– Seguirá en el Vaticano -intentó tranquilizarlo su madre-. Es un sitio enorme.
– Seguro que sí, Mamma -habló con serenidad, pero por dentro era un torbellino. No creía eso ni un segundo. Elise había esperado a que Mario se marchase para luego ir a su verdadero destino, dondequiera y con quienquiera que fuese.
La recordó bailando con Cario Vansini, y luego charlando sonrientes con las cabezas juntas.
Cuando volviera, si volvía, negaría haber estado con Cario. Y él la mataría.
– Perdona, Mamma, ¿qué has dicho?
– He dicho que acaba de llegar, en taxi.
Él salió a tiempo de ver cómo pagaba al taxista. Ella lo saludó con la mano, sonriente. Estaba bellísima y sospechosamente contenta.
– Mario dice que quedaste en llamarlo -dijo con voz fría.
– Cierto. Pero pasaba un taxi y decidí usarlo.
– ¿Has pasado buena tarde?
– Maravillosa, gracias -suspiró, feliz.
Él agarró su brazo y le hizo entrar a la casa.
– Quiero saber dónde has estado -masculló.
– Pareces del siglo XIX. Sí, señor. No, señor.
– He dicho que quiero saber dónde has estado y con quién.
– He pasado la tarde en mi piso -contestó ella, con una mirada que podría haber sido de lástima.
– ¿Sola?
– No, con Cario Vansini.
– ¿Te atreves a admitirlo con tanto descaro?
– ¿Qué tiene de descarado? -preguntó ella con aire inocente-. Vender una propiedad es una ocupación respetable.
– ¿Vender…?
– ¡Ojalá pudieras ver tu cara, Vincente! Le he vendido el piso a Cario. Era exactamente lo que buscaba. Anoche me dijo que quería independizarse. Vivir con su madre le agobia.
Vincente se había quedado sin habla.
– Le dije que vendía un piso -siguió ella-, y quedamos en vernos allí esta tarde. Le encantó.
– ¿Allí es donde has estado?
– Claro. ¿Qué pasa?
– ¿No se te ocurrió decírmelo antes?
– ¿Por qué iba a hacerlo? No necesito tu permiso.
No había sido por eso, y ambos lo sabían. Le había hecho pasar un infierno para divertirse.
– Además, no quería arriesgarme a que espantaras a otro comprador -añadió.
– ¿Por qué iba a hacerlo? Las cosas han cambiado.
– En realidad no. Sigues intentando controlarme. El dinero de la venta supone mi independencia y la tendré, no te equivoques. Cario y yo fuimos a la agencia y pedimos que realizaran la venta cuanto antes. Recibiré el dinero en una semana. Entonces pagaré mis deudas, incluso las que tengo contigo.
– No me debes nada.
– No es cierto. Después, fui al abogado y se le escapó que habías pagado facturas pendientes de Ben. Has sido muy generoso… -no sonó como si lo creyera de verdad- pero te devolveré cada penique con intereses. Me quedará bastante para montar un negocio cuando acabe el curso de diseño de moda.
– ¿Negocio? Yo puedo comprarte cuanto desees.
– Lo que más deseo es algo que tú no puedes comprarme, Vincente. ¿No lo sabes aún?
Eso lo silenció y ella se apartó.
– Quiero mi independencia, mi libertad. Seguiré aquí. Tendrás tu esposa y tu hijo, pero yo seré libre.
Él no contestó, parecía estar reflexionando.
– ¿Cómo pudiste pensar… lo que pensaste?
– Porque no te conozco. Ya no sé quién eres.
– Nunca lo supiste. Al menos ahora lo reconoces. Por cierto el agente inmobiliario me dio un mensaje para ti. Tiene un comprador para tu piso.
– Bien.
– Ahora estamos en paz. Tú tampoco me dijiste que ibas a venderlo.
– ¿Decírtelo? ¿Para que te rieras de mí? -dijo él con un destello de humor.
El alivio que sentía lo estaba volviendo loco.
– No haría eso. ¿Cuándo lo pusiste en venta?
– El día que accediste a casarte conmigo.
