Ella sonrió, haciéndole saber que era consciente de que estaba recordando la primera noche que salieron juntos. Entonces tampoco había llevado nada bajo el vestido y él la había acusado de incitarlo.
Estaba repitiendo la estrategia, pero para subrayar cuánto habían cambiado las cosas. No había promesa, excitación ni esperanza. Sólo cinismo para torturarlo.
– ¿Satisfecho? -le preguntó-. ¿Te sentirás orgulloso de mí? ¿Me mirará la gente y sabrá mi valía?
– Sabrán que tengo lo mejor.
– Lo mejor y más caro. No olvides lo importante.
– No hables así.
– ¿No podrías decirme cuánto ha subido mi valor esta noche? ¿O prefieres esperar a después, cuando sepas qué efecto he tenido?
– ¡Déjalo ya! -explotó él, apretando sus hombros.
– Cuidado, dejarás cardenales.
Él la soltó inmediatamente.
– Intentemos parecer amigables al menos esta noche -sugirió él, tenso.
– Por supuesto. Haré mi papel a la perfección.
Mientras iban hacia el salón, Elise captó su imagen en un espejo de cuerpo entero y pensó en la ironía de que hicieran una pareja tan espléndida. Ella estaba deslumbrante y dudaba que hubiera un solo hombre en el salón que fuera tan apuesto como él.
Bajaron un tramo de escalones para entrar al salón. Al verlos, la gente empezó a aplaudir.
Había casi setecientos invitados y Elise había leído sobre ellos para poder saludarlos. Supo desde el principio que estaba dando una buena impresión. Los hombres la miraban con admiración y las mujeres con envidia, aunque no sabía si por su belleza, por los diamantes, o por su marido. Supuso que una mezcla.
Había un número impresionante de ministros, así como de estrellas de cine. Una en concreto, una joven que acababa de obtener su primer gran éxito en Hollywood, sonrió a Vincente de una manera que hizo que Elise se preguntara si habían salido juntos. Pero se dijo que eso no le importaba.
Attilo Vansini cumplió sus expectativas. Tenía sesenta años, cabello pelirrojo y una actitud tan cordial que resultaba violenta. Besó su mano varias veces, le hizo una docena de cumplidos y exigió que bailara con él antes que con nadie.
– Antes lo hará conmigo -Vincente, posesivo, rodeó su cintura con un brazo-. Es mi esposa.
– Me rindo al amor -Vansini soltó una carcajada.
La orquesta empezó a tocar y la pareja nupcial inició el baile.
– Se rinde al amor. A sus ojos somos la perfecta pareja romántica -comentó Vincente.
– No me aprietes tanto.
– Quiero tenerte cerca. Quiero sentir el movimiento de tus piernas junto a las mías y soñar con tu aspecto debajo de ese vestido.
– Eso no te concierne.
– Tu desnudez concierne a todos los hombres presentes, mira sus expresiones. Todos te desean.
– Eso es lo que querías, que te envidiaran.
Él había creído que sí, pero en ese momento mataría a cualquiera que le pusiera las manos encima. Como una profecía maligna, recordó lo que había dicho ella… «Y habrá otros, no lo dudes… ¿Todos los hombres conocen tus trucos…? Da igual, me divertiré descubriéndolo».
– Ni en un millón de años -farfulló.
– ¿Qué has dicho?
– Nada. Recuerda que debes actuar con propiedad.
– Sí, haré lo posible para que seamos un matrimonio respetable -se rió en su cara, sabiendo que lo tenía en sus manos y que todos pensarían que los recién casados se adoraban.
Cuando acabó la pieza, Vansini los asaltó, agarró a Elise y se la llevó casi a la fuerza. La pista se llenó de parejas. Vansini le hizo cumplidos sin cesar al tiempo que se halagaba él mismo.
– Soy un amante magnífico -proclamó-. Ningún hombre es equiparable a mí, ni siquiera Vincente. Sólo tienes que decirlo y te lo demostraré.
– Claro. Cuando quieras que mi marido acabe con tu vida, házmelo saber -le replicó ella.
