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– Tess dice que tiene intención de quedarse -dijo Henry.

– ¿Ah, sí?

– Dice que ha renunciado a su puesto en los Estados Unidos -susurró Henry preocupado-. ¿No le darías trabajo?

Silencio.

– Es un poco precipitado -dijo Mike finalmente-. Habrá tiempo, señor, para tomar decisiones con respecto al futuro cuando esté recuperándose.

– Pero quiero saberlo ahora -se angustió Henry y Mike sintió cómo se le aceleraba el pulso-. He estado pensando. Tendría que haberme muerto en esa maldita cueva. Ya no me queda nada y el cuerpo me está fallando. Pero si Tess volviese…

– Tess tiene su vida en los Estados Unidos.

– Ella dice que se quiere quedar -le dijo Henry y la enfermera le lanzó una mirada asustada a Mike. El anciano se estaba agitando, y eso era lo que peor le sentaba en ese momento.

Mike lo sabía, pero hacer una promesa de ese calibre para calmarlo…

– Tienes que ver su curriculum -la voz del anciano se hacía más débil. Se hacía más difícil comprender lo que decía-. No te lo pediría si no sirviese para nada, pero… es una buena chica, mi Tess. Si lo sabré yo. ¿Mirarás su curriculum?

– Lo miraré -dijo, haciendo un esfuerzo.

– Y si es bueno, ¿le darás trabajo?

– No puedo prometerle nada -le dijo Mike-. No estoy seguro de que necesitemos otro doctor.

– ¿Qué no necesitamos…? -interrumpió Louise, sin poder quedarse callada un minuto más- Por supuesto que necesitamos otro médico. Si la doctora Westcott quisiese trabajar aquí…

– Dime que lo intentarás -rogó Henry-. Mike, ¿qué dices?

– De acuerdo, entonces -dijo él finalmente-. Si eso es lo que Tess quiere, lo intentaremos.

* * *

Mike estaba muerto de hambre.

Salió de la habitación de Henry con la cabeza hecha un lío, pero el hambre ganó la batalla. Ya eran las once de la noche y no había comido más que un par de galletas desde el desayuno. Necesitaba dormir desesperadamente, pero antes tenía que comer.

Se metió en la oscura y desierta cocina y en diez minutos se había hecho unos huevos, panceta y pan frito. A la porra con el colesterol. De no ser por los huevos con panceta, ya se habría muerto de hambre.

Se sentó a la mesa y había comido dos bocados cuando apareció Tess.

Era una Tess distinta.

Esa vez llevaba una bata roja, y el pelo era una masa de rizos que le caía en cascada sobre los hombros. Llevaba los pies descalzos y las uñas pintadas de azul con una estrellita dorada en cada una.

Ella le siguió la mirada de asombro y esbozó una sonrisa. Se derrumbó en una silla a su lado, puso el dedo gordo del pie sobre la mesa para que él lo inspeccionara, y lo movió delante de sus ojos.

– ¿Te gustan mis uñas? -preguntó, subiendo los dos pies a la mesa y moviendo los dedos- A mí, sí. Me levantan el ánimo. Me llevó siglos hacerlo. ¿Quieres que te pinte las tuyas? Así podrás ver cuánto tiempo lleva.

Él metió los pies protegidos por las botas debajo de la mesa y logró sonreír. ¡Diablos! Aquella chica le quitaba el aliento.

– No. Muchas gracias, pero no.

– Qué educado. Cobarde pero educado. ¿Dónde está tu perro?

– Dormido.

– Eso es lo que tendrías que estar haciendo tú -dijo ella con sensatez-. El abuelo dice que me ofreces un trabajo.

Él se quedó sin aliento.

– Sigue comiendo, tranquilo. No te quiero interrumpir. Acabo de despertarme, así que fui a ver al abuelo. Está casi dormido, pero me dijo que me ofrecías un trabajo. Louise dice que es verdad y que estabas aquí y que te tomase la palabra antes de que pudieses cambiar de opinión.

– Muy ingeniosa, Louise -dijo, furioso, mientras se metía un bocado.

– Una chica encantadora. ¿Sabes que su madre tiene un ataque de asma cada vez que un chico se acerca a su hija?

– ¿Cómo demonios sabes eso?

