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– ¿Qué sucede? -pregunté.

– Era Joey Pistillo. El jefazo del FBI en la costa Este.

– ¿Y qué?

– Que quiere hablar contigo personalmente -respondió Cuadrados desviando la mirada.

– ¿Y bien?

– Creo que no nos va a gustar lo que tiene que decirnos.

5

El subdirector Joseph Pistillo no sólo quería hablar conmigo en persona, sino en privado.

– Tengo entendido que ha fallecido su madre -dijo.

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Cómo dice?

– ¿Ha leído la esquela en el periódico? -pregunté-. ¿Se lo ha dicho un amigo? ¿Cómo sabe que falleció?

Nos miramos. Pistillo era un hombre fornido, casi calvo, salvo una franja de pelo gris cortado a cepillo, tenía hombros macizos y descansaba sus manos nudosas cruzadas sobre la mesa.

– O bien -proseguí sintiendo aumentar en mí la inquina de antaño- tiene algún agente vigilándonos. Vigilándola; en su lecho de muerte y en el ataúd. ¿Era agente suyo ese nuevo celador que era la comidilla de las enfermeras? ¿Era agente suyo el conductor de la limusina que ignoraba el nombre del director de la funeraria?

Seguimos mirándonos a los ojos.

– Lo acompaño en el sentimiento -dijo Pistillo.

– Gracias.

– ¿Por qué no quiere decirnos dónde está Sheila Rogers? -Se arrellanó en el asiento.

– ¿Por qué no quieren decirme por qué la buscan?

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– ¿Está usted casado, agente Pistillo?

No vaciló.

– Hace veintiséis años. Tenemos tres hijos.

– ¿Quiere a su mujer?

– Sí.

– En ese caso, si yo esgrimiera pretensiones amenazadoras contra ella, ¿qué haría?

Pistillo asintió con la cabeza.

– Si usted trabajara para el FBI le aconsejaría que cooperase.

– ¿Por las buenas?

– Bueno -añadió alzando el índice- con una salvedad.

– ¿Cuál?

– Que fuese inocente. Si fuese inocente no tendría ningún miedo.

– ¿Y no le preocuparía de qué asunto se tratara?

– ¿Preocuparme? Claro. Querría saber… -añadió sin concluir la frase-. Voy a hacerle una pregunta hipotética.

Hizo una pausa y se incorporó.

– Yo sé que usted cree que su hermano ha muerto.

Hizo otra pausa mientras yo permanecía imperturbable.

– Pero suponga que descubre que está vivo, escondido…, y suponga que además descubre que mató a Julie Miller. -Volvió a arrellanarse-. Es una hipótesis, por supuesto. Se trata de una hipótesis.

– Continúe -dije.

– Bien, ¿qué haría usted? ¿Lo entregaría? ¿Le diría que se las apañara? ¿O lo ayudaría?

Se hizo otro silencio.

– No me habrá hecho venir aquí para jugar con hipótesis -dije.

– No; cierto -replicó él.

Había una pantalla de ordenador en la parte derecha de su mesa que volvió hacia mí para que pudiera verla, apretó unas teclas y en ella apareció una imagen que me provocó un nudo en el estómago.

Un cuarto normal y corriente. Una lámpara de pie derribada. Alfombra beige junto a una mesita. Estaba todo revuelto, como si hubiese pasado un vendaval, pero en el centro del cuarto había un hombre tendido en medio de un charco que me imaginé era de sangre. La sangre era de color carmesí oscuro, casi negro. El hombre estaba boca arriba con brazos y piernas abiertos como si hubiera caído desde una gran altura.

Mientras lo miraba notaba los ojos de Pistillo clavados en mí juzgando mi reacción. Volví la mirada hacia él y luego hacia la pantalla.

Él pulsó en el teclado y apareció otra imagen. El mismo cuarto. Ahora no se veía la lámpara pero sí que había sangre ensuciando la alfombra y otro cadáver acurrucado en posición fetal. El primero vestía camiseta negra y de manga corta con pantalones negros también, mientras que éste llevaba una camisa de franela y vaqueros.

