– Lo haré cuando venda el piso.
– ¿Cómo va eso?
– Tú eres quien no deja nada al azar -lo miró con cinismo-. Te sería fácil descubrir que sigue en venta.
– Cierto. En realidad quería saber por qué sigue en venta.
– Dímelo tú -suspiró-. Todo el mundo dice que está bien ubicado, pero o la gente no puede pagarlo o al final retira la oferta.
– Mi consejo es que vayas a venderlo tú misma. Haz que parezca un hogar.
– Eso mismo dice mi agente.
– Es un buen profesional. Deberías hacerle caso.
– Tal vez lo haga -soltó una risita-. Es muy posible que me haya quedado sin trabajo.
– Bien. Nos iremos mañana.
– No tan rápido…
– ¿Qué te retiene aquí?
– Nada -admitió ella, la cruda realidad era que él tenía razón-. Iré contigo.
– Excelente. ¿Dónde cenamos?
– Yo no saldré. Tengo cabos sueltos que atar. Te estaré esperando mañana por la mañana.
– ¿De veras? -la miró con curiosidad-. ¿O habrás desaparecido como un fantasma cuando llegue?
Ella estuvo a punto de decirle que la última vez había sido él quien desapareció, pero su instinto la previno. Era un hombre guapo y peligroso; mejor no admitir que le había importado.
– Si digo que estaré allí, estaré -habló con tono frío y distante. Así se sentía más segura.
Él la acompañó al hotel, donde esperaba la jefa de Elise, furiosa.
– Ivor me ha dicho que has intentado seducirlo -le lanzó-. ¿Qué tienes que decir a eso?
– «Adiós» me parece la palabra adecuada. Sobre todo si se la dices a Ivor -repuso Elise-. Toma la llave de la tienda. Líbrate de él, Jane. Te mereces algo mejor. Cualquiera merece algo mejor que Ivor.
Jane se marchó con expresión de furia.
– ¡Espléndido! Fin de tu vieja vida -dijo Vincente.
– Hasta que regrese a iniciar otra -le recordó ella-. Buenas noches, te veré mañana. ¿Qué hay del vuelo?
– Yo me ocuparé de eso.
– ¿A qué hora saldremos?
– Tú estáte preparada.
Vincente regresó a las nueve de la mañana. En recepción, había un joven con pinta aburrida.
– Por favor, avise a la señora Carlton.
El joven alzó el teléfono y llamó a la habitación.
– Hola, Vi. ¿Está la señora Carlton? Es temprano para que se haya marchado, ¿no? Ah, pagó anoche.
– ¿Dónde está? -exigió Vincente.
– Se ha ido. Están limpiando su habitación.
– Pero, ¿dónde ha ido?
– No sé. Mi turno acaba de empezar.
Vincente comprendió que había ocurrido lo peor. Había confiado en ella y se había escapado. Se volvió hacia la puerta con expresión tormentosa.
– Ah, has llegado.
Perdido en sus pensamientos, casi no la oyó.
– ¿Dónde diablos estabas? -preguntó, agarrando su muñeca.
– ¿Disculpa?
Lo dijo tan airada que él la soltó.
– No vuelvas a hablarme así. No tengo por qué darte razones de mis actos.
– Me han dicho que pagaste anoche.
– Y así es. No quería perder tiempo esta mañana. Mi equipaje está en consigna. He salido a decirle adiós a una persona.
Él comprendió que se refería a su padre. Deseó preguntar por él, pero se controló. Podía esperar hasta que estuvieran en Italia y él pudiera hacer las cosas a su manera. Nada lo detendría. Había esperado demasiado tiempo.
– Creí que te habías ido.
– Dije que estaría aquí. ¿Por qué te comportas como si fuera el fin del mundo?
– Tengo un sentido muy estricto del tiempo -se disculpó él con una sonrisa.
– Pues no perdamos más. Vámonos.
El chófer de Vincente se ocupó de recoger el equipaje y meterlo en el coche.
– ¿Sólo dos maletas? -preguntó Vincente, de camino al aeropuerto-. Pensé que serían más.
– ¿Te refieres a mis armarios llenos de ropa elegante? Vendí casi toda.
– ¿Tan mal has estado de dinero?
