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- Bueno -contestó el viejo-. ¿Y La Granja?

- Luego.

Robert Jordan trepó, dando la vuelta por los peñascos grises, que sentía húmedos ahora, cuando apoyaba las manos para subir. El sol hacía que la nieve se fundiera rápidamente. En lo alto, las rocas estaban secas y, a medida que ascendía, pudo ver, más allá del campo abierto, los pinos y la larga hondonada que llegaba hasta donde empezaban otra vez las montañas más altas. Al llegar junto a Primitivo se dejó caer en un hueco entre dos rocas, y el hombrecillo de cara atezada le dijo:

- Están atacando al Sordo. ¿Qué hacemos?

- Nada -contestó Robert Jordan.

Oía claramente el tiroteo en aquellos momentos, y mirando hacia delante, al otro lado del monte, vio, cruzando el valle en el lugar en que la montaña se hacía más escarpada, una tropa de caballería, que, saliendo de entre los árboles, se encaminaba al lugar del tiroteo. Vio la doble hilera de jinetes y caballos destacándose contra la blancura de la nieve, en el momento en que escalaban la ladera por la parte más empinada. Al llegar a lo alto del reborde se internaron en el monte.

- Tenemos que ayudarlos -dijo Primitivo. Su voz era ronca y seca.

- Es imposible -le dijo Robert Jordan-. Me lo estaba temiendo desde esta mañana.

- ¿Qué dices?

- Fueron a robar caballos anoche. La nieve dejó de caer y les han seguido las huellas.

- Pero hay que ir a ayudarlos -insistió Primitivo-. No se les puede dejar solos de esta manera. Son nuestros camaradas.

Robert Jordan le puso la mano en el hombro.

- No se puede hacer nada. Si pudiéramos hacer algo, lo haríamos.

- Hay una manera de llegar hasta allí por arriba. Se puede tomar ese camino con los dos caballos y las dos máquinas. La que está ahí y la tuya. Así podrían ser ayudados.

- Escucha -dijo Robert Jordan.

- Eso es lo que escucho -dijo Primitivo.

Les llegaba el tiroteo en oleadas, una sobre otra. Luego oyeron el estampido de las granadas de mano, pesado y sordo, entre el seco crepitar de ametralladora.

- Están perdidos -dijo Robert Jordan-. Estuvieron perdidos desde el momento en que la nieve cesó. Si vamos nosotros, nos veremos perdidos también. No podemos dividir las pocas fuerzas que tenemos.

Una pelambre gris cubría la mandíbula, el labio superior y el cuello de Primitivo. El resto de su cara era de un moreno apagado, con la nariz rota y aplastada y los ojos grises, muy hundidos; mientras le miraba, Robert Jordan vio que le temblaban los pelos grises en las comisuras de los labios y en los músculos del cuello.

- Oye -dijo-, eso es una matanza.

- Sí, están cercados en la hondonada -dijo Robert Jordan-; pero quizás hayan podido escapar algunos.

- Si fuéramos ahora podríamos atacarlos por la espalda -dijo Primitivo-. Vamos los cuatro con los caballos.

- ¿Y luego? ¿Qué pasará cuando los hayas atacado por detrás?

- Nos uniremos al Sordo.

- Para morir allí. Mira al sol. El día es largo.

El cielo aparecía límpido, sin una nube, y el sol les calentaba ya la espalda. Había grandes masas nítidas de nieve sobre la ladera sur, por encima de ellos, y toda la nieve de los pinos había caído. Más abajo, un ligero vapor se elevaba a los rayos tibios del sol de las rocas, húmedas de nieve derretida.

- Hay que aguantarse -resolvió Robert Jordan-. Son cosas que suceden en la guerra.

- Pero ¿no se puede hacer nada? ¿De veras? -Primitivo le miraba fijamente y Robert Jordan vio que tenía confianza en él-. ¿No podrías enviarme con otro y con la ametralladora pequeña?

- No serviría de nada -contestó Robert Jordan.

En ese momento le pareció ver algo que había estado aguardando, pero no era más que un halcón, que se dejaba mecer en el viento y que remontó luego el vuelo por encima de la línea más alejada del bosque de pinos.

- No serviría de nada aunque fuéramos todos.

El tiroteo redobló en intensidad, puntuado por el estallido plúmbeo de las bombas.

- Me c… en ellos -dijo Primitivo con una especie de fervor dentro de su grosería, con los ojos llenos de lágrimas y las mejillas temblorosas-. Por Dios y por la Virgen, me c… en esos cobardes, y en la leche de su madre.

- Cálmate -dijo Robert Jordan-. Vas a pelearte con ellos antes de lo que te figuras. Mira, aquí está Pilar.

Pilar subía hacia ellos apoyándose en las rocas con dificultad.

Agustín continuó blasfemando:

- Puercos. Dios y la Virgen, me c… en ellos -cada vez que el viento llevaba una andanada de tiros.

Robert Jordan se escurrió de la roca en donde estaba para ayudar a Pilar.

- ¿Qué tal, mujer? -preguntó sujetándola por las muñecas, para ayudarla a trasponer el último peñasco.

- Tus prismáticos -dijo ella, quitándose la correa de encima de los hombros-. Así que le ha tocado al Sordo.

- Así es.

- ¡Pobre! -dijo ella compasivamente-. ¡Pobre Sordo!

Respiraba entrecortadamente a causa de la ascensión; cogió la mano de Robert Jordan y la apretó con fuerza entre las suyas, sin dejar de mirar a lo lejos.

- ¿Cómo va la cosa? ¿Qué crees?

- Mal, muy mal.

- Está j…

- Creo que sí.

- ¡Pobre! -dijo ella-. Por culpa de los caballos, ¿no?

- Probablemente.

- ¡Pobre! -exclamó Pilar. Luego añadió-: Rafael me ha contado montones de puñeterías sobre los movimientos de la caballería. ¿Qué fue lo que pasó?

- Una patrulla y un destacamento.

- ¿Hasta dónde llegaron?

Robert Jordan señaló el lugar en donde se había detenido la patrulla y el refugio de la ametralladora. Desde el lugar en que estaban podían ver una bota de Agustín que asomaba por debajo del refugio de ramas.

- El gitano me ha contado que llegaron tan cerca de vosotros, que el cañón de la ametralladora tocaba el pecho del caballo del jefe -cortó Pilar-. ¡Qué gitanos! Tus prismáticos estaban en la cueva.

- ¿Has recogido todas las cosas?

- Todo lo que se puede llevar. ¿Hay noticias de Pablo?

- Les llevaba cuarenta minutos de ventaja. Le iban siguiendo las huellas.