– Ella me lo ha dicho.

– ¿Por qué?

– Porque yo le he preguntado. Veo que me necesitan por aquí, doctor Llewellyn, aunque sólo sea para hacer algo por el asma de la señora Havelock.

– El asma de la señora Havelock está bien.

– ¿Son sólo imaginaciones suyas?

– No, pero la utiliza como…

– Como arma. Me lo imaginaba. Pero, ¿qué has hecho al respecto?

– Nada -dijo, más molesto de lo que hubiese querido-. No es de mi incumbencia.

– Sí que lo es. Louise está deprimida y apuesto que Louise es tu paciente también.

– Sí, pero…

– No tienes tiempo de ocuparte del bienestar psicológico de tus pacientes -dijo Tess, asintiendo con la cabeza comprensivamente y mirándose las uñas de los pies-. ¿Sabes?, creo que a Louise le irían bien unas estrellitas doradas. Creo que se lo sugeriré. Y mañana…

– ¿Mañana? -escuchó inquieto. ¿Con qué saldría ahora?

– Harvey Begg le ha pedido a Louise que vaya con él al baile del condado mañana por la noche. ¿Harvey es un buen partido?

Mike parpadeó. Las conversaciones con Tessa eran totalmente impredecibles. Nunca sabías con qué iba a salir en el siguiente instante. Harvey Begg…

– Supongo que se podría decir que sí -logró sonreír-. Es el contable local. Es una persona sólida, en todo el sentido de la palabra. Se está quedando calvo. Tiene treinta y pico, conduce un Volvo y juega al cribbage.

– ¡Puaj! -arrugó Tessa la nariz- No es la horma de mi zapato. Sin embargo… -sonrió- parece que Louise está enamoradísima. Nunca falta un roto para un descosido, digo yo, y quizás el cribbage tenga un encanto escondido que yo no he sabido apreciar. ¡Y los asientos traseros de los Volvos son enormes!

– ¡Tess!

– Bueno, quizás no tanto -rió ella-. Pero Louise tendrá oportunidad de averiguarlo mañana. He quedado para hacer de canguro de su madre.

– Tú…

– El abuelo estará aún internado -dijo, y se puso seria un instante-. No me puedo seguir quedando aquí, ocupando una cama del hospital. Así es que mañana por la noche me quedaré en casa de Louise. Su madre puede pensar que ella me está haciendo un favor al ofrecerme alojamiento, pero Louise podrá ir al baile. Y luego…

– ¿Luego qué? -preguntó Mike, comiendo como si tuviera puesto el piloto automático. Se sentía como arrastrado por una ola.

– Luego volveré a la granja y me quedaré allí hasta que el abuelo llegue a casa.

– ¿Dices en serio lo de quedarte?

– Totalmente.

Mike titubeó, sin saber cómo seguir.

– Y… ¿es verdad que querrías un empleo?

La cara se le iluminó.

– Desde luego -dijo, mirándolo a los ojos. Había decisión en ellos-. Mike, el abuelo se sentirá culpable si me quedo sólo a cuidarlo. Sería mucho mejor si pudiese combinar la medicina con su cuidado.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– El que haga falta.

– Tess, podrían ser años. No hay garantía de que Henry se recupere lo suficiente para ocuparse de la granja nuevamente. Nunca.

– Ya lo sé.

– Entonces, ¿qué harás?

– Si tú estás de acuerdo, lo llevaré de vuelta a su granja y trataré de hacerlo feliz los últimos días de su vida -dijo simplemente-. Si puedo practicar la medicina aquí, todo encaja perfectamente. Si el abuelo necesita un peón, yo podré pagarlo -titubeó y se mojó los labios con la lengua. El primer gesto de incertidumbre-. Si tú lo quieres.

Si él lo quería… Miró a aquella mujer extraordinaria a través de la mesa, mientras trataba de imaginarse qué decir. Había irrumpido en su vida como una llamarada y desde entonces se sentía sin aliento, como si su mundo estuviese patas arriba.

No quería. No quería a esa mujer que en menos de dos días había destruido el tranquilo ritmo de su vida. Para Mike Llewellyn, la vida era trabajo. La vida era la medicina y dedicación y cuidados. La vida no tenía nada que ver con pintarse estrellitas en las uñas de los pies.