalando. Jordan asintió con la cabeza para indicarle que había comprendido; pero el hombre siguió señalando, llevandose la mano a la oreja y volviendo a señalar insistentemente, como si fuera posible que no le hubiesen entendido.

- Quédate tú ahí, con la ametralladora, y no dispares hasta que no estés seguro, seguro, pero seguro que vienen hacia acá, y eso únicamente cuando hayan llegado a esas matas -le indicó Robert Jordan-. ¿Entiendes?

- Sí, pero…

- Nada de peros; después te lo explicaré. Voy a ver a Primitivo.

A Anselmo, que estaba junto a él, le dijo:

- Viejo, quédate aquí con Agustín y la ametralladora. -Hablaba tranquilamente, sin prisa.- No debe disparar, a menos que la caballería se dirija realmente hacia acá. Si aparecen, tiene que dejarlos tranquilos, como hemos hecho un rato antes. Si tiene que disparar, sosténle las patas del trípode y pásale las municiones.