– Nunca lo amé -se limito a decir ella, sin saber por qué le contaba tanto a un desconocido-. Supongo que eres otro de los que piensan que me casé con Ben por su supuesta fortuna. ¡Que Dios me dé paciencia! Pero puedes pensar lo que quieras. Me da igual.
– Disculpa si he dado esa impresión.
– No. Supongo que soy yo quien debería disculparse -dijo ella con ironía.
– No lo estropees. Me has impresionado, casi tanto como cuando te enfrentaste a Mary. Entonces ya tomé nota de que es mejor no contrariarte. ¿No ves cómo tiemblo?
– Oh, para ya -ella se rió, a su pesar.
– Es natural que estés nerviosa después de todo lo ocurrido.
– Y deja de ser tan comprensivo. No te cuadra.
– ¡Muy astuta por notar eso! -hizo una pausa-. Aquí llega el plato principal.
Era solomillo con salsa bearnesa acompañado con vino tinto, que él sirvió.
– Ben me dijo que le serías muy valiosa en Roma -dijo Vincente, hablando en italiano-. Dijo que habías estado allí y que hablas italiano perfectamente.
– Estudié moda en Roma, antes de casarme -contestó ella en la misma lengua-. Pero mi italiano no es tan bueno. Hace tiempo que no lo practico.
– No está nada mal -dijo él en inglés-. Pronto recuperarías la fluidez. ¿Cuánto tiempo pasaste allí?
– Tres meses.
– Debiste tener muchos admiradores -dijo él con tono travieso, ella se rió.
– Devaneos sin importancia. Ya sabes, los hombres italianos… -se encogió de hombros.
– Sé que ningún italiano auténtico sería capaz de mirarte y no desear ser tu amante.
– No se trataba sólo de lo que querían ellos. Mis deseos también cuentan -ironizó ella.
– ¿Estás diciéndome que ningún joven consiguió encandilarte? ¡Ay, ay, ay! Los hombres de mi tierra están perdiendo su encanto. ¿Ni uno solo?
– No recuerdo -replicó ella-. Eran tantos…
– Realmente eres una diosa de corazón frío -rió y alzó su copa en un brindis-. Tanto ardor juvenil a tus pies y, ¿no recuerdas a ningún joven concreto?
– A ninguno -mintió ella.
– ¿Cuánto tardaste en casarte con Ben, tras tu vuelta de Roma?
– Fue casi inmediato.
– Eso resuelve el misterio. Estabas enamorada de él y dejaste tu curso de moda para casarte con él.
– Ya te he dicho que no lo amaba.
– ¿Por qué te casaste con él? -exigió Vincente con brusquedad, sin rastro de humor en la voz.
– Por su dinero, claro -replicó Elise-. Pensé que eso ya había quedado claro antes.
– No me convence. Debió haber otra razón.
– Señor Farnese, deje de interrogarme -dijo Elise con frialdad-. Mi vida privada no es asunto tuyo.
– Perdona. Sólo era por darte conversación.
– ¿En serio? Parecía una entrevista de trabajo.
– Evalúo a muchas personas para trabajo y me temo que luego se refleja en mis modales. Discúlpame.
Lo dijo con tanto encanto que ella decidió dejarlo pasar. Percibía algo extraño, pero daba igual. Después de esa noche no volvería a verlo.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó.
– No estoy segura. La muerte de Ben fue súbita y he tenido tanto que hacer que aún no lo he pensado.
– Vuelve a Roma conmigo.
– ¿Para qué? Ben ya no trabajará para ti.
– Pero tienes un piso a allí.
– Una agencia puede venderlo por mí.
– ¿No podrías tomártelo como unas vacaciones? -al verla titubear, insistió-. ¿Cuándo estuviste allí, fuiste alguna vez a la Fontana de Trevi?
– Por supuesto -murmuró ella. Había estado allí con un joven alegre y risueño. Recordó la escena.
– Hay que tirar una moneda y pedir un deseo -había dicho el joven.
– ¿Qué debería desear? -había preguntado ella, sacando una moneda.
– Sólo hay uno: regresar a Roma.
– De acuerdo -había lanzado la moneda al agua y gritado al cielo-. ¡Que vuelva a venir!
