Sentí un nudo en el estómago y seguí adelante.
Quizá fuese mi imaginación, pero noté que la gente me miraba. Era como si se hubiera apagado el ruido de las bicicletas, de los pases de baloncesto, de los aspersores y de los cortacéspedes, de los gritos de los jugadores. Algunos me miraban con curiosidad porque era realmente extraño ver a alguien con traje gris oscuro pasear por allí una tarde de verano, pero la mayoría, o a mí me lo pareció, miraban horrorizados al reconocerme, sin poder creerse que osara hollar aquel suelo sagrado.
Llegué decidido hasta el 47 de Coddington Terrace. Me había aflojado la corbata; metí las manos en los bolsillos y recorrí la curva del camino de entrada a la casa. ¿Por qué había ido allí? Vi moverse un visillo y tras el cristal surgió el rostro demacrado y espectral de la señora Miller, que me miraba con odio. Yo le sostuve la mirada. Ella me siguió mirando, pero para mi sorpresa dulcificó acto seguido su actitud, como si nuestra mutua angustia hubiese conectado en cierto modo. Me saludó con una inclinación de cabeza. Yo correspondí sintiendo que mis ojos se inundaban de lágrimas.
Quizá conozcáis la historia por 20/20 o Prime Time Live, o cualquier programa basura de televisión. Para quienes no la conozcan, ésta es la versión oficiaclass="underline" el 17 de octubre, hace once años, en Livingston, Nueva Jersey, mi hermano Ken Klein, de veinticuatro años, violó y estranguló brutalmente a nuestra vecina Julie Miller.
En el sótano de su casa. Coddington Terrace 47.
Allí encontraron el cadáver. Aunque no había pruebas concluyentes de que la hubieran asesinado en aquel cuarto destartalado o de si la habían dejado una vez muerta detrás del sofá a rayas mojado, casi por unanimidad todos se inclinaban por lo primero. Mi hermano huyó y desapareció, repito que según la versión oficial.
Estos últimos once años, Ken ha burlado todos los operativos policiales de captura internacionales, aunque ha «sido visto».
La primera vez fue aproximadamente un año después del crimen en un pueblecito pesquero en el norte de Suecia. La Interpol se presentó, pero mi hermano logró librarse de ella. Se supone que recibió un aviso. No imagino cómo ni de quién.
La segunda vez fue cuatro años más tarde en Barcelona. Ken había alquilado -según la noticia del periódico- «una hacienda con vistas al océano» (Barcelona no está al borde de ningún océano) con -según decía el periódico, repito- «una mujer esbelta, de pelo negro, quizá bailarina de flamenco». Fue nada menos que un vecino de Livingston que pasaba allí las vacaciones quien dijo haber visto a Ken y a su amante española comiendo en la playa. La descripción de mi hermano correspondía a la de un hombre bronceado, de buen aspecto, con camisa blanca desabrochada y mocasines sin calcetines. El vecino de Livingston, Rick Horowitz, fue compañero mío en cuarto grado, en clase del señor Hunt, y recuerdo que durante tres meses el tal Rick hizo nuestras delicias comiendo orugas en los recreos.
El Ken de Barcelona volvió a escurrirse entre las garras de la ley.
El último supuesto avistamiento de mi hermano tuvo lugar en una pista de esquí de los Alpes franceses (lo curioso es que Ken nunca había esquiado antes del asesinato). Eso fue todo, salvo una noticia en 48 Horas. A lo largo de los años, la condición de fugitivo de mi hermano se había convertido en la versión criminal del vídeo musical Where Are They Now?, y aparecía donde surgía el menor rumor o, lo que es más probable, cuando las mallas de pesca de la cadena de televisión estaban flojas de capturas.
