– Policías -me dijo.
La mujer sonrió y vino a nuestro encuentro mientras el hombre permanecía detrás apoyado en la pared.
– ¿Will Klein?
– Soy yo -contesté.
Me enseñó su carnet con ademán ostentoso y el hombre hizo lo propio.
– Mi nombre es Claudia Fisher y mi compañero es Darryl Wilcox. Somos agentes del FBI.
– Federales -comentó Cuadrados alzando los pulgares como si le impresionara que yo mereciera tal atención. Echó un vistazo al carnet y luego a la mujer-. Eh, ¿por qué se ha cortado el pelo?
– ¿Usted quién…?
– No se sulfure -la interrumpió Cuadrados.
La agente frunció el ceño y me miró entornando los ojos.
– Quisiéramos hablar con usted. A solas -añadió.
Claudia Fisher era baja y vivaracha; la estudiante-atleta de instituto aplicada pero demasiado recatada, la clase de chica que se divierte pero nunca de manera espontánea. Llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás, un poco al estilo de los setenta, pero le sentaba bien. Lucía unos pequeños pendientes de aro y tenía una pronunciada nariz aguileña.
En Covenant House desconfiamos de la ley. No es que yo pretenda proteger a los delincuentes, pero no me apetece contribuir a su captura. Pretendemos que el albergue sea un refugio de paz, y cooperar con la ley afectaría a nuestra fama en las calles, que es nuestra baza principal. Digamos que somos neutrales: una Suiza para los desamparados. Por supuesto, es indudable que mi historia personal, por el modo en que los federales han tratado el caso de mi hermano, no contribuye a que los aprecie.
– Prefiero que él esté presente -dije.
– Él no tiene nada que ver en esto.
– Considérenlo mi abogado.
Claudia Fisher miró a Cuadrados escrutando los vaqueros, el pelo, el tatuaje, mientras él se estiraba unas solapas imaginarias y fruncía las cejas.
Yo fui a mi escritorio y él se dejó caer en el sillón de enfrente yplantó las polvorientas botazas en la mesa. Fisher y Wilcox permanecieron de pie.
– ¿Qué desea usted, agente Fisher? -dije abriendo las manos.
– Estamos buscando a una tal Sheila Rogers.
Aquello no me lo esperaba.
– ¿Puede decirnos dónde podemos encontrarla?
– ¿Por qué la buscan? -pregunté.
– ¿Le importaría decirnos dónde está? -replicó Claudia Fisher con una sonrisa condescendiente.
– ¿Se encuentra en algún apuro?
– Ahora mismo -hizo una breve pausa y cambió de sonrisa- sólo queremos hacerle unas preguntas.
– ¿Sobre qué?
– ¿Se niega usted a colaborar con nosotros?
– No me niego a nada.
– Pues entonces díganos, por favor, dónde podemos localizar a Sheila Rogers.
– Me gustaría saber el motivo.
La mujer miró a su compañero y Wilcox asintió levemente con la cabeza. La agente volvió a mirarme.
– A primera hora de hoy, el agente especial Wilcox y yo fuimos al lugar de trabajo de Sheila Rogers en la Calle 18. No estaba. Preguntamos dónde podríamos encontrarla. Su jefe nos informó que había llamado diciendo que estaba indispuesta. Fuimos a su último domicilio conocido. El casero nos dijo que hace meses que se marchó de allí y que su dirección actual era la de usted, señor Klein, 378 Oeste de la Calle 24. Fuimos allí. Sheila Rogers no estaba.
– Qué bien habla -comentó Cuadrados.
– No queremos problemas, señor Klein -dijo ella sin hacerle caso.
– ¿Problemas? -pregunté.
– Tenemos que interrogar a Sheila Rogers y rápidamente. Podemos hacerlo por las buenas, pero si opta por no colaborar podemos recurrir a otros medios menos agradables.
– ¡Oh!, amenazas -terció Cuadrados frotándose las manos.
– ¿Cómo lo prefiere, señor Klein?
– Lo que preferiría es que se marchasen.