– Volver para siempre -había urgido él.
– ¡Para siempre jamás! -había gritado ella.
– No me dejes nunca, carissima.
– Nunca en mi vida -había prometido ella.
– Ámame para siempre.
– Hasta el fin de mis días.
Un mes después, dejó Roma, y al joven, y no había regresado.
– Y lanzaste la moneda y deseaste volver a Roma ¿no? -dijo Vincente-. Pues es el momento de cumplir tu deseo. Ven conmigo a refrescar tus recuerdos.
– Las cosas cambian -negó con la cabeza-. No se puede volver al pasado.
– ¿Son recuerdos tan terribles que temes enfrentarte a ellos?
– Puede que lo sean.
– ¿Y si la verdad es mejor que tus miedos?
– Eso no ocurre nunca. ¡Nunca!
– Tal vez tengas razón -dijo él. Su voz sonó taciturna y ella alzó la cabeza y captó un destello en sus ojos. Era como si intentara ocultarle algo.
– ¿Por qué estás aquí? -preguntó, intrigada.
– He venido a un funeral.
– Pero, ¿por qué? Tienes un propósito.
– Presentar mis respetos.
– No te creo. No te va la dulzura. No estarías al frente de esa corporación si fuera así.
– Incluso en los negocios, algunos conseguimos actuar como seres civilizados -comentó Vincente.
– Pero, ¿por qué? -preguntó ella atónita-. No hay dinero en juego.
– Podría haberlo -dijo él, incauto.
– ¡Eso es una admisión! -exclamó ella, encantada.
– No lo es. Ya hemos acordado que no hago cosas por dulzura; a no ser que me convenga -añadió.
– Tú y todos los hombres. Hay una regla básica. Piensa lo peor; y nunca me equivoco.
– Podrías equivocarte con respecto a mí.
Elise se recostó en la silla y lo observó. Tenía aspecto de diablo guapo y tentador. Movió la cabeza.
– No me equivoco. ¿Qué te trajo aquí? ¿Venganza? -aventuró, sorprendiéndolo.
– ¿Qué has dicho?
– Venganza. ¿Te engañó Ben en algún trato?
– ¿Él? -Vincente soltó una carcajada-. No habría engañado a nadie. Era un idiota. ¿No lo sabías?
– Me sorprende que lo sepas tú, dado que lo contrataste. ¿Para qué te serviría un idiota? Es extraño.
– No -sonrió con sorna-. En vez de «idiota» di «burro». Siempre tengo trabajo para un burro.
– Debe haber burros en Roma. ¿Por qué Ben?
El sonido de la música le dio una excusa para no contestar. Una joven subió al escenario y empezó a cantar con voz suave. La pista se llenó de parejas.
– ¿No hemos hablado ya bastante? -preguntó él.
Elise asintió. Tomó su mano y permitió que la guiara a la pista de baile. Quería bailar con él para estar entre sus brazos. Era la verdad. Esa noche iba a divertirse por primera vez en muchos años.
Se preparó para sentir su mano en la parte baja de la espalda, pero aun así la impactó. Estaba tan cerca de él que sentía cada movimiento de sus piernas.
Tal vez había sido una locura aceptar. Hacía cuatro años había echado a Ben de su cama, e incluso antes su cuerpo había estado dormido. Ahora empezaba a despertarse y el placer era casi doloroso.
Notó que él tensaba el brazo, insistiendo para que alzara la cabeza. Lo hizo y encontró su boca tan peligrosamente cerca que notó su aliento. Estuvo a punto de besarlo. Pero fue él quien dio el primer paso. Sus labios la rozaron con tanta suavidad que no estaba segura de si era un sueño o algo real.
Era casi indecente desearlo todo con ese desconocido, pero le estaba ocurriendo. Su boca presionó sus labios con más fuerza. Cerró los ojos, rindiéndose a la sensación, dejando el mundo fuera.
Él desplazó la mano lentamente, hacia la piel desnuda de su espalda y luego hacia la curva de su cadera, para luego bajar hacia su trasero.
Llevaba demasiado tiempo viviendo como una monja, sin que el deseo tuviera sitio en su vida. Pero ahora había vuelto a la vida, con un desconocido. Se preguntó por qué él y por qué en ese momento.