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El pasado asaltó a Jake, que no pudo evitar visualizar sus senos con todo detalle. Es cierto que aquel día estaba muy oscuro, pero los había visto. Eran muy claros de piel, redondos y los pezones eran del color del coral. Y debido al agua fría, se le habían puesto duros.

Oh, sí, los había visto una vez. Y aquello era algo de lo que nadie más de Forever podía presumir.

De hecho, él tampoco había presumido nunca de ello. Ni siquiera había pensado en tal posibilidad. Bueno, excepto una vez.

Fue el día después de que sucediera. En la cena después de la ceremonia de graduación que se celebró en el gimnasio. Robin estaba allí sentada, fría y discreta, haciendo honor a su fama de Princesa de Hielo.

Se había recogido el cabello y algunos rizos le caían alrededor de la cara. Llevaba un maquillaje discreto y su vestido negro ceñido resaltaba sus senos altos y sus caderas. Era el ideal de belleza de un adolescente o, por lo menos, el ideal de Jake.

Mientras la miraba desde el otro lado del salón, deseaba que ella lo mirara a su vez y, con un simple gesto, le demostrara que le había aceptado como amigo. Que apreciaba y le agradecía su comportamiento caballeroso.

Jake estaba sentado solo, vestido con el traje usado que había sacado del armario de su padre. Se imaginaba que ella iba a aproximarse a él, le iba a hablar y le iba a dar las gracias por lo de la noche anterior, demostrando así a todos que eran amigos.

Pero ella no lo hizo. Y por un instante, sintió el impulso de acercarse a Seth y Alex y contárselo todo.

Ella no lo habría negado. No habría podido hacerlo. Todos sabían que se ponía colorada cuando decía mentiras. Jake podía haber ascendido su status social con solo unas cuantas frases bien elegidas.

Fue una tentación enorme para un adolescente inadaptado de dieciocho años, pero el hombre de treinta y dos se sentía orgulloso, pasado el tiempo, de no haber caído en ella. Había sido la cosa más noble que había hecho en su vida. Era una lástima que ella no lo recordara siquiera.

Al otro lado de la mesa, Robin se rio de algo que los chicos habían dicho.

– Debes recordar la sensación de ser madre -Robin colgó la camiseta de su sobrino en el tendedero de casa de su madre.

Tocó la camiseta con cariño y pensó que ella también sería madre muy pronto. Y entonces también ella tendría que lavar prendas de niño pequeño.

– Pero ya estaba casada -contestó Connie-. Y tenía a alguien que me apoyaba y ayudaba.

– Yo no necesito que nadie me ayude -el dinero no era importante en ese caso-. Ahora tengo contrato fijo en la empresa y gano un buen sueldo.

– No me refiero solo a ayuda económica -insistió Connie, tendiendo una sábana-. Me refiero a ayuda emocional.

– Por si se te ha olvidado, soy una mujer bastante independiente.

El trabajo que tenía con Wild Ones Tours la había hecho viajar por todo el mundo. Tenía que buscar lugares y rutas posibles que la empresa pudiera promocionar. A Robin le encantaba la libertad.

– Ya, pero nunca has probado la independencia a las dos de la mañana, dando vueltas en una habitación con un niño llorando en los brazos.

– Pero he estado cuarenta y ocho horas seguidas dando vueltas en una habitación sin poder salir porque había leones fuera -explicó.

– No es lo mismo. Aunque puede ser un buen entrenamiento.

– ¿Lo ves? -Robin sujetó con una pinza la sábana de su hermana y luego alisó las arrugas con la palma de la mano-. Estoy totalmente preparada.

– Pero los leones se fueron a las cuarenta y ocho horas. Los niños se quedan para toda la vida.

– Lo sé.

Robin había considerado su plan desde todos los ángulos posibles. Le encantaban los niños y no quería terminar como la tía solterona y decrépita de los hijos de Connie sólo porque no hubiera encontrado el hombre adecuado en el momento justo.

– Solo estoy sugiriendo que esperes un poco. Nunca se sabe lo que te puede deparar la vida.

