Luego, después de que buscasen, quizás no tendrían deseos de comer.
Se instalaron con el pic-nic bajo un enorme eucalipto al lado del cobertizo. Tess estaba tan deprimida que se hallaba al borde de las lágrimas. Ni la presencia reconfortante de Mike y la forma en que Strop se alegró al ver los sándwiches la podían sacar de su tristeza.
El sol descendía inexorable y ella seguía sin saber dónde empezar, qué hacer. Era consciente de que Mike no quería inmiscuirse en lo que consideraba sus dominios y la dejaba decidir, y se sintió agradecida de no tener que charlar con él.
El silencio, aunque triste, le permitió pensar. No tenía hambre después de la comida de hacía dos horas y, tendida en la manta, miró cómo Mike comía mientras pensaba en cuando tenía dieciséis años y había recorrido la granja con su abuelo.
Y luego…
Mike la estaba mirando y vio el instante en que el recuerdo la golpeó, la sensación de que el sitio le era familiar.
– Mike -dijo lentamente-, puede que resulte inútil, pero creo recordar el camino. Bajamos hacia el arroyo… ya sé… es hacia el este. Es una caminata bastante larga.
– ¿Una caminata? -preguntó él, sirviendo café de un termo y alcanzándole una taza- Me parece bien. Esta merienda estuvo fenomenal, pero ahora necesitamos un paseo para bajarla y Strop decididamente necesita hacer un poco de ejercicio. Le has dado cuatro sándwiches. ¿Recuerdas todo el camino?
– No -dijo ella, negando con la cabeza e incorporándose para mirar a la distancia. Tomó unos sorbos de café mientras su mirada recorría las lejanas colinas-. No te tendría por qué pedir…
– Pídeme lo que quieras. Quiero ayudarte, ¿recuerdas? -le dijo-. Me preocupa no saber dónde está tu abuelo casi tanto como a ti -dejando la taza, se puso de pie junto a ella-. Tenía la esperanza de que si me quedaba callado lo suficiente, se te ocurriría qué hacer. Tenemos todo el tiempo del mundo.
– No es verdad.
– Esto es importante, Tess -dijo con suavidad-. Puede que haya otras cosas que hacer, pero es la vida de tu abuelo la que está en juego. Tómate todo el tiempo que necesites -se arrodilló y acarició a Strop.
Finalmente, los recuerdos volvieron.
– Ya recuerdo… -susurró ella, mirando el paisaje que los rodeaba-. Sí, era hacia el este, pero no es una caminata fácil.
– He traído una mochila -dijo él, inclinándose para meter las cosas en la cesta-. Está en el coche.
– Pero… no necesitamos provisiones. Nos llevará una hora llegar.
– Tiene equipo médico -dijo él secamente-. Por si acaso.
– Pero… ¿sigues pensando que está muerto?
– Si estaba en un lugar seguro y seco cuando tuvo el ataque… -sacudió la cabeza- ¿Quién sabe? Quizás haya entonces una posibilidad. Ojalá hubiera podido ponerme en contacto contigo cuando se montó este jaleo. Si hubiera sabido…
Tess lo miró con curiosidad.
– Debes de tener dos o tres mil pacientes como mi abuelo a tu cargo y te preocupas lo suficiente como para venir a la medianoche a soltar las cabras y ver cómo está la cerda. Te preocupas lo bastante como para rescatar un perro bobo y ridículo de la muerte, y te preocupas lo bastante como para venir conmigo ahora. Gracias -añadió simplemente.
– No -dijo él, sintiéndose avergonzado-. Si me hubiese puesto en contacto contigo, quizás podrías habérmelo dicho…
– No podría haberte explicado dónde estaba la cueva, aunque lo hubiese recordado -le dijo-. No estoy segura de poder encontrarla ahora. Pero espero que…
Ella hizo una pausa y él le tomó la mano con firmeza para tirar de ella y ayudarla a ponerse de pie. Le pasó un brazo por la cintura para inspirarle confianza y seguridad.
– Entonces, hagámoslo, Tess -le dijo con seriedad-. Tengamos esperanza.
La cueva estaba más lejos de lo que ella recordaba y cuando la encontraron los últimos rayos del sol se escondían tras el horizonte.
