– ¡Ciara, hoy es el puñetero día de Holly, no el tuyo! ¡Y vas a ir a la boda y vas a pasarlo bien, y cuando Holly baje por esa escalera le dirás lo guapa que está, y no quiero oírte rechistar más en todo el día!
De modo que cuando Holly bajó todos exclamaron embelesados, mientras Ciara, que parecía una cría de diez años que acabara de recibir una azotaina, la miró con ojos empañados y labios temblorosos y dijo:
– Estás preciosa, Holly.
Los siete se hacinaron en la limusina: Holly, sus padres, sus tres hermanos y Ciara, todos guardando un aterrado silencio durante el trayecto hasta la iglesia. Aquella jornada era ya un vago recuerdo. Apenas había tenido tiempo de hablar con Gerry, pues ambos eran reclamados sin tregua en direcciones distintas para saludar a la tía abuela Betty, surgida de no se sabía dónde, y a la que no había vuelto a ver desde su bautizo, y al tío abuelo Toby de América, a quien nadie había mencionado hasta la fecha, pero que de repente se había convertido en un miembro muy importante de la familia.
Desde luego, nadie la había prevenido de lo agotador que sería. Al final de la noche le dolían las mejillas de tanto sonreír para las fotografías y tenía los pies destrozados después de andar todo el día de aquí para allá calzada con unos ridículos zapatitos que no estaban hechos para caminar. Se moría de ganas de sentarse a la mesa grande que habían dispuesto para sus amigos, quienes habían estado partiéndose el pecho de risa durante toda la velada, pasándolo en grande. En fin, al menos alguien había disfrutado del acontecimiento, pensó entonces. Ahora bien, en cuanto puso un pie en la suite nupcial con Gerry, las preocupaciones del día se desvanecieron y todo quedó claro.
Las lágrimas corrían de nuevo por el rostro de Holly, que de pronto cayó en la cuenta de que había vuelto a soñar despierta. Seguía sentada inmóvil en el sofá con el auricular del teléfono aún en la mano. Últimamente perdía a menudo la noción del tiempo y no sabía qué hora ni qué día era. Parecía como si viviera fuera de su cuerpo, ajena a todo salvo al dolor de su corazón, de los huesos, de la cabeza. Estaba tan cansada… Las tripas le temblaron y se dio cuenta de que no recordaba cuándo había comido por última vez. ¿Había sido ayer?
Fue hasta la cocina arrastrando los pies, envuelta en el batín de Gerry y calzada con las zapatillas «Disco Diva» de color rosa, sus favoritas, las que Gerry le había regalado la Navidad anterior. Ella era su Disco Diva, solía decirle. Siempre la primera en lanzarse a la pista, siempre la última en salir del club. ¿Dónde estaba esa chica ahora? Abrió la nevera y contempló los estantes vacíos. Sólo verduras y un yogur que llevaba siglos caducado y apestaba. No había nada que comer. Agitó el cartón de leche con un amago de sonrisa. Vacío. Lo tercero en la lista…
En la Navidad de hacía dos años Holly había salido con Sharon a comprar un vestido para el baile anual al que solían asistir en el Hotel Burlington. Ir de compras con Sharon siempre entrañaba peligro, y John y Gerry habían bromeado sobre cómo tendrían que volver a sufrir una Navidad sin regalos por culpa de las alocadas compras de las chicas. Y no se equivocaron de mucho. Pobres maridos desatendidos, los llamaban siempre ellas.
Aquella Navidad Holly gastó una cantidad vergonzosa de dinero en Brown Thomas para adquirir el vestido blanco más bonito que había visto en la vida.
– Mierda, Sharon, esto dejará un agujero tremendo en mi bolsillo -dijo Holly con aire de culpabilidad, mordiéndose el labio y acariciando la suave tela con la yema de los dedos.
– Bah, no te preocupes, deja que Gerry lo zurza -repuso Sharon, y soltó una de sus típicas risas socarronas-. Y deja de llamarme «mierda, Sharon», por favor. Cada vez que salimos de compras te diriges a mí así. Sé más cuidadosa o empezaré a ofenderme. Compra el puñetero vestido, Holly. Al fin y al cabo, estamos en Navidad, es la época de los regalos y la generosidad.