– ¿Qué sabe usted de Sheila Rogers?
Aquello empezaba a ser absurdo y me dolía la cabeza. Wilcox metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja de papel que entregó a su compañera.
– ¿Está al corriente de la ficha delictiva de la señorita Rogers? -preguntó ella.
Traté de mantenerme imperturbable, pero incluso Cuadrados se sorprendió.
La agente comenzó a leer el papeclass="underline"
– Robo en comercios, prostitución, posesión de droga con intención de venta.
Cuadrados profirió un ruido burlón.
– Cosas de aficionados -dijo.
– Robo a mano armada.
– Va mejorando -comentó Cuadrados con una inclinación de cabeza-. Pero no hay condena, ¿verdad? -añadió mirando al hombre.
– Así es.
– Así que a lo mejor no es culpable.
Fisher volvió a fruncir el ceño mientras yo me mordía el labio inferior.
– Señor Klein.
– No puedo ayudarlos -dije.
– ¿No puede o no quiere?
– Déjese de semánticas -repliqué sin amilanarme.
– Vaya, señor Klein, reincidente al parecer.
– ¿Qué cono quiere decir con eso?
– Encubrimiento. Primero de su hermano. Ahora de su amante.
– Váyase a la mierda -dije.
Cuadrados me hizo una mueca claramente decepcionado por mi floja réplica.
La agente insistió.
– Usted no se da cuenta -dijo.
– ¿De qué?
– De las repercusiones -añadió-. ¿Cómo les sentaría, por ejemplo, a los patrocinadores de Covenant House si lo detuviéramos por, pongamos, complicidad e instigación al delito?
– ¿Sabe a quién debería preguntar? -dijo Cuadrados acudiendo en su defensa.
La mujer arrugó la nariz en dirección a él como si fuese algo que acababa de rasparse de la suela del zapato.
– A Joey Pistillo -añadió Cuadrados-. Seguro que Joey lo sabe.
Al oír aquel nombre, los dos agentes se pusieron a la defensiva.
– ¿Llevan móvil? -insistió Cuadrados-. Podemos preguntarle ahora mismo.
La agente miró a su compañero y luego a Cuadrados.
– ¿Nos está diciendo que usted conoce al subdirector Joseph Pistillo? -preguntó.
– Llámelo -respondió Cuadrados-. Ah, un momento; tal vez no sepa su número directo -añadió estirando el brazo y haciéndole una seña con el dedo para que le pasara el aparato-. ¿Le importa?
La agente le entregó el teléfono y Cuadrados marcó el número y se lo acercó al oído. Se reclinó cómodamente en el asiento sin quitar los pies de la mesa. De haber llevado un sombrero del Oeste, no me habría costado imaginármelo inclinándolo sobre los ojos para echar una siestecita.
– ¿Joey? Hola, hombre, ¿cómo estás? -dijo; escuchó un minuto y soltó una carcajada antes de iniciar una réplica jocosa mientras los dos agentes palidecían.
Lo normal es que yo hubiese disfrutado con aquella exhibición de poder porque, entre su pasado y su actual condición de famoso, Cuadrados superaba en un grado a casi todo el mundo, pero mi mente vagaba por otros derroteros.
Al cabo de unos minutos, Cuadrados le dio el móvil a la agente Fisher.
– Joey quiere hablar con usted -dijo.
Los dos agentes del FBI salieron del despacho y cerraron la puerta.
– Tío, los federales -dijo Cuadrados volviendo a alzar los pulgares con gesto de respeto.
– Sí, mira qué contento estoy.
– Vaya sorpresa, ¿no? ¿Quién habría pensado que Sheila estuviera fichada?
– Yo no.
Al volver a entrar, los dos agentes del FBI habían recobrado el color y la mujer tendió el teléfono a Cuadrados con una sonrisa exageradamente cortés.
Cuadrados se lo acercó al oído.
– ¿Qué pasa, Joey? -preguntó y escuchó un instante-. De acuerdo -añadió y cortó la comunicación.