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Había que ser pequeña para lograrlo. Ningún hombre podía meter el brazo de esa forma dentro de una cerda. Vacas sí, pero cerdas, imposible.

– Acerca la luz -ordenó Mike, sin quitarle los ojos de encima a la cara de la chica. En ella se reflejaba un terrible dolor, pero también una decisión tan grande como la copa de un pino-. Jacob, vete a traer mi maletín del coche.

– ¿Qué pasa? -le costó bastante darse cuenta de que estaban en medio de un parto, en vez de un acto criminal. Parecía totalmente asombrado.

– Estamos teniendo cerditos -dijo Mike en la quietud-. Al menos, espero que así sea.

Bajó las manos y las apoyó en los hombros de la chica sujetándola firmemente, de modo que ella se pudiese mover a voluntad, pero a la vez dándole el apoyo que necesitaba para que las contracciones de la cerda no la sacudiesen.

Intentaba hacerle sentir que no estaba sola. Era todo lo que podía hacer, pero no era suficiente. Se sintió totalmente indefenso ante su dolor.

¿Quién diablos era?

Sentía el esfuerzo que ella hacía. Cada vez que una contracción remitía, ella hacía todos los esfuerzos posibles para empujar el cochinillo, tratando de enderezarlo para que pudiese pasar por el canal. Y durante la contracción se concentraba en sujetar al animalillo para que sus esfuerzos no fuesen en vano. Mike sentía como todo su cuerpo estaba tenso por el esfuerzo.

Debía de saber algo de obstetricia. La única forma de sacar al cerdito de donde estaba firmemente atrancado era empujarlo hacia atrás y girarlo.

¿Era veterinaria? ¿Con esos tacones de aguja?

Y luego sintió al cerdito ceder. Un movimiento minúsculo, pero sintió que el cuerpo de la chica se sacudía adelante y ella inspiró con dificultad y lanzó un suspiro de puro alivio.

– Gira, diablos, gira -murmuró, girando su propio cuerpo-. Por favor…

El hombro se le torció y la cara se le contrajo de dolor. La raya de carmín en su blanco rostro parecía casi surrealista.

Y luego se le torció el hombro aún más. Lanzó un gruñido de sorpresa y dolor. El cuerpo de la cerda se contrajo en una enorme masa de músculo y el brazo de la chica se deslizó hacia fuera. En la mano sujetaba un cerdito muerto.

El animalito cayó en la paja. La chica lo hizo a un lado como si no tuviera importancia, porque en realidad no la tenía, y sumergiendo la mano en agua jabonosa, volvió a meterla, pero no fue necesario.

La contracción no se relajó. Aumentó más y más y los poderosos músculos empujaron a otro cerdito que cayó en la paja. Ése estaba vivo.

Lo siguió otro.

Fue como sacar un corcho de una botella de champán. El exhausto cuerpo de Doris utilizó toda la energía que le quedaba y, minutos más tarde, la chica estaba en medio de una masa movediza de cerditos.

Cinco. Seis. Siete. Ocho cochinillos vivos.

Mike estaba tan aturdido que apenas si podía contar, pero en cuanto la enorme cerda terminó de expulsar al último cerdito, se dio la vuelta para mirarlos.

La chica miró a la cerda y sonrió ampliamente. ¡Cielos, qué sonrisa! Intentó levantar uno de los cerditos para mostrárselo, pero el brazo no le respondió. Emitió un gemido de dolor y el cerdito volvió a caer en la paja.

Mike la observó un momento y luego tomó las riendas del tema. Al menos en eso sí que podía ayudar. Levantó a cada uno de los cerditos por turno para echarlos en la paja, bajo la mirada de su madre.

Entonces, el policía reaccionó y, apoyando la linterna en una bala de heno, comenzó a encargarse de los animalillos, lo que dejó a Mike libre para que se concentrara en la joven.

Estaba exhausta. Al haber acabado su tarea, se derrumbó. Se recostó en la paja y se sujetó el brazo como si se le fuese a caer. Tenía la cara blanca como el papel, el lápiz de labios corrido y el brillo de las lágrimas en esos ojos fantásticos.

Jacob entró a la carrera en el granero con el maletín de Mike y blandiendo la escopeta.

– Ya lo tengo, ya lo tengo -les dijo y se detuvo de golpe a unos centímetros de Mike, que levantó una mano para agarrar la escopeta primero y luego el maletín.