– Sí, pero no fue la única razón. No quería recuerdos de mi matrimonio. Ahora es como si fuera otra persona.
– ¿Te gustaba vivir en ese hotelucho?
– Era tranquilo -dijo ella.
– ¿Pero no te resulta dura la pobreza?
– Tengo para pagar mi billete de avión -replicó ella a la defensiva.
– No hará falta. Iremos en mi avión privado.
En el aeropuerto les esperaba un jet con los motores en marcha. Por dentro parecía un hotel de lujo. Había cinturones de seguridad, pero los asientos eran cómodos sillones tapizados en terciopelo gris. Tras el despegue, una azafata apareció con copas de champán, y miró a Elise con curiosidad. Elise se preguntó cuántas mujeres habían sido invitadas al avión y cómo quedaba en comparación con ellas.
– Por tu nueva vida -brindó él-. Y tu libertad.
– Has dicho «libertad» de forma extraña, como si tuviera otro significado.
– Y lo tiene. La libertad es algo distinto para cada persona. Sólo tú sabes lo que significa para ti. Pero creo que Roma te ofrecerá cosas en las que nunca habías pensado -dijo él, con expresión inescrutable.
En el aeropuerto de Roma, esperaba una limusina para llevarles a la ciudad. Elise buscaba con la mirada sitios conocidos. Pasaron por Trastevere, donde Angelo y ella habían vivido tan felices. Allí él la vio en brazos de Ben, y había muerto.
– ¿Qué ocurre? -Vincente la miró preocupado.
– Nada -contestó ella.
– Has cerrado los ojos, como si sintieras dolor.
– Dolor de cabeza. Anoche no dormí -eso último era verdad.
– Pronto llegaremos al piso y podrás descansar.
Poco después, llegaron a la bonita Via Vittorio Véneto, una amplia avenida arbolada, donde los pisos de lujo costaban millones. Elise había tragado saliva al saber cuánto había pagado Ben, pero cuando vio el piso admitió que el precio era justo.
Las habitaciones eran grandes, de techos altos y enormes ventanales. Había tres dormitorios. El principal tenía una cama enorme y baño privado. Los suelos eran de mármol y los muebles antigüedades con incrustaciones de madera que formaban flores y animales. Las cortinas eran de terciopelo y satén.
Todo era lujoso y bello. Además, todo parecía recién limpiado. No había una mota de polvo.
– El agente ha hecho un buen mantenimiento.
– He de admitir que eso ha sido cosa mía -dijo Vincente-. Envié a un ejército de limpiadores.
– ¿Sería grosero preguntar cómo conseguiste las llaves de mi propiedad?
– Sí lo sería.
– Por supuesto, el agente obedeció tu voluntad -ella sonrió-. Conociéndote como te conozco, debería haberlo supuesto.
– ¿Tan bien me conoces?
– Bastó con ese breve encuentro hace unos meses. No niegues que tú también me analizaste. No sé por qué, a no ser que…
– A no ser que… -repitió él, tenso.
– Creo que analizas a todos. Una parte de ti siempre parece distante, calculadora.
– Es inevitable. Soy un hombre de negocios.
– Puede.
– Eso significa que sigues analizándome. ¿Cómo voy de momento? ¿Salgo bien parado?
– No del todo -contestó ella mirándolo a los ojos. Tuvo la sensación de haberlo pillado desprevenido y se alegró. No estaba acostumbrado a que lo juzgaran.
– ¿Te desagrado? -preguntó él con levedad.
– Hay mucho que me gusta, pero digamos que no estoy convencida del todo. Creo que tienes tus propios planes secretos.
– Siempre. Ya te he dicho que es parte de mi naturaleza -apuntó él.
– Pero, ¿por qué conmigo?
– Tal vez sólo desee conocerte mejor.
– ¿Nada más?
– No juguemos. Quiero conocerte mejor por muchas razones. Y algunas son obvias. No somos niños.
Sus ojos se encontraron y Elise vio en los de él un ataque directo que la sorprendió y excitó a la vez.
– No soy el monstruo calculador que crees -la tranquilizó él al ver que no hablaba-. Hice que limpiaran el piso para que te sintieras bienvenida.