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– Gracias. No pretendía parecer desagradecida. No sé cuánto tiempo pasaré aquí, pero intentaré disfrutar.

– Bien, entonces debes permitir que te entretenga esta noche.

– ¿Otro club?

– No, cenaremos aquí.

– Pero aún no conozco la cocina -protestó ella.

– Déjalo todo en mis manos.

– ¿También cocinas?

– Espera y verás. Volveré esta tarde.

Cuando Vincente se marchó, ella recorrió el piso de nuevo, intentando convencerse de que era el que había comprado Ben. Incluso para él, era un piso demasiado grandioso y opulento.

Se sintió rara al sacar sus escasas pertenencias de las maletas. No encajaban en un sitio tan espléndido.

Vincente había hablado de nueva vida y libertad, pero ella no sentía que encajara allí. Bostezó y recordó que no había dormido la noche anterior. Había estado dando vueltas a su situación.

A primera hora de la mañana había ido al cementerio a visitar la tumba de su padre y a su regreso había encontrado a Vincente tenso y malhumorado. Habían empezado con mal pie, pero tal vez fuera mejor así.

Decidió darse una ducha. Una pared era de espejo y estudió su imagen críticamente. La chica que se había enamorado de un joven italiano y lo había abandonado quedaba muy lejos. Ella había sido regordeta, con un rostro bonito e inocente.

Ahora su rostro era más delgado y bello, sus ojos parecían más grandes. Tenía la cintura muy estrecha y el pecho generoso. Cualquier hombre diría que era una mujer hecha para el amor. Una ironía, considerando el poco que había habido en su vida.

Recordó las palabras de Vincente: «Quiero conocerte mejor por muchas razones. Y algunas son obvias. No somos niños».

Sí que eran obvias. Desde el principio había habido un misterioso vínculo entre ellos. Él la estaba obligando a enfrentarse a la atracción sexual que existía entre ellos. Advirtiéndole que su paciencia se estaba agotando. Eso, que debería haberla irritado, en cambio la excitaba.

Miró de nuevo su cuerpo, preguntándose si un hombre desearía esa piel suave y cremosa, esas largas piernas, trasero redondo y senos generosos. Supo por instinto que la respuesta era afirmativa.

Lo sería si ella decidía seducirlo. Se estremeció de anticipación; hacía tiempo que había decido hacerlo.

Se secó y se acostó en la grandiosa cama. Durmió varias horas. Cuando se despertó, Vincente estaba sentado en la cama, contemplándola.

Capítulo 4

En realidad no le extrañó demasiado verlo allí. Pero habría dado cualquier cosa por entender la expresión de sus ojos. Era una intrigante mezcla de inquietud, cálculo y deseo.

– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó.

– Sólo unos minutos. Llamé a la puerta y, como no abriste, utilicé la llave de nuevo. La dejaré aquí.

– ¿Qué hora es?

– Poco más de las siete.

– ¿Tanto he dormido? -se sorprendió ella.

– Debías necesitarlo. No quería despertarte.

Ella subió la sábana, consciente de que debajo estaba desnuda. Pensar que él sólo tendría que dar un tirón para verla le provocó un cosquilleo.

– No te escondas de mí -susurró él-. No puedes.

– ¿Eso no debería decidirlo yo? -se rebeló ella.

Él no intentó quitarle la sábana, pero pasó los dedos por encima de sus senos y luego los deslizó hacia su cintura. Ella comprendió que era astuto como el diablo. La sábana no la protegía en absoluto. Sintió los dedos en el estómago y esperó a que siguieran bajando, mientras se le desbocaba el corazón.

Se preguntó por qué no apartaba la sábana y supo que esperaba a que lo hiciera ella, a que fuera la más débil. Era una batalla de voluntades y no tenía intención de dejarle ganar, aunque le costaba resistirse.

Justo cuando su voluntad empezaba a debilitarse, el rescate llegó; llamaron a la puerta. Él apartó la mano y salió, mascullando algo incomprensible.

