Sus sentidos le contestaron que él estaba hecho para la seducción. Su cuerpo estaba diseñado para el sexo: largo, esbelto, duro, poderoso. Se fundía con el de ella y parecía que estuviera haciéndole el amor.
– ¿Qué estás haciendo? -le susurró.
– Supongo que quieres decir estamos haciendo -murmuró él en sus labios-. No es ningún misterio.
– Pero, no, deberíamos parar.
– ¿Estás segura de que es lo que quieres?
– Sí… sí, es lo que quiero -mentía y los dos lo sabían. Ella no quería parar. Lo deseaba.
A Elise ni siquiera le gustaba especialmente Vincente Farnese. Lo poco que sabía de él la estimulaba, pero había notado una actitud vigilante, un distanciamiento que impedía la calidez. No había ternura.
Aun así, o tal vez por eso, sentía un deseo libre de sentimientos, básico, sin complicaciones. Anhelaba estar en su cama. Desnudarse ante su mirada hambrienta, exhibiéndose. Pero también deseaba que él la desnudara muy lentamente, excitándola más y más.
Quería que sus cuerpos desnudos se unieran y sentir la exploración de sus dedos, hasta que la pasión lo llevara a perder el control y la hiciera suya.
Eso era lo que más deseaba: ver a ese hombre tan seguro de sí mismo, perder el control por ella. Sería lo más satisfactorio.
– ¿Por qué negarnos lo que ambos queremos? -preguntó él, adivinando de nuevo su pensamiento. Pensó que eso era lo que le hacía tan peligroso.
– No siempre tomo lo que deseo -dijo ella.
– Es un error. No has tenido suficiente placer y satisfacción en tu vida. Deberías aprovechar ahora que eres libre.
– Libre -repitió ella-. ¿Lo seré alguna vez?
– ¿Qué iba a impedírtelo?
– Tantas cosas… tantas…
Él la atrajo y posó los labios en su cuello.
– Toma lo que deseas -susurró-. Tómalo, paga el precio y no pierdas el tiempo arrepintiéndote.
– ¿Es así como vives tú?
– Siempre. Vámonos -dijo, guiándola fuera de la pista de baile.
No hablaron en el coche mientras volvían al hotel. Conscientes de que los observaban, cruzaron lentamente el vestíbulo y subieron a la suite de ella. Cuando la puerta se cerró a su espalda, él le quitó el chal, la rodeó con sus brazos y depositó una lluvia ele besos en sus hombros y cuello.
Elise echó la cabeza hacia atrás, rindiéndose a la dulce sensación. Cada roce de sus labios le provocaba temblores y cosquilleos que recorrían su piel, creando vida donde sólo había habido desolación.
Sin saber cómo, se encontró en el dormitorio, tumbada. Él se quitó la chaqueta y llevó las manos a su vestido para descubrir sus senos. Ella alzó los brazos, con la intención de atraer su rostro para besarlo, pero su mano actuó contra su voluntad. En vez de acercarlo, lo apartó.
– Espera -susurró. Él se quedó quieto, mirándola con perplejidad-. Espera -repitió ella-. ¿Qué me está ocurriendo?
Era el peor momento posible para tener un ataque de sentido común, pero la había asaltado de pronto.
– Yo no puedo contestar a eso -dijo Vincente-. Sólo tú sabes lo que quieres. Si has cambiado de opinión, basta con que me digas que me vaya.
– Ya no estoy segura. Por favor, suéltame.
Él la miró desconcertado un instante, después sus ojos destellaron con respeto.
– Muy inteligente, muy sutil.
– Te equivocas. No estoy jugando. Es sólo que… -se sentó y se apartó de él-. ¡Cielos! Hoy ha sido el funeral de mi marido.
– ¿Ahora de acuerdas de eso?
– Supongo que soy más convencional de lo que creía. Lo siento, no puedo hacer esto.
Él se levantó y recogió la chaqueta del suelo.
– Puede que tengas razón. Esto puede esperar hasta que volvamos a vernos.
– Dudo que eso vaya a ocurrir.
En la oscuridad, ella no veía bien su expresión, y no captó el asombro, admiración y odio que se sucedieron en sus ojos.
