Ya en su suite, iba a telefonearle cuando llamaron a la puerta. Un botones le dio un sobre.
– Han dejado esto para usted, señora Carlton.
Dentro había una nota escrita con firme caligrafía masculina.
Asuntos urgentes requieren que vuelva a Roma sin tiempo para despedirme. Disculpa la descortesía. Te deseo lo mejor para el futuro. Vincente Farnese.
El silencio lo rompió el sonido de una hoja siendo rasgada en pedazos.
Capítulo 3
Encontrar un hotel pequeño fue fácil. Elise no quería ver a la gente con la que se había relacionado durante su matrimonio. Eran conocidos, no amigos.
Encontró trabajo en una tienda. Durante el día vendía flores, por la noche paseaba sin preocuparse de dónde iba. Era maravilloso estar sola y en paz.
Pero también estaba paralizada, no podía tomar decisiones hasta que se vendiera el piso de Roma. Y eso ya debería haber ocurrido.
– La Via Vittorio Véneto está en la zona más lujosa de Roma -le había dicho el agente-. Todo se vende rápidamente allí.
Pero se había equivocado. Habían pasado tres meses y no había ofertas.
– Mucha gente lo ha visto -decía el agente-. Dicen que les gusta, pero luego dan marcha atrás. Un hombre estaba muy interesado. Telefoneé, pero no la localicé y, cuando lo hice, había retirado la oferta.
– No lo entiendo.
– Tal vez debería vivir aquí un tiempo. Si el piso está habitado, quizá a la gente le guste más.
– Lo pensaré -había dicho ella-. Pero confío en que se venda pronto.
No había sido así y se acercaba el día en que tendría que ir a Roma. Elise no quería volver a ver esa ciudad, donde el recuerdo de Angelo estaría en todas partes, torturándola con lo que podría haber sido.
Había ido allí a estudiar con el fin de huir del dominante Ben Carlton y había creído conseguirlo.
Angelo había sido tan apasionado y joven como ella. Habían sido como dos adolescentes disfrutando de su primer gran amor. Se ponían motes. Él la llamaba Peri y ella a él Derry. Él vivía en un piso de dos habitaciones en Trastevere, la zona más colorida y económica de la ciudad. Se fue a vivir con él.
Pero entonces Benjamín apareció con la prueba que podía enviar a su padre a la cárcel. Le telefoneó, desesperada, pero él admitió que era verdad. Al oírlo llorar, sus lágrimas se secaron. Ella sería la fuerte.
Le dijo a Angelo que todo había acabado y mantuvieron una violenta discusión. Él se marchó y no lo vio en dos días. Un día llamaron a la puerta: era Ben, que se había cansado de esperar e iba a reclamarla.
Ni siquiera entonces había adivinado él cuanto le desagradaba. Se había comportado como el héroe de una película de serie B, arrastrándola a la ventana y cubriéndola de besos, para que el mundo lo viera.
Quien lo vio fue Angelo, que volvía a suplicarle y alzó la vista a la ventana.
– Me ha elegido a mí. ¡Mira! -le gritó Ben, radiante de alegría.
Ella nunca había olvidado el grito de Angelo antes de desaparecer entre las sombras. No había vuelto a verlo. Ben la había llevado a Inglaterra esa misma noche.
Sabía que todo el mundo pensaría que abandonaba a un joven y encantador amante para disfrutar de una vida más lujosa con un hombre mayor. Le daba igual la gente, pero le rompía el corazón que Angelo la despreciara.
Se casaron poco después. En su horrible luna de miel había escrito una larga y apasionada carta a Angelo, diciéndole que siempre lo amaría y dándole el número de su móvil. Pero él no llamó.
Dos semanas después, Elise llamó a su móvil, pero no contestó él. «Angelo e morte… morte…» gimió una llorosa voz de mujer y luego colgó.
Angelo había muerto.
Elise, frenética, llamó de nuevo, pero el teléfono comunicaba, una y otra vez.