– Tengo treinta y dos años, así que no puedo esperar demasiado. ¿Has leído las estadísticas sobre embarazos después de los treinta y cinco?

– Ahora las mujeres tienen hijos hasta los cuarenta.

– Pero es mucho más arriesgado.

– Lees demasiado.

– ¿A qué edad tuviste tú a Sammy?

– A los veintiocho.

– ¿Lo ves?

– Pero estaba casada.

– No estamos en 1950. Las mujeres no tienen por qué casarse para tener hijos.

Robin creía en aquello al pie de la letra. Por supuesto, ella querría un padre para su hijo, pero después de haber trabajado en más de treinta países diferentes, había conocido a hombres de todos los tamaños, formas, ideologías y personalidades; y lo cierto era que jamás había conocido a ninguno con el que quisiera pasar el resto de sus días.

No iba a casarse por el solo hecho de estar casada.

– ¿Qué vas a decirle a la abuela? -le preguntó.

Connie, colgando el último almohadón y agarrando el barreño vacío.

– No lo he decidido todavía -Robin se mordió el labio inferior-. Probablemente me inventaré que tengo un novio.

– ¿Entonces no le dirás la verdad?

Robin se quedó callada. No le gustaba mentir a su abuela, pero le resultaba más difícil decirle la verdad.

– En cualquier caso, ya he tomado una decisión.

– Seguro que sí -Connie se dirigió hacia la escalera del porche-. Y conociéndote, hasta habrás leído un libro sobre ello.

– Por supuesto. He leído un montón sobre fertilidad y concepción -le explicó a su hermana.

Hasta tenía un termómetro basal en la maleta. El mes anterior había estado apuntando su temperatura y ese mes iba a hacer lo mismo. Así sabría cuáles eran sus días más fértiles.

Connie soltó una carcajada.

– Confío en que te asegures de que tu bebé lea los mismos libros que has leído tú. Te aseguro que suelen ignorar a los expertos y hacen lo que quieren.

– También he leído eso.

– Claro, ya me lo imagino.

– Estoy preparada -le aseguró Robin a su hermana-. Posiblemente esté más preparada que la mayoría de las mujeres casadas.

Connie dio un suspiro. Luego se sentó en un peldaño de las escaleras y dejó el barreño sobre la hierba.

– No tienes por qué agarrar a la vida por el cuello y sacudirla hasta que te dé lo que quieras.

– ¿A qué viene eso? -replicó Robin, que, intrigada, se sentó al lado de su hermana.

– Siempre has sido así.

– ¿Cómo?

– Cuando decides algo, no miras a la izquierda o a la derecha, sino que vas hacia delante como una apisonadora.

– Soy eficiente y consigo las cosas que me propongo.

Robin creía que no había nada peor que darle vueltas a una idea durante meses. Una vez que tomabas una decisión, tenías que cumplirla. Era así de sencillo.

Connie agarró una brizna de hierba y la retorció entre sus dedos.

– Por ejemplo, Wild Ones. Decidiste que lo mejor para viajar por todo el mundo era trabajar en una agencia de viajes.

– Y lo ha sido -contestó la chica.

Su trabajo en Wild Ones había sido todo un éxito.

– Necesitaban pilotos y te hiciste piloto.

– ¿Y qué?

– Necesitaban traductores y aprendiste portugués.

– No entiendo dónde quieres ir a parar. ¿Qué hay de malo en aprender portugués? Las dos cosas son buenas.

– Todo lo que has hecho durante años ha sido enfocado para convertirte en la empleada perfecta de Wild Ones.

– Sigo sin entender dónde está el problema.

El viento despeinó el cabello de Robin.

– En que nunca has pensado en ti.

– ¿Qué?

– Que nunca has confiado en que pueda haber gente alrededor tuyo que puede hacer que te pasen cosas buenas. Cosas buenas que a lo mejor ni siquiera sabes que querías. Te estoy diciendo que te relajes un tiempo y que dejes actuar al destino.