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– ¿Qué…?

– Que puede que me haya encontrado un socio -dijo ella sencillamente-. Si él me quiere.

– ¿Y si no?

– Pues entonces, tendré que pensar en alguna forma de hacerlo cambiar de opinión.

Capítulo 4

Mike estuvo con trabajo en la consulta todo el día. A eso de las cinco encontró un momento para llamar al hospital.

– Henry se ha despertado y está bien -le dijo Bill-. Tess ha accedido finalmente a irse a dormir. Yo acabo la guardia ahora. Si quieres, le daré de comer a Strop antes de irme para que no tengas que venirte a la carrera.

¿Era su imaginación, o había más pacientes de lo normal? A las ocho terminó finalmente. Al salir de la consulta, su recepcionista colgó el teléfono con un suspiro.

– Dios Santo, Mike, hay rumores por todo el valle de que hay una doctora nueva. Más de diez pacientes han llamado para pedir una cita con la doctora. Cuando les digo que no trabaja aquí se desilusionan, pero como no quieren reconocer que realmente no necesitan ver al doctor, piden cita igual para verlo a usted. Lo siento, Mike, pero mañana tendrá la consulta a rebosar.

– Genial -gimió Mike-. Justo lo que necesito -dijo, y luego frunció el ceño- ¿Por qué piensa todo el mundo que tenemos doctora nueva?

– Pues, por Tessa, por supuesto.

– ¿Tess…?

– No se haga el tonto.

Maureen, su recepcionista, tenía cincuenta años y se conocía todos los trucos. Los pacientes no la podían engañar, y tampoco Mike.

– Si no piensa en Tessa Westcott, es que le pasa algo -prosiguió-. Todos los enfermeros, los ordenanzas, los chicos de la ambulancia… todos hablan de ella, y si queda algún hombre en el valle que no la ha visto, está intentando hacerlo en este momento. ¿Piensa ofrecerle un empleo?

– No.

– ¿Por qué no?

– Maureen, Tess trabaja en los Estados Unidos, es ciudadana americana. Dios Santo, Maureen, ni siquiera estará colegiada.

– Pues yo podría arreglar eso en un instante -dijo Maureen-. Basta que me lo pida. Ya sabe que somos zona remota. Si alguien es lo bastante tonto para trabajar aquí, y tiene un título de médico legal, el colegio de médicos te da la bienvenida con los brazos abiertos. Y si Tess no tiene ciudadanía australiana, también puedo arreglarlo. Su padre es australiano.

– No sea ridícula -dijo Mike sin entonación-. No quiere venir a trabajar aquí. Ha venido a ver a su abuelo, eso es todo. Nosotros nos apañamos solos muy bien.

– No, no estamos muy bien -dijo Maureen francamente-. Ahora no. Cuando comenzó aquí, se las arreglaba bien, debido a que la mayoría de los pacientes se iban a la ciudad a hacerse tratar. Ahora que saben que pueden tener tratamiento hospitalario y cuidados médicos de primer orden, ya no se van. Y cada día aumenta el número de los que vienen a tratarse aquí. Y eso hace que usted, doctor Llewellyn, esté de trabajo hasta las cejas.

– El trabajo no me molesta.

– A corto plazo, quizás no, pero a largo plazo… Necesita un poco de vida social.

– Ya tengo vida social.

– Sí… sí… -se burló cariñosamente Maureen y su cara maternal adoptó expresión de regañina-. Sabe perfectamente que no ha tenido tiempo para echarse una novia desde que volvió al valle, y a su edad…

– Maureen, no necesito novia.

– Por supuesto que sí -sonrió-. Y, desde luego que necesita otro médico. Y aquí está esa Tessa. No la conozco todavía, pero si me puedo fiar de lo que ha dicho Bill… Bien, quizás pueda matar dos pájaros de un tiro. Novia y socia todo en una. ¿No quiere que llame al colegio de médicos?

– No.

– Es una pena. Y ahora viene el fin de semana. Sin embargo… -su sonrisa se amplió-. Supongo que podrá esperar hasta el lunes.

– Tampoco sucederá el lunes.

– Ya veremos -dijo ella-. Según Bill, es una señorita muy decidida. Como una topadora, dice. Ah, por cierto… -haciendo un esfuerzo, volvió a su trabajo.

