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– ¿Cuánto hace que él está aquí? -preguntó Tess.

– Tres años, pero en realidad, lleva mucho tiempo más. Mike nació en el valle y lleva luchando por esto desde antes de terminar la carrera de medicina.

– Y… -había tantas cosas que ella no comprendía-¿Siempre ha tenido a Strop?

– Strop fue un accidente -sonrió Bill-. Mike tiene un Aston Martin, el coche más moderno de toda la comarca. Cuando el vendedor se lo mostraba a Mike, no pudo frenar en una curva y atropello a Strop, que cruzaba la carretera. Y entonces, la dueña dijo que total, como era un perro estúpido, que le pusieran una inyección letal. Ya sabe que el Aston Martin es un biplaza, así que mientras el vendedor lo llevaba al veterinario, Mike lo tuvo en su regazo todo el viaje, así que cuando llegaron, no hubo caso de meterle una inyección. Así que en una misma tarde Mike se hizo con el coche más elegante y el perro más bobo de la cristiandad.

– Me está tomando el pelo.

– De ningún modo. Y, créase o no, es un perro fenomenal -la sonrisa de Bill se amplió-. Los pacientes lo adoran y todo el mundo sabe que cuando Mike hace una visita, también va Strop -hizo una pausa y se puso más serio-. ¿Y usted? Tengo entendido que se la podría considerar lugareña también. Yo no soy del valle, pero Mike dice que usted es la nieta de Henry Westcott. Y también dice que es médico…

La miró con ojos interrogantes, pero no formuló más preguntas. Todavía no.

Finalmente, cuando acabaron el recorrido, Bill la llevó a una reluciente cocina y le presentó a la señora Thompson, la cocinera del hospital, y la dejó allí para que comiese. La mujer le preparó encantada una comida.

Realmente la necesitaba. Tess comió el pastel de carne con patatas fritas y ensalada y se bebió dos grandes vasos de leche. No recordaba cuándo había sido la última vez que había comido. Quizás había picado algo en el avión, pero hacía tiempo de ello, le dijo su estómago.

Tess se sintió satisfecha por el momento, pero preguntó delicadamente si podría llevarse algo de comida a la granja. Se sentía realmente culpable por llevarse al doctor, con la cantidad de trabajo que tendría. Un solo médico para el tamaño de ese hospital estaría corriendo de aquí para allá todo el día. La señora Thompson sonrió.

– Me parece una idea estupenda -le dijo, poniendo una cesta de pic-nic sobre la mesa-. El doctor Llewellyn casi nunca para para comer y a veces se salta la comida si uno no le insiste un poco. O eso, o se come seis tostadas y tres huevos fritos a medianoche, que es lo que hace generalmente. No, querida, le pondré suficiente comida para alimentar a seis, incluyendo comida para el perro ése que tiene, si me promete que le hará comérsela.

– ¿Trabaja demasiado? -preguntó Tess con cautela.

– Lo llevan los demonios -dijo la mujer, sacudiendo vigorosamente la cabeza-. Se irá a la tumba pronto, si sigue así -luego su mirada se dulcificó-. Pero usted tiene preocupaciones más graves que el doctor Mike. Oh, querida, lamento tanto lo de su abuelo. Sólo espero… que el fin haya sido rápido.

– Gracias -respondió Tess débilmente. No sabía qué otra cosa decir.

Mike la pasó a buscar una hora más tarde.

Cuando entró en la habitación, se quedó asombrado ante la transformación. Había visto a Tess ensangrentada, cansada y dolorida, no como estaba entonces.

Tess era una belleza. Se había dado cuenta la noche anterior y también al verla dormida con la bata de hospital. En realidad, lo pensaba cada vez que la miraba.

No era una belleza clásica, sin embargo, era preciosa. En vaqueros, parecía toda piernas. O toda ojos, según dónde se mirase. Su rostro tenía esa piel pálida y delicada de las pelirrojas y como venía del invierno americano, apenas unas pecas le adornaban la nariz. Tenía la boca como un capullo, la nariz respingona y la cara era casi toda ojos, su verdor enmarcado por el rojo dorado de su cabello.