Con el celoso Ben pendiente de ella, no tuvo oportunidad de averiguar más. Angelo llevaba años muerto y ella seguía sin saber cómo había sucedido. Tras la muerte de Ben, al revisar sus pertenencias, la había horrorizado descubrir la carta que escribió tantos años antes. Él había conseguido robarla. Angelo había muerto sin leer su apasionado y contrito mensaje de amor eterno.
Eso le rompió el corazón otra vez. Lo había amado con todo su corazón. Él estaba muerto y ella tenía el corazón helado.
Lo sensato habría sido ir a Roma, pero se sentía incapaz de hacerlo. Con la venta del piso rompería su último vínculo con esa bella ciudad y Angelo Caroni y Vincente Farnese se borrarían de su vida.
Decidió buscar información sobre Vincente Farnese en Internet. Farnese Internationale era un consorcio de empresas, con sucursales en varios países, pero todas con sede en Viale Dei Panoli, Roma.
Al frente de todo estaba Vincente Farnese, el accionista mayoritario, casi con poder absoluto. Era nieto de un nombre que había empezado desde cero y creado un imperio financiero gracias a su genio.
Vio fotos del Palazzo Marini; ruinoso cuando él lo compró y espléndido después de que él gastara una fortuna en restaurarlo. Era impresionantemente bello.
Pero Vincente había pagado un precio al heredar el imperio con poco más de veinte años. Desde entonces había dedicado cada momento a preservarlo y ampliarlo, sin dedicar tiempo a buscar esposa, aunque había estado vinculado con muchas bellezas.
Un clic del ratón le mostró a una colección de mujeres glamurosas, a veces solas, a veces colgadas del brazo de él. Todas parecían más interesadas en él que él en ellas. Lo acariciaban con los ojos, admirándolo.
Exasperada consigo misma, salió de la página web. Se preguntó por qué se molestaba en rastrear su vida. Apagó el ordenador.
Su trabajo, que al principio había sido agradable, empezó a cansarla. Jane, la propietaria, se comprometió con Ivor, un vago que pretendía vivir de ella. Tras conocer a Elise, adquirió la costumbre de aparecer en la tienda cuando sabía que la encontraría sola. Pronto tuvo que empezar a apartar sus manos.
– No puedo evitarlo -se excusaba él-. Eres deslumbrante, ¿lo sabías?
– No estoy disponible.
– No me vengas con eso -sonrió con superioridad-. Algunas mujeres están disponibles incluso cuando no lo están, ya me entiendes.
Ella lo entendía bien. Ben había dicho lo mismo.
– Infernalmente sexy, pero una dama -dijo Ivor-. Eso vuelve locos a los hombres.
– ¡Fuera! -le gritó, harta de aguantarlo.
– No lo dices en serio.
– Desde luego que sí.
– Te brillan los ojos cuando te enfadas. Ven aquí. ¡Ay! -Ivor dio un salto hacia atrás, frotándose la mejilla en la que había recibido un bofetón. Ella agarró su oreja y tiró de él hasta sacarlo de la tienda.
– No vuelvas -le dijo.
– Oye, mira…
– Largo -ordenó Vincente Farnese.
Ivor lo miró y salió casi corriendo.
– Buenas tardes -la saludó Vincente.
La había pillado por sorpresa y no pudo evitar esbozar una sonrisa de placer, cosa que la irritó.
– Cada vez que te veo estás librándote de algún enemigo con una eficacia que me pone nervioso. ¿Quién era esta vez?
– El prometido de mi jefa.
– Son casi las seis -dijo él-. ¿Acabas pronto?
– Sí. Estoy cerrando la tienda.
– Entonces, vamos a tomar un café.
Ella recogió su abrigo, echó el cierre y lo condujo a una cafetería barata.
– Algo modesta para ti, me temo -le dijo-. ¿Esto es un encuentro fortuito?
– Nunca dejo nada al azar -dijo él-. Pedí tu dirección en el hotel, que la tenía para reenviarte el correo. Vengo de tu nueva dirección.
– ¡Vaya! -dijo ella, intentando imaginárselo en el modesto hotelucho-. ¿Qué te pareció?
– No me imagino qué estás haciendo ahí.
– Es cuanto puedo permitirme. No dejo de recibir facturas a nombre de Ben, y trabajo para pagarlas.
– Necesitas escapar.