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Mamma había insistido en que la llamaran Olivia, que era el segundo nombre de Elise. La niña había satisfecho las expectativas de todos, dando nueva vida a Mamma y suavizando a Vincente. Adoraba a su hija y pasaba con ella tanto tiempo como podía.

Entre Elise y Vincente había un trato cordial, pero aún distante. Ambos esperaban que ocurriera algo. Ella había recuperado la figura y la fuerza, y cada vez era más consciente de cuánto tiempo había pasado desde que hicieron el amor por última vez.

A veces pillaba a Vincente observándola en silencio, como si se preguntara a dónde les llevaría el futuro. Estaba segura de que en cualquier momento le diría que quería volver a su cama. Pero no ocurría nada. Si sus ojos se encontraban, él desviaba la vista. No cerraba la puerta de su dormitorio, pero él no había vuelto a ir a verla. La estremecía pensar que quizá estaba contento así y ya no la deseaba.

Salió de la ducha y se miró en el espejo. Recordó que había hecho lo mismo cuando llegó a Roma, preguntándose qué veía Vincente al mirarla.

Entonces, su figura había sido elegante, casi infantil. El parto la había redondeado, dándole una voluptuosidad que sabía que a Vincente le gustaría.

Se pregunto si él le estaba siendo fiel. Intentó recordar alguna ausencia injustificada, pero no había ninguna. Siempre regresaba a casa temprano. Se dijo que eso no quería decir nada, podía hacer lo que quisiera durante el día y ella no se enteraría.

Pero lo dudaba. Tenía la impresión de que estaba esperando, igual que ella.

Iba a agarrar la toalla cuando la puerta se abrió a su espalda. Giró y lo vio allí admirando su desnudez. Se miraron un momento sin moverse.

– Perdona. No sabía que estabas aquí -Vincente salió rápidamente y cerró la puerta.

Sólo habían sido unos segundos pero devastadores. Había visto en su rostro cuanto quería ver: anhelo, soledad y, por encima de todo, un deseo tan intenso que parecía a punto de tomarla allí mismo.

Pero se había controlado, demostrándole que era más fuerte que la tentación. Aunque fuera la mujer más bella y sensual del mundo, él se resistiría porque había tomado esa decisión.

Elise no tenía más remedio que aceptarlo y contestarle de la misma manera. La batalla que libraban había pasado a otra fase, pero no había concluido.

Pero estaba resentida por cómo vibraba su cuerpo con los pensamientos y sensaciones que él había provocado y se negaba a satisfacer. Había vivido cuatro años en el celibato, sin que le importara, pero era una mujer nueva, la que Vincente había devuelto a la vida, y su cuerpo clamaba por sus caricias.

Se envolvió en la toalla y volvió a su habitación.

Vincente abrió la ventana de su dormitorio para dejar que la brisa lo acariciara. Era fresca, pero no lo bastante para apagar su ardor. Nada lo conseguiría.

La luz de la luna iluminaba levemente una parte de la habitación y el resto era oscuridad. Se quitó la ropa y se tumbó en la cama, mirando al techo.

El sonido de la puerta fue tan leve que no estuvo seguro de haberlo oído. Pero oyó cómo se cerraba y giró la cabeza en la almohada.

Había una mujer desnuda entre las sombras. Apenas distinguía su silueta, pero la habría reconocido en cualquier sitio. Transfigurado, vio cómo Elise se acercaba sin hacer ruido y lo miraba.

Se quedó parada y él se preguntó qué la detenía. No podía tener ninguna duda de que era bienvenida. Su erección era visible a la luz de la luna, pero ella parecía querer asegurarse, porque extendió la mano y acarició su miembro levemente.

– No empieces si no pretendes seguir -dijo él con la voz ronca de deseo.

Ella, en silencio, se dejó caer en la cama, a su lado, y su mano lo acarició aquí y allá. Él intentó acercarla más, pero ella movió la cabeza negativamente.

