Fotografía; ciertamente había algo intensamente personal en la fotografía que, además, era algo instantáneo; las fotografías podían contarnos una historia sin necesidad de leer el manuscrito. Tal vez Philip tenía razón. Le quedaba tanto que aprender. Echaba de menos sus últimas clases; el tiempo, siempre el tiempo, o mejor dicho la falta de tiempo. Cuando David le instaló su laboratorio fotográfico, le encantaba encerrarse en la cámara oscura, donde se encontraba en paz y segura, en medio del silencio y de los extraños olores de los productos químicos. Pero aquella noche no se sentía cómoda allí; el silencio era opresivo.
Los repulsivos contactos del filme de Philip Main todavía estaban allí en el secadero. Los cogió, confiando en que Mimsa no se hubiera dado cuenta de lo que había en ellos, y estaba a punto de romperlos cuando algo captó la atención de sus ojos, una marca muy pequeña en una de las pequeñas fotografías. Tomó la lupa, encendió la luz del proyector y contempló el contacto.
Vio con toda claridad el rostro de Fabián que la miraba desde el fondo de la esquina de la derecha. Y pudo ver que el rostro