Pistillo volvió a teclear. Se veían los dos cadáveres, el primero en el centro del cuarto y el segundo junto a la puerta. Sólo se veía el rostro de uno, pero por el ángulo de perspectiva no me pareció conocido; el otro no se veía.

Me invadió el pánico y pensé en Ken. ¿Sería uno de los dos…?

– Las fotos están hechas en Alburquerque, Nuevo México, este fin de semana -explicó Pistillo.

– No entiendo -dije frunciendo el ceño.

– Encontramos el escenario del crimen patas arriba, pero logramos recoger algún cabello y fibras -dijo sonriéndome-. No soy especialista en los aspectos técnicos de nuestro trabajo, pero actualmente disponemos de métodos de análisis increíbles. Aunque a veces son los convencionales los que dan la pauta.

– ¿Quiere explicarme de qué está hablando?

– Alguien había limpiado muy bien el cuarto, pero a pesar de todo se descubrieron algunas huellas claras que no pertenecían a ninguna de las víctimas. Las hemos comprobado en nuestros ordenadores y esta mañana obtuvimos el resultado -añadió inclinándose sobre la mesa-. ¿Adivina de quién son?

Vi a Sheila, mi hermosa Sheila, mirando por la ventana.

«Lo siento, Will.»

– Son de su novia, señor Klein. La misma persona que está fichada; la misma persona que tanto nos está costando localizar.

6

Elizabeth, Nueva Jersey

Ya estaban cerca del cementerio.

Philip McGuane estaba en el asiento trasero de su Mercedes de encargo, una limusina de cuatrocientos mil dólares con blindaje lateral y ventanillas a prueba de balas de una sola pieza, y miraba cómo discurrían velozmente los restaurantes de comida rápida, las tiendas vulgares y los avejentados locales de striptease. Con la mano derecha sujetaba un whisky con soda servido en el bar del coche. Miró fijamente el líquido color ámbar. No se movía y le sorprendió.

– ¿Se encuentra bien, señor McGuane?

McGuane se volvió hacia su acompañante. Fred Tanner era muy alto, casi tan alto y resistente como uno de esos edificios de piedra rojiza. Sus manos eran como tapaderas de alcantarilla, los dedos como salchichas, y tenía una mirada de confianza absoluta en sí mismo. Tanner era de la vieja escuela: traje de alpaca brillante y aquel ostentoso anillo en el meñique del que nunca se desprendía, una joya de oro chabacana y desproporcionada a la que daba vueltas y manoseaba cuando hablaba.

– Estoy bien -mintió McGuane.

La limusina tomó la salida en la Autopista 22 en Parker Avenue y Tanner continuó jugueteando con el anillo. Tenía cincuenta años y era quince años mayor que su jefe. Su cara era un monumento cuarteado de planos ásperos y ángulos duros y llevaba el pelo pulcramente cortado a cepillo. McGuane sabía que Tanner trabajaba muy bien: era un hijo de puta frío, disciplinado y asesino para quien la compasión era un concepto tan importante como el feng shui. Tanner era un experto utilizando aquellas manazas o bien toda una panoplia de armas de fuego. Se había enfrentado a algunos de los tipos más desalmados y siempre había salido victorioso.

Pero McGuane sabía que aquello comenzaba a tomar un cariz totalmente distinto.

– Bueno, ¿quién es este hombre? -preguntó Tanner.

McGuane meneó la cabeza. Vestía un traje a medida de Joseph Abboud y tenía alquiladas tres plantas de oficinas en Manhattan Oeste. En otra época lo habrían llamado «consigliore» o «capo» o una tontería por el estilo, pero ya había pasado esa época (hacía mucho tiempo, por más que Hollywood se empeñe en hacernos creer que no) de guaridas y suites de velvetón, tiempos que sin duda Tanner seguía añorando; ahora todo funcionaba gracias a oficinas con secretaria y nómina centralizada por ordenador; se pagaban impuestos y se dirigían negocios legales.