Fue el instinto más que el recuerdo lo que la guió, y no hubiese podido describir el camino aunque hubiese querido. Mike no dijo ni palabra y ella dejó que su mente volviera a aquella tarde en que hizo el camino con su abuelo mientras sus pies recorrían la senda automáticamente.
Y su instinto no le falló.
Contra la ladera de la montaña, cubierta de densa vegetación, había dos enormes rocas que servían de centinela a una tercera más retirada. Sólo al rodearlas, se podía ver un orificio detrás de la roca posterior. Apenas era lo bastante grande para dejar pasar un hombre.
Tess lo encontró sin decir palabra, mientras su rostro reflejaba esperanza y temor. ¿Y si su abuelo no se hallaba allí?
¿Y si lo estaba?
Strop olisqueó la entrada, con las orejas levantadas todo lo que las orejas de un basset-hound se pueden levantar. Mike miró a su perro y su cara se puso tensa. Apoyó una mano en el hombro de Tess y la empujó suavemente.
– Venga, Tess. Creo que tu abuelo puede estar aquí. Y estoy aquí contigo -dijo y la tomó de la mano.
Aunque ella lo había llevado hasta allí, dejó agradecida que él tomase las riendas. Se metió por el orificio y Mike sintió la tensión en la mano que tenía en la suya.
Dentro, la cueva era tan grande que parecía una catedral. Había una fisura en lo alto y por allí se filtraba la rosada luz del ocaso, iluminando el interior con un resplandor dorado.
Tess no perdió tiempo en admirar la belleza del lugar. Al fondo de la cueva había una cámara, seca y llena de arena, protegida de las inclemencias del tiempo y con apenas bastante luz para no resultar atemorizante. Era el sitio ideal para que un ser herido se refugiara a curar sus heridas. Se soltó de la mano de Mike y avanzó a trompicones por el irregular suelo de la gruta para llegar cuanto antes al fondo, con Mike y Strop pisándole los talones.
Y dentro encontró a su abuelo.
Capítulo 3
Al principio, Tess y Mike pensaron que Henry estaba muerto. Durante un largo instante, ella se quedó en la pequeña arcada mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Su abuelo estaba acurrucado en una esquina alejada y no se movía.
Tess lanzó un gemido de angustia, pero luego Mike la hizo a un lado y se acercó de dos zancadas para inclinarse sobre la figura del anciano. Le levantó la muñeca y se dio la vuelta para mirar a Tess en la penumbra.
– Está vivo, Tess, ayúdame.
– Vivo… -dijo Tess y se acercó a donde Mike se arrodillaba en la arena- Oh, Mike, vivo…
Strop se sentó. Había aprendido a reconocer el tono de voz de Mike que indicaba que tenía que esperar.
– ¿Cómo…? ¿Cómo…? -preguntó Tess, mirándolo.
– Está inconsciente, Tess, pero tiene pulso. Está muy deshidratado. ¡Cielos, mira su piel! Tiene la lengua hinchada. Encontrarás una linterna en la mochila y una bolsa de suero -mientras hablaba sus manos examinaban al viejo, moviéndose con cuidado y preocupación-. ¡Ha de haber estado aquí todo el tiempo!
Tess le quitó la mochila de los hombros y revolvió dentro, buscando la linterna. La encendió e iluminó con ella la cara de su abuelo.
Hacía diez años que no lo veía, así que la visión debió de asustarla un poco, pensó Mike, ya que el hombre de ochenta y tres años que yacía en la arena parecía no tener ni pizca de energía. Tenía la piel blanca como el alabastro y recubría sus viejos huesos como pergamino. Sus ojos se veían hundidos en sus órbitas y miraban sin ver la pared opuesta. Las mejillas eran dos huecos y tenía los labios tan secos que se le habían rajado, sangrado y vuelto a rajar una y otra vez.
– Dame una gasa, doctora Westcott -dijo Mike, echándole una mirada y rogando que no se desmayase. Su voz cortó la desesperación como un cuchillo-. No pierdas tiempo, Tessa. Necesito una gasa y luego hay que ponerle un goteo. Rápido. No lo hemos encontrado para dejarlo morir ahora.