En su día había sido una cruz gamada. Le había añadido cuatro líneas para cerrarla.
Era algo de su pasado que yo no acababa de entender porque Cuadrados es probablemente la persona menos polémica que he conocido, y también probablemente mi mejor amigo. La primera vez que me habló del origen de los cuadrados me quedé de una pieza. Nunca me explicó el motivo, ni buscó disculparse; él, igual que Sheila, nunca hablaba de su pasado. Otros dan pelos y señales. Ahora lo entiendo mejor.
– Gracias por las flores -dije.
Cuadrados guardó silencio.
– Y por venir -añadí.
Había acudido al entierro en la furgoneta de Covenant House con un grupo de amigos que componían más o menos el contingente de asistentes ajenos a la familia.
– Sunny era estupenda -dijo.
– Sí.
Se hizo otro silencio y Cuadrados añadió:
– Pero qué asistencia de mierda.
– Gracias por señalármelo.
– Por Dios, hombre, ¿cuánta gente había?
– Eres un consuelo, Cuadrados. Gracias, tío.
– ¿Quieres consuelo? Pues que sepas que la gente es gilipollas.
– Espera, que cojo un boli y lo apunto.
Silencio. Cuadrados se detuvo ante un semáforo y me miró a hurtadillas. Tenía los ojos enrojecidos. Sacó de la manga remangada el paquete de cigarrillos.
– ¿Quieres contarme qué te pasa?
– Pues, mira, resulta que el otro día se murió mi madre.
– De acuerdo. No me lo cuentes -dijo.
El semáforo se puso verde y la furgoneta arrancó. Me vino a la mente la visión de mi hermano en la fotografía.
– Cuadrados.
– Dime.
– Creo que mi hermano está vivo -dije.
Cuadrados no dijo palabra; sacó un cigarrillo de la cajetilla y se lo puso en la boca.
– Vaya epifanía -comentó.
– Epifanía -repetí asintiendo con la cabeza.
– Es que voy a cursillos nocturnos -añadió-. ¿Ya qué viene de pronto ese cambio de ánimo?
Dejó la furgoneta en el pequeño aparcamiento de Covenant House. Solíamos aparcar en la calle pero la gente rompía la ventanilla o la cerradura y se metía dentro para dormir. No llamábamos a la policía, claro, pero el gasto de cristales y de cerraduras era tal que durante un tiempo decidimos dejarla abierta para que se guareciera en ella quien quisiera. Por la mañana, el primero que llegaba al trabajo daba unos golpes en la chapa, los inquilinos nocturnos pillaban el mensaje y se largaban.
Pero hubo que desistir también de este método porque la dejaban -me ahorraré detalles- hecha un asco. Los sin techo no son precisamente de lo más exquisito: vomitan, ensucian, muchas veces no encuentran váter. No digo más.
Antes de bajarnos de la furgoneta reflexioné sobre cómo enfocarlo.
– Voy a hacerte una pregunta.
Cuadrados aguardó.
– Nunca me has comentado qué piensas tú de lo que sucedió con mi hermano -dije.
– ¿Eso es una pregunta?
– Bueno, una observación. La pregunta es: ¿por qué?
– ¿Por qué nunca te he dicho lo que imagino que le sucedió a tu hermano?
– Eso es.
– Porque nunca me lo preguntaste -respondió Cuadrados encogiéndose de hombros.
– Pero hemos hablado mucho de ello.
Cuadrados volvió a encogerse de hombros.
– Bien; te lo pregunto ahora -dije-. ¿Crees que está vivo?
– Desde siempre.
Así, por las buenas.
– Así que tanto como hemos hablado de ello y tantas veces como te he presentado argumentos convincentes en contra…
– No acababa de ver claro si intentabas convencerme a mí o querías autoconvencerte.
– ¿No te creíste mis argumentos?
– No -respondió-. Nunca.
– Pero tú no me llevabas la contraria.