Yo odiaba por naturaleza los «reportajes televisivos» sobre «periferias urbanas delictivas» o de cualquier genérico parecido que inventaran. Sus «reportajes especiales» (me gustaría que por una vez calificasen a alguno de «reportaje normal sobre una historia ya contada»), iban siempre acompañados de idénticas fotografías de Ken con aquellos pantalones blancos de tenis -Ken figuró en su día en el ranking nacional de tenistas- y su gesto más pretencioso. No sé de dónde las sacaron. En ellas Ken aparece guapo de esa forma que cae mal a la gente de inmediato: altivo, peinado a la manera de Kennedy y con un bronceado que contrasta brutalmente con el blanco de los dientes. El Ken de la fotografía en cuestión parece uno de esos privilegiados (cosa que no era) que pasan por la vida aprovechando su encanto (algo sí) y gracias a una cuenta bancada heredada (que él no tenía).
Yo aparecí en uno de esos reportajes porque un productor se puso en contacto conmigo, cuando la noticia era reciente, para decirme que quería presentar «los dos aspectos con imparcialidad». Señaló que había mucha gente decidida a linchar a mi hermano. Lo cierto era que, para lograr cierto «equilibrio», lo que realmente necesitaban era a alguien capaz de describir al «auténtico Ken».
Me dejé engañar.
Una presentadora rubia teñida de modales agradables me hizo una entrevista de más de una hora. En realidad, me agradó. Fue terapéutica. Me dio las gracias y me acompañó hasta la puerta, y cuando emitieron el reportaje sólo salió un recorte de la entrevista y eliminaron la pregunta de: «En cualquier caso, ¿no irá a decirnos que su hermano era perfecto, verdad? No pretenderá decirnos que era un santo, ¿no es cierto?», y únicamente dieron mi imagen en un primerísimo plano comentando con gesto de perplejidad: «Ken no era ningún santo, Diane».
Bien, ésa fue la versión oficial de lo que sucedió.
Yo nunca me lo creí. No digo que no fuera posible, pero pienso que es más verosímil que mi hermano esté muerto; que hace once años que está muerto.
Para corroborarlo está el hecho de que mi madre siempre creyó que Ken había muerto. Estaba firmemente convencida. Su hijo no era un asesino. Su hijo era una víctima.
«Está vivo… Él no fue.»
La puerta de la señora Miller se abrió y vi que salía. Se caló las gafas y apoyó los puños en las caderas en una ridícula imitación de Supermán.
– Largo de aquí, Will -dijo.
Y me largué.
La siguiente sorpresa me la llevé una hora más tarde.
Estaba con Sheila en el dormitorio de mis padres, que conservaba los mismos muebles de color gris claro con reborde azul que yo recordaba de toda la vida; nos habíamos sentado en la cama grande de matrimonio con colchón de muelles suaves y teníamos esparcidos sobre el edredón los objetos más personales de mi madre, las cosas que ella guardaba en los atiborrados cajones de la mesilla.
Mi padre seguía abajo mirando con actitud desafiante por la ventana.
No sé por qué se me ocurrió curiosear en las cosas que tanto merecían el aprecio de mi madre, que guardaba y mantenía cerca de ella. Sería doloroso. Lo sabía. Pero existe una peculiar relación entre desahogo y dolor voluntario, una especie de aproximación al sufrimiento basado en jugar con fuego, y supongo que necesitaba hacerlo.
Miré el rostro encantador de Sheila, con la mirada baja y concentrada, con la cabeza ladeada hacia mí, y recobré el ánimo. Quizá parezca raro, pero podía pasarme horas mirando a Sheila. No únicamente por su belleza. La suya no era una belleza que pudiera llamarse clásica, sus rasgos eran algo asimétricos, por herencia o quizá más bien por su tenebroso pasado, pero tenía una cara tan expresiva, inquisitiva y al mismo tiempo delicada, que parecía que pudiera romperse al menor soplo. Sheila hacía que quisiera -al estar allí conmigo- ser fuerte para ella.
Sin levantar los ojos, Sheila dijo con una leve sonrisa:
– Corta.