– ¿Sí?

– Hablando de vida amorosa, hay una llamada de Liz Hayes. Lleva toda la semana tratando de ponerse en contacto con usted.

– Liz -frunció el ceño, tratando de concentrarse en algo que no fuese Tessa. Liz era la ingeniera del condado-. ¿Qué quiere Liz?

– Quiere llevarlo al baile del condado mañana por la noche.

– El baile…

– Tiene que ir -dijo Maureen con paciencia-. Todo el mundo va a ir. Se lo apunté en la agenda el mes pasado.

– Sí. Es verdad.

– Liz dice que lo espera allí y que en la cena estarán sentados juntos. Es la mesa del presidente del condado. Ah, y dice que si puede encontrar un momento para bailar una o dos piezas con ella, estará de lo más agradecida.

Maureen suspiró mientras lo miraba pensárselo. Las chicas del valle ya sabían qué esperar de Mike. Les daba un cierto prestigio social salir con él una noche, pero si la chica esperaba a que él la pasara a buscar, se arriesgaba a llegar dos horas tarde. Siempre había un imperativo médico. E incluso cuando él aparecía, siempre había el riesgo de encontrarse el asiento ocupado por un rollizo perro marrón y blanco.

Sin embargo, seguían intentándolo. Era una pareja de baile fantástica, y si tenían la suerte de que su teléfono no sonase y que el perro no estuviese con él, cabía la posibilidad de que las llevase a casa en el fantástico Aston Martin y quizás un beso…

Pero nada más.

– Sí, tiene razón. El consejo del condado apoya al hospital -dijo abstraído-, así que tengo que ir al baile. Dígale a Liz que está bien, que me encontraré con ella allí.

– ¿No le gustaría llamarla y decírselo usted en persona?

– ¿Por qué? -preguntó, frunciendo las cejas mientras miraba la lista de visitas que tenía que hacer.

– Porque un día de éstos no querrá que su secretaria le organice la vida amorosa -le respondió.

– ¿Y por qué iba a cambiar ahora? -sonrió y se metió la lista en el bolsillo-. Se le da muy bien. Mi vida amorosa es totalmente satisfactoria gracias a usted, Maureen.

Se inclinó y le dio un beso en la cabeza y se fue a su Aston Martin que, aparte de Strop, era el amor de su vida, el único amor de su vida. Tenía que hacer las visitas.

No llegó al hospital hasta las diez de la noche y comenzaba a sentir el cansancio. Lo cierto era que estaba molido.

Strop ya estaba dormido y sin ningún interés de preguntarle cómo le había ido.

– Quién tuviera la mitad de tu suerte -le dijo al perro, que ni se inmutó.

Hizo la ronda de las habitaciones, controló el progreso de sus enfermos y cambió algunos tratamientos con el personal nocturno. Dejó a Henry para el final, ya que no estaba preocupado por él en absoluto. Cada vez que había llamado por teléfono le habían asegurado que estaba bien.

Abrió la puerta de la habitación suavemente y tuvo que tragarse la desilusión. Louise, una enfermera joven, estaba con el anciano, pero Tess no se hallaba allí.

– Parece que todo va bien, doctor -le dijo Louise, alcanzándole la gráfica de observación-. El señor Westcott está despierto.

– Conque sí, ¿eh, Henry? -dijo Mike sonriente y se dirigió a la cama. El viejo rostro de Henry se veía consumido y flaco contra la blancura de la sábana, pero en la débil luz de la lámpara sus ojos hundidos lo miraban con aguda inteligencia.

– Mike…

Mike le agarró la mano.

– Bienvenido a la tierra de los vivos, señor -le dijo en voz baja.

– Fue gracias a ti.

La voz de Henry era sorprendentemente fuerte, considerando las circunstancias. Mike se sintió inundado de alivio. Cielos, después de lo que había pasado, el anciano era un hueso duro de roer.

– Su rescate se debe a su nieta -le dijo-. Tessa es una señorita decidida.

– Sí que lo es. Mi Tess… -dijo Henry y cerró los ojos durante un largo rato. Mike pensó que se había dormido, pero la mano que apretaba la suya se mantenía firme.