– No tenías por qué venderlo. Si es por la broma…
– ¿Sobre las orgías que podía organizar allí? No tengo ningún deseo de eso. Ahora soy un devoto hombre de familia -añadió con voz cargada de ironía.
– ¡Ah, sí! El empresario despiadado y hombre de mundo sienta la cabeza. Te felicito.
– No seas estúpida. Ahora lo único que quiero es a ti y a nuestro hijo.
– Y nos has adquirido a conciencia. Bien hecho.
Él pensó que era como discutir con un muro de acero. Pero sólo podía culparse a sí mismo.
Ambas ventas fueron rápidas y, tras insistir, Vincente aceptó el dinero que le debía. Quedó suficiente para que ella sintiera que podía tener su propia vida.
La vida en el palazzo era mejor de lo que había esperado, sobre todo porque su suegra la adoraba. Cuando sufrió un mareo, fue Elise quién la confortó hasta que llegó el médico. Y fue Elise quien prometió no molestar a Vincente y rompió la promesa, que en ningún momento pensó cumplir, telefoneándolo.
Por suerte, estaba en la oficina y regresó a casa de inmediato. Mamma regañó a Elise por desobedecer, pero sus ojos brillaban de afecto. Esa noche Vincente había llamado a su puerta.
– ¿Puedo entrar unos minutos? -preguntó.
Ella ya estaba lista para la cama, llevaba camisón y bata de seda, pero él no pareció fijarse en eso.
– Quería darte las gracias por cuidar a Mamma.
– No hace falta. Pensé que vivir aquí sería difícil, pero es muy fácil quererla.
– Sí, hace que otras cosas sean tolerables -apuntó él, sabiendo que lo entendería-. Elise, ¿has pensado en el futuro, en cómo será nuestro matrimonio?
– Serás un buen padre, estoy seguro. Lo harás todo con eficacia en el momento adecuado.
Él la miró cubierta con la suave seda, que más que ocultar sugería, y recordó las veces en que ella se había desnudado al verlo y le había abierto los brazos. Estaba ante la lámpara de noche y su perfecta figura se transparentaba. Estaba algo más voluptuosa, pero el embarazo aún no resultaba aparente.
Se dijo que debía marcharse mientras aún tuviera cierto control de sí mismo. Se acercó y tocó su mejilla. Era una caricia que a ella siempre le había gustado, igual que a él su reacción. Pero esa vez no hubo nada. Parecía hecha de piedra. Huyó de allí.
Uno días después, entregaron una caja grande en la casa. Por la noche, Elise le dijo a Vincente que le gustaría hablar con él antes de que se acostara.
Él fue a su dormitorio y Elise le dio un sobre.
– Cuando vine a Roma dejé cosas almacenadas en Londres. Hace poco pedí que me las enviaran y han llegado hoy. Ésta es la carta que le escribí a Angelo, la que robó Ben. Quiero que la leas.
– ¿Estás segura?
– Muy segura.
Él la aceptó y fue hacia la ventana. Quería leerla, pero sentía pánico. Era tan terrible como había temido. Por primera vez veía a Elise como había sido entonces, volcando su corazón con todo el fervor y pasión del amor joven y el dolor de la separación.
Intenta perdonarme, amor mío… Nunca pretendí que sucediera esto…
Contaba toda la historia de la llegada de Ben, igual que se la había contado a Vincente.
Te oí llamarme desde debajo de la ventana e intenté contestar, decirte que era a ti a quien amaba… pero él me agarraba con fuerza y no podía librarme… Te quiero. Siempre te querré… intenta perdonarme… perdona… perdona…
– Si me la has enseñado para demostrar que te juzgué mal, no hacía falta. Hace tiempo que lo sé. Desde que viniste a Roma, y estuvimos juntos, intenté no ver lo que me estaba ocurriendo, pero al final tuve que a aceptarlo. Quería que fueras inocente para poder amarte sin sentirme culpable.
– Ese es el problema -suspiró-. La culpa lo destruye todo. Yo vivo con la mía cada día y apenas me queda otra cosa. Ya no siento nada.
– No digas eso.