Él estalló en carcajadas y ella se le unió. Los que miraban murmuraron que Vincente era afortunado por tener una mujer que agradaba a un hombre tan útil. También adivinaron el tema de su conversación.
– ¡Mi hijo! -exclamó Vansini con orgullo al ver a un recién llegado-. Ven para que te lo presente.
La condujo hacia el joven más guapo que Elise había visto en su vida. Cario Vansini era alto y delgado, con un encanto que la cautivó. Bailó con él y, más tarde, charlaron junto al bufé.
Ella sabía que Vincente la observaba, pero le dio igual. Cario hablaba de algo que le interesaba mucho. Cuando se inclinó para decirle algo al oído, ella asintió como si le gustara la proposición.
– Debemos vernos de nuevo y hablarlo -dijo pensativamente.
– No puedo esperar -afirmó él con seriedad.
Ella rió, consciente de que Vincente la taladraba con la mirada y volvió con el resto de los invitados.
Capítulo 11
Elise sabía que había causado furor en el baile y cuando se retiró a su habitación sonreía con placer. Había ocurrido algo que la había complacido mucho. Las cosas empezaban a mejorar.
– ¿Vienes a por los diamantes? -preguntó al ver a Vincente llegar-. Es mejor guardarlos cuanto antes.
Se quitó las joyas mientras hablaba, pero él se las arrancó de las manos y las tiró sobre la cama. Tenía la expresión de un hombre que no aguantaba más. No la sorprendió que la tomara entre sus brazos.
– Cállate -ordenó.
Su beso fue cuanto ella deseaba: fiero, furioso y desesperado. Correspondió, pero sólo a medias.
– ¿Estás contento conmigo? -dijo cuando pudo hablar-. ¿Impresioné a tus invitados?
– Malditamente demasiado -masculló él. Ella se rió y él apartó los labios.
– Me he divertido. Tenemos montones de invitaciones a cenar. Todos quieren que me lleves de visita.
– Que sigan queriendo.
– ¡Tonterías! Piensa en cuántos negocios harás.
Era verdad y eso lo inflamó aún más.
– Bájame la cremallera -dijo ella, volviéndose.
Él la bajó del todo. El fantástico vestido negro se abrió, revelando su cuerpo. Ella pareció no notar su reacción mientras se deshacía del vestido.
– Estoy más que lista para irme a dormir -le dijo-. Buenas noches.
– ¿Buenas noches? -le dio la vuelta-. ¿Esperas que me vaya tras tu actuación de esta noche?
– No fue más que eso, una actuación. Para complacerte, he dejado que los hombres me piropearan, me estrecharan entre sus brazos y besaran mi mano, pero sólo sentí aburrimiento. Es increíble lo aburrido que puede ser un hombre.
– Pero no siempre actúas, ¿verdad? -la retó él.
Puso una mano sobre uno de sus senos, retándola a no sentir nada. Fue una caricia suave, casi tierna. Era peligroso. Hacía que fuera más como el hombre que amaba, y ella quería acabar con ese amor.
– ¿No podemos tener nada para nosotros? -susurró él contra su cuello.
– Tenemos algo -sonriente, jugó su as. Agarró su mano y la deslizó hasta ponerla en su vientre-. Tenemos esto, ¿lo has olvidado?
Era verdad que lo había olvidado. Deslumbrado por ella, tenso de deseo frustrado y enfurecido por su indiferencia, había dejado de verla como madre.
Comprenderlo hizo que se detuviera. Ella había agitado la varita mágica y había pasado de sirena a matrona que llevaba a su hijo dentro.
– Tienes toda la razón -dijo con voz entrecortada-. Te dejaré en paz -recogió los diamantes-. No te preocupes, no volveré a molestarte. Buenas noches.
Elise miró la puerta como si esperase que volviera abrirse, pero sabía que sería así. Lo había vencido.
Sin embargo, era una victoria vacía.
Al día siguiente, Vincente regresó temprano del trabajo; Elise no estaba y nadie sabía dónde encontrarla. Mario, el chofer, tenía poco que decir.
– Llevé a la signora a la ciudad, al Vaticano. Me dijo que me marchara y que llamaría cuando quisiera que fuese a recogerla. Eso fue hace unas horas.