– Por Dios, mira que eres mala, Sharon. No volveré a ir de compras contigo. Esto equivale a la mitad de mi paga mensual. ¿Qué voy a hacer el resto del mes?
– Vamos a ver, Holly. ¿Qué prefieres?, ¿comer o estar fabulosa? ¿Acaso era preciso pensarlo dos veces?
– Me lo quedo -dijo Holly con entusiasmo a la dependienta.
El vestido era muy escotado, por lo que mostraba perfectamente el pecho menudo pero bien formado de Holly, y tenía un corte hasta el muslo que exhibía sus piernas esbeltas. Gerry no había podido quitarle el ojo de encima. Aunque no fue por lo guapa que estaba, sino porque no acertaba a comprender cómo diablos era posible que aquel pedazo de tela minúsculo pudiera ser tan caro. Una vez en el baile, la señorita Disco Diva se excedió en el consumo de bebidas alcohólicas y consiguió destrozar su vestido, derramando una copa de vino tinto en la parte delantera. Holly intentó sin éxito contener el llanto mientras los hombres de la mesa informaban a sus parejas, arrastrando las palabras, de que el número cincuenta y cuatro de la lista prohibía beber vino tinto si llevaban un vestido caro de color blanco. Entonces decidieron que la leche era la bebida preferida, puesto que no resultaría visible si se derramaba sobre un vestido caro de color blanco.
Poco después, cuando Gerry volcó su jarra de cerveza, haciendo que chorreara por el borde de la mesa hasta el regazo de Holly, ésta anunció llorosa pero muy seria a la mesa (y a algunas de las mesas vecinas):
– Regla cincuenta y cinco de la lista: nunca jamás compres un vestido caro de color blanco.
Y así se acordó, y Sharon despertó de su coma en algún lugar de debajo de la mesa para aplaudir la moción y ofrecer apoyo moral. Hicieron un brindis (después de que el desconcertado camarero les hubiese servido una bandeja llena de vasos de leche) por Holly y su sabia aportación a la lista.
– Siento lo de tu vestido caro de color blanco, Holly-había dicho John, hipando antes de caer del taxi y llevarse a Sharon a rastras hacia su casa.
¿Era posible que Gerry hubiese cumplido su palabra, escribiendo una lista para ella antes de morir? Holly había pasado a su lado cada minuto de cada día hasta que falleció, y ni él la mencionó nunca ni ella había visto indicios de que la hubiese escrito. «No, Holly, cálmate y no seas estúpida.» Deseaba tan ardientemente que volviera que estaba imaginando toda clase de locuras. Gerry no habría hecho algo semejante. ¿O sí?
CAPÍTULO 3
Holly caminaba por un prado cuajado de lirios tigrados. Soplaba una amable brisa que hacía que los pétalos sedosos le hicieran cosquillas en la punta de los dedos mientras avanzaba entre los altos tallos de intenso y brillante verde. Notaba el terreno blando y mullido bajo sus pies descalzos y sentía el cuerpo tan liviano que casi le parecía estar flotando justo por encima de la superficie de tierra esponjosa. Alrededor los pájaros entonaban melodías alegres mientras atendían sus quehaceres. El sol brillaba con tal intensidad en el cielo despejado que tenía que protegerse los ojos, y con cada ráfaga de viento que le acariciaba el rostro el dulce aroma de los lirios le llenaba la nariz. Era tan… feliz, tan libre. Una sensación que le resultaba del todo ajena últimamente.
De pronto el cielo oscureció cuando el sol caribeño se escondió tras una enorme nube gris. La brisa arreció y enfrió el aire. Los pétalos de los lirios tigrados corrían alocadamente llevados por el viento, dificultando la visibilidad. El suelo mullido se convirtió en un lecho de afilados guijarros que le arañaban los pies a cada paso. Los pájaros habían dejado de cantar y estaban posados en las ramas mirándolo todo. Algo iba mal y tuvo miedo. Delante de ella, a cierta distancia, una piedra gris se erguía visible en medio de la hierba alta. Quería correr de regreso al hermoso lecho de flores, pero necesitaba averiguar qué había allí delante.