Sintió que ponía un dedo en sus labios y comprendió. Lo que ocurriera esa noche sería cosa de ella. Si la desobedecía podría desaparecer para siempre, dejando atrás sólo la respetable esposa y madre en que él la había convertido. Él quería más que eso, quería a la ninfa traviesa que ocultaba en su interior, y quería poseerla por completo, al menos hasta que desapareciera hasta la próxima vez.

Ese fue su último pensamiento coherente. Después, todo fue sensación. La mano continuó acariciándolo con aire ausente, como si ella pensara en otra cosa. Después se irguió. Él veía su cabello suelto, pero su rostro estaba sumido en las sombras.

– No me hagas esperar -suplicó.

Ella contesto colocando una pierna sobre él y montándolo. Él esperó a que se inclinara hacia él, pero siguió sentada, orgullosa, disfrutando de haberlo sometido. Vio su boca y la sonrisa traviesa que la curvaba. Una sonrisa que decía «Eres mío y voy a asegurarme de que lo sepas».

Sus caderas se alzaban y descendían con fuerza, sin piedad. Él emitió un largo gruñido. Arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás; entonces ella se echó sobre él, reclamando su boca, aún controlando pero ofreciéndole al fin el resto de su cuerpo para que lo abrazara, con la generosidad del vencedor.

Él aceptó dejarla ganar. Le daría cualquier cosa por que siguiera haciendo que su corazón y su cuerpo sintieran como con ninguna otra mujer.

Ella parecía tener una fuerza inagotable, y ambos subieron a la cima hasta tres veces. Cuando se tumbó a su lado, intentó abrazarla, pero ella se escapó. Sólo sintió un breve roce de sus labios y ella desapareció en la oscuridad.

Se quedó tumbado, jubiloso por lo ocurrido, intentando creerlo. Un nuevo camino se había abierto para ellos, uno que podría darles paz y felicidad.

Pero para que Elise fuera completamente feliz, tenía que curar el dolor que atenazaba su corazón. Deseó con toda su alma poder hacerle ese regalo a cambio de lo que ella le había dado, pero no sabía si podría, ni cuándo ocurriría.

Sonó el teléfono y contestó.

– Soy yo -dijo la voz de Razzini-. Tengo lo que quería.

Vincente y Elise desayunaron juntos, pero en presencia de Mamma, y ninguno hizo referencia a lo ocurrido la noche anterior.

Viendo la alarmante tranquilidad de Elise, Vincente se preguntó si habría tenido una alucinación, pero su cuerpo le dijo que no era así.

Se marchó enseguida. Ese día tener que hacer algo vital, que podría transformar sus vidas. No regresó por la tarde y seguía sin haber rastro de él cuando Elise se acostó. Lo oyó llegar de madrugada, aunque hizo el menor ruido posible.

Ella sintió un pinchazo de ira. Por lo visto quería jugar con ella. Se dio la vuelta y se durmió, furiosa.

– Quiero llevarte a un sitio -le dijo él a la mañana siguiente.

– ¿Adónde?

– Confía en mí -le pidió él.

– ¿No es este el camino que va a la iglesia? -preguntó ella, ya en el coche.

– Sí. Quiero que conozcas a alguien.

Cuando llegaron, la condujo hacia la tumba de Angelo. Para sorpresa de Elise, allí había dos hombres, uno enclenque de mediana edad y un joven desastrado que estaba sentado, con la cabeza apoyada en la lápida, sin afeitar y despeinado. Mientras se acercaban, dio una calada a algo que estaba fumando. Parecía ausente del mundo.

– ¿Qué hace aquí? -exigió Elise indignada-. ¿Quién es él y quién es ese horrible hombrecillo?

– El hombrecillo es Razzini, el mejor detective privado que existe.

– ¿Detective? ¿Es el que contrataste para que me buscara?

– Sí, ya te he dicho que es el mejor. ¡No! -agarró su brazo al ver que intentaba irse-. No te vayas.

– ¿A qué estás jugando? ¿Cómo te atreves a hacerme esto?

– Elise, por favor, no te vayas. Esto es importante. Más que ninguna otra cosa. Debes hablar con él.

– Dime por qué.

– No puedo. Tendrás que oírlo de ese joven. Elise, te suplico que confíes en mí.