Cuadrados dio una profunda calada al cigarrillo.
– Porque tu fantasía no hacía mal a nadie.
– Ojos que no ven, corazón que no siente, ¿verdad?
– Sí, suele ser así.
– Pero ciertos razonamientos eran sólidos.
– Porque te los crees tú.
– ¿A ti no te lo parecen?
– No me lo parecen -replicó Cuadrados-. Decías que tu hermano no tenía recursos para andar por esos mundos escondiéndose, cuando para eso no se necesitan recursos. Mira esos chicos sin hogar que vemos a diario. Si alguno de ellos quisiera desaparecer, lo haría en un instante.
– Pero contra ellos no hay orden internacional de búsqueda y captura.
– Orden internacional -repitió Cuadrados en tono de desdén-. ¿Tú crees que todos los polis del mundo se levantan pensando en tu hermano?
Tenía razón; sobre todo ahora que me daba cuenta de que a lo mejor había recibido ayuda monetaria de mi madre.
– Sería incapaz de matar a nadie.
– Tonterías -replicó Cuadrados.
– Tú no lo conoces.
– Tú y yo somos amigos, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Tú puedes creerte que yo antes quemaba cruces y gritaba: «Heil Hitler!»?
– Es distinto.
– No lo es. -Bajamos de la furgoneta-. Una vez me preguntaste por qué me cambié el tatuaje, ¿lo recuerdas?
Asentí con la cabeza.
– Y me contestaste que me fuera a la mierda -añadí.
– Exacto. Pero la verdad es que podía habérmelo borrado con láser o disimulármelo mejor; pero lo conservo porque me sirve de recordatorio.
– ¿De qué? ¿Del pasado?
– De las posibilidades -dijo Cuadrados enseñando los dientes amarillos.
– No sé qué quieres decir.
– Porque eres un negado.
– Mi hermano era incapaz de violar y matar a una mujer inocente.
– Hay escuelas de yoga que enseñan mantras -replicó Cuadrados-. Pero no por repetir una cosa mil veces resulta verdad.
– Hoy estás muy profundo -dije.
– Y tú estás muy gilipollas -replicó apagando el cigarrillo-. ¿Vas a decirme por qué has cambiado de opinión?
Estábamos a punto de cruzar la puerta.
– Vamos a mi oficina -dije.
Dejamos de hablar nada más entrar. La gente piensa encontrarse con una pocilga, pero nuestro centro de acogida dista mucho de serlo. Nuestra filosofía es que debe ser un lugar que cualquiera pueda considerar aceptable para su propio hijo si se encontrara en apuros. A los patrocinadores al principio les chocó este enfoque -como todos los albergues de beneficencia, éste les queda muy lejos-, pero también hay necesitados donde ellos viven.
Estábamos los dos callados porque en Covenant House concentramos nuestros cinco sentidos en los chicos. Es lo menos que puede hacerse por ellos; por una vez en sus desgraciadas vidas son lo que más importa. Saludamos a todos como si fuesen -me perdonarán que me exprese así- hermanos perdidos durante mucho tiempo. Los escuchamos. Les estrechamos la mano y los abrazamos. Los miramos a los ojos, nunca por encima del hombro, y los miramos de frente serenamente, porque si intentas fingir, estos chicos lo captan rápidamente; tienen un sexto sentido. Aquí les damos cariño sin reservas, incondicional. Y lo hacemos a diario. Si no, más vale quedarse en casa. Eso no quiere decir que siempre obtengamos los mejores resultados, ni siquiera casi siempre, porque perdemos más de los que salvamos y las calles vuelven a tragárselos; pero mientras están aquí en el albergue han de encontrarse a gusto. Mientras están aquí se les quiere.
Al entrar en mi despacho vimos que había dos personas esperándonos: una mujer y un hombre. Cuadrados se paró en seco y olfateó el cuarto como un perro de caza.