Elise se quedó inmóvil, temblando de pies a cabeza, atónita por lo que había estado a punto de hacer. Saltó de la cama y buscó algo que ponerse.

Optó por unos elegantes pantalones negros y una blusa blanca. Luego se cepilló el pelo con vigor y se lo dejó suelto. No iba a darle la satisfacción de arreglarse demasiado por él. Salió del dormitorio.

Se oían voces en la cocina. Allí encontró a Vincente y a un joven colocando envases de comida sobre la mesa. Cuando acabaron, Vincente firmó un papel y el joven se marchó.

– Veo que eres un gran cocinero -bromeó ella-. Todo comida preparada.

– No seas injusta. Sólo es el acompañamiento, yo cocinaré la carne.

Ella lo dudó, pero era verdad. Preparó Abacchio alla Romana; trozos de cordero lechal asados en una salsa de ajo, romero, vinagre y anchoas. Y no permitió que lo ayudara.

– Si quieres ser útil, pon la mesa -le dijo.

La vajilla era de porcelana pintada a mano, los cubiertos, de plata y las copas, de fino cristal.

– Te he traído un teléfono móvil. Te hará falta -dijo él, justo antes de empezar a comer.

– Ya tengo uno.

– Éste es italiano -dijo él, como si eso lo explicara todo. Era de última generación, con varios números ya grabados para ella-. Ésos son mis números de casa y de la oficina -indicó-. Éste es de un abogado a quien he solicitado que haga algunos trámites para ti. Espero que no te moleste, te será muy útil.

– Gracias. Prometo no molestarte en el trabajo.

– Espero que me llames si necesitas algo.

Elise aceptó porque habría sido grosero no hacerlo. Además, era un teléfono precioso y tenía debilidad por los juguetes de alta tecnología.

Él sirvió la cena y los vinos, uno distinto para cada plato, y perfectamente elegidos.

Durante la cena, él le habló de su empresa y de sus sucursales en países diversos. Cuando Elise le preguntó por el Palazzo Marini, hizo una mueca.

– Mi abuelo lo compró para demostrar lo lejos que había llegado partiendo de la nada. Mi padre se machacó intentando seguir su ritmo, por eso murió tan joven. Después me tocó a mí. Por suerte, me parezco más a mi abuelo que a él.

– ¿Lo admirabas?

– Era un gran hombre. Muy centrado en el trabajo, a costa de la gente, pero hizo mucho por Italia.

Vincente se levantó a por más vino y cuando regresó ella estaba junto a la ventana, contemplando Roma. Él le llevó una copa de vino.

– ¿Reconoces algún sitio? -preguntó.

– Muchos, pero parecen diferentes.

– Todo ha cambiado, incluso en estos últimos meses. Me he preguntado a menudo si has pensado en mí como yo he pensado en ti.

– ¿Esperas que conteste o ya sabes la respuesta?

– Estás preguntándome si soy lo bastante engreído para creer que lo sé. Y no, no estoy seguro. No sabré la respuesta hasta que te haga el amor.

– No estés tan seguro de que vas a hacérmelo.

– Lo haré. Necesito tenerte en mi cama, para ver si es igual que cuando ha ocurrido en mis sueños.

Elise no pudo contestar. Ella también había tenido sueños eróticos en los que su cuerpos se unían.

– Estuvimos muy cerca -murmuró él-. ¿Recuerdas la noche que estuvimos a punto de hacer el amor?

– No habría sido hacer el amor.

– Cierto, pero si hubiera dicho «practicar el sexo» no te habría gustado.

– «Sexo» se acerca más a la verdad.

– Sí. Seamos sinceros. Cuando te abracé, tuve que luchar contra la tentación de arrancarte la ropa y comprobar si tu cuerpo era tan bello como me decían mis sentidos. Era lo que pretendías. Por eso te pusiste ese vestido sin nada debajo.

– Era demasiado ajustado para llevar ropa interior, y tú dijiste que me lo pusiera.

– ¿Y siempre obedeces a los hombres? Lo dudo. Te lo pusiste sabiendo que me afectaría y así fue. Jugaste conmigo -dijo con una sonrisa.