Era delgada, aunque no tanto, pensó Mike. Era justo… pues, estaba bien hecha. Era delgada donde era importante y no lo era donde era más importante todavía. Esos vaqueros y esa camiseta ajustada revelaban su figura a la perfección.

Mike tuvo que contenerse para no silbar.

– ¿Provisiones, doctora Westcott?, ¿no te han dado bien de comer en el hospital? -sonrió, levantando la cesta.

– La señora Thompson me ha dado de comer lo suficiente como para un batallón -le aseguró-, pero no me sorprendería si sintiese la necesidad de comer pronto. Siento que tengo hasta los dedos de los pies huecos.

– ¿No hay anorexia, entonces? -sonrió él- Estupendo. Me alegro de que tengas buen apetito.

– ¿Quieres una cura para la anorexia? -dijo ella- Acaba de ocurrírseme. Metes a una chica en un avión durante treinta y seis horas con comida de avión y el estómago constreñido por el miedo. Luego la arrojas entre un montón de cerditos y le dislocas el hombro. Después la haces dormir quince horas y listo: tienes una chica con buen apetito. ¡Magia, doctor Llewellyn! Creo que escribiré un artículo sobre este tratamiento maravilloso para una de nuestras prestigiosas revistas de medicina.

– Te harás famosa.

– Ya lo sé -dijo ella, batiendo las pestañas para aparentar modestia.

¡Dios Santo! Le sonrió, y ella lanzó una carcajada. Y cuando Tess Westcott sonrió, él sintió que un calor le subía desde los pies.

– De acuerdo, Tess -le dijo finalmente, sólo un ligero titubear indicando lo que sentía-. Estás descansada y has comido. ¿Te sientes con fuerzas para enfrentarte a la granja?

– Estoy lista -respondió Tess, asintiendo con la cabeza.

– Venga, pues, Strop nos espera en el coche. Vamos.

Mike pudo observar cómo la determinación reemplazaba la risa en sus ojos. ¡Cielos, qué valiente era! Sabía perfectamente con lo que se podrían encontrar.

¡Qué pedazo de mujer!

Y, de repente, no estaba seguro en lo más mínimo de estar preparado para pasar cierto tiempo con ella. Algo dentro de sí le decía que tendría que salir corriendo.

Pero había algo más que le decía que se quedase.

La granja estaba horrible. Hasta Strop, que había hecho la mitad del viaje sentado sobre la palanca de cambios y la otra mitad donde realmente quería, es decir sentado en el regazo de Tess con la cabeza asomando por la ventanilla y las orejas flameándole, parecía deprimido.

Primero hicieron una visita de cortesía a Doris. La cerda estaba demasiado ocupada con sus ocho bebés para notar su presencia. Mike observó que Jacob había seguido las instrucciones que le diera por teléfono esa mañana y el animal tenía comida y agua. Por el momento, no necesitaba nada más, excepto, quizás, un par extra de tetillas.

En la casa no había ninguna pista que les indicase el paradero de Henry. Estaba vacía, pero había indicativos de que su ocupante no tenía intenciones de irse. Había leche cortada en la nevera y, junto a la cocina, una ristra de chorizos que alguien había sacado del congelador. Llevaban allí cinco días y comenzaban a oler.

Limpiaron en silencio y Mike pensó que estaba contento de no haber permitido que Tess se enfrentase a ello sola. Sólo eran unos chorizos podridos, pero se le ocurrían tantos pensamientos terribles, y el olor a carne podrida no contribuía en nada.

– ¿Dónde buscamos? -preguntó cuando volvieron a salir, y ella sacudió la cabeza.

– No lo sé. No puedo pensar. Estoy tratando de recordar. Fue hace diez años. Es… es como volver atrás en el tiempo. Estoy confundida.

– Comamos, entonces -le dijo suavemente mirándola con preocupación. Era temprano para cenar, pero necesitaban tomar un poco de aire fresco después de la deprimente casa y Tess necesitaba recuperar la compostura antes de enfrentarse a la caminata, aunque recordase dónde tenían que ir…