– Te equivocas -dijo-. Esto no acabará así. Un día recordarás lo que te he dicho: toma lo que desees. Y lo harás, porque en eso somos iguales.
– Olvidas algo -encontró fuerzas para retarlo con los ojos-. Lo tomaré cuando esté lista. No antes.
– Entonces, no tengo más que decir. Buenas noches -salió tranquilamente de la habitación sin mirar atrás.
Vincente estaba cerrando su maleta, la mañana siguiente, cuando sonó su teléfono móvil.
– Sí.
– Soy el chofer. Me dijo que le avisara si la veía. Acaba de subir a un taxi. Le oí decir al conductor que la llevara al cementerio.
– Bajaré ahora mismo. Arranca el motor.
Momentos después subía al coche.
– ¿Estás seguro de haber oído bien?
– Sin duda dijo cementerio de St Agnes, donde enterró a su marido ayer. Me parece bastante natural.
Vincente no contestó. Por suerte, vio a Elise en cuanto llegaron al cementerio. Había bajado del taxi y se alejaba a pie. Llevaba un ramo de rosas rojas.
A él le costaba creer que fuera a poner un símbolo de amor en la tumba de su marido.
La siguió, procurando ocultarse entre los árboles. La vio arrodillarse ante una tumba humilde, distinta a los lujosos mausoleos que la rodeaban. Vio que su rostro expresaba una tristeza infinita.
Había ido a Inglaterra a buscarla, odiándola y con el fin de hacerle pagar por un antiguo acto de crueldad. Su esposo había estado a punto de ponerla en sus manos, pero el estúpido había muerto y él había tenido que hacer otro plan.
Había estado muy seguro del tipo de mujer que encontraría, pero le había parecido distinta: más suave, vulnerable y honesta. Se recordó que debía ser una actuación. Había tenido muchos años de práctica.
Era más difícil explicar su pasión. Estaba acostumbrado a que las mujeres, buscando su fortuna, intentaran seducirlo. El pasado de Elise sugería que era de esa clase. Sin embargo, había sentido cómo se estremecía en sus brazos, y su instinto le decía que no era pasión simulada. Podría haberla hecho suya, pero entonces lo había rechazado sin concesiones, dejándolo atónito. Él estaba a punto de perder el control, pero se había obligado a calmarse y salir. Tenía que reconocer que había sentido cierto respeto.
Vincente siguió escondido hasta que ella desapareció de su vista. Fue hacia la tumba y se arrodilló para leer la inscripción.
– George Barnaby -leyó. Había muerto dos meses antes, en diciembre, a los sesenta y cuatro años.
Vincente sacó una libreta del bolsillo, pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba.
Un último dato. Su padre falleció antes de navidad. Ben Carlton siguió dando fiestas. Una invitada a una de ellas dice que ella cumplía su papel de anfitriona, pero tenía un aspecto terrible.
Vincente miró las rosas una vez más y se marchó.
Elise había dormido mal y se había despertado temprano. Se dio una ducha fría para despejarse. Después de desayunar, fue en taxi al cementerio, pero no a visitar la tumba de Ben. Él ya era parte del pasado. El hombre que había muerto dos meses antes seguía estando con ella.
– Papá -musitó, dejando las flores sobre la tumba-, ¿por qué tenías que morir ahora? Soporté a Ben ocho años para impedir que fueras a la cárcel. Dijiste que había sido un pequeño desliz, pero cuando Ben encontró la prueba, hizo que pareciera grande. Debería haberlo abandonado cuando moriste, pero estaba conmocionada. Necesitaba hacer planes. Y ahora él está muerto, yo soy libre y tú también lo serías. Pero es demasiado tarde. Ay, papá, te echo muchísimo de menos.
Regresó en taxi al hotel. Empezaba a formarse un plan en su mente. Primero dejaría la extravagante suite y se trasladaría a una habitación más pequeña y económica. Pondría en venta el piso de Roma y buscaría un lugar donde vivir.
Pero antes tenía que hablar con Vincente Farnese y dejarle claro que lo ocurrido la noche anterior había sido un error. Se negaría a volver a verlo. Rechazaría cualquier intento de persuasión.