– Estupendo, Jacob -dijo con calma. Levantó al cerdito muerto y se lo entregó-. Ahora, vete a enterrar esto antes de que Doris se crea que está vivo y comience a protegerlo.

– Aún no sabemos por qué ella está aquí y quieres que entierre esto, ¿por qué?

– Porque está muerto, Jacob.

– Oh, sí -dijo Jacob, y se quedó mirando el maltrecho cuerpecito en sus manos-. De acuerdo -miró al policía- ¿No me necesitas más? Para ella, quiero decir.

– Creo que podemos apañarnos solos -le respondió el sargento con sequedad. Luego, cuando Jacob se inclinó para recuperar su escopeta, el policía sacudió la cabeza-. No, Jacob. Deja la escopeta aquí. No la necesitas.

Mientras Jacob se alejaba con el infortunado cerdito hacia la puerta, la chica se sentó y miró alrededor. Tenía las manos ensangrentadas después del múltiple parto. Su aspecto era joven y vulnerable.

Usó un solo brazo para incorporarse y con él se abrazó el otro y se lo sujetó junto al pecho.

– Déjame ver -dijo Mike suavemente y se puso en cuclillas frente a ella, tocándole ligeramente el brazo. Ella hizo un gesto de dolor y lo retiró mientras el gesto de dolor se intensificaba.

– No. Necesito… necesito…

– A que lo que quiere es drogas -dijo Jacob antes de salir con el animalillo muerto-. Apuesto a que por eso está aquí, Doc. Las mujeres normales no llevan tacones como esos. Seguro que está en la droga.

– ¡Drogas! -el hombro le volvió a doler.

Mike se dio cuenta por su cara. Estaba sucia, ensangrentada y dolorida y tan exhausta que apenas si podía hablar y…

Con su mano buena ella se enderezó la falda en un fútil intento de recuperar su dignidad y les echó una mirada furibunda. La emoción que la dominaba era de rabia. Mike observó cómo la recorría, reemplazando el dolor. Ella se puso de pie y se enfrentó a los dos hombres desconocidos sin un ápice de miedo. Estaba demasiado enfadada como para tener miedo y… era realmente hermosa.

– ¿Quién eres? -preguntó él con amabilidad, pero ésa fue la última gota.

– ¿Qué quién soy? ¿Quiénes sois vosotros? -exigió- ¿Quién diablos sois vosotros? Estáis en la propiedad de mi abuelo. ¿Qué os da a vosotros el derecho a preguntar quién soy yo? ¿A hablar de drogas? ¿Qué os da el derecho a venir aquí con armas?

Y, de repente, fue demasiado. Los hombros de la chica se habían sacudido cuando ella se enderezó. Mike vio reflejado en sus ojos que el dolor era terriblemente fuerte. Tan fuerte, que ella no lo podía soportar.

Ella tragó aire audiblemente y se hubiera caído de no ser por Mike, que la sujetó por el brazo bueno e impidió que ella se cayese, haciéndola sentarse luego en uno de los fardos de heno.

– Tranquila -le dijo suavemente y como siempre, su voz resultó increíblemente tranquilizadora. Los lugareños decían que lo que mejor se le daba eran los niños y los perros, y tenían razón. La voz de Mike inspiraba confianza-. Tranquila -repitió-, no te haremos daño.

– ¿Dónde… dónde está mi abuelo?

– Lo hemos estado buscando -dijo, y se arrodilló frente a ella, tomándola de la mano a pesar de la sangre. Tenía las manos fuertes y cálidas y le estrecharon los dedos como si supiera lo asustada que estaba bajo esa fachada de agresividad. Era un gesto de cariño y fuerza que había usado muchas veces antes, y el cuerpo de la chica se relajó apenas un poco. Él se dio cuenta de ello y esbozó su sonrisa tranquilizadora, una sonrisa que era capaz de conquistar a una serpiente de cascabel.

– Soy el doctor de la comarca -le dijo-. Deja que te mire el brazo. Déjame ayudarte.

– No es nada.

Él hizo caso omiso a su protesta. La chica no estaba en condiciones de hablar coherentemente, y mucho menos, pensar. Le miró la cara rogándole permiso con los ojos mientras llevaba sus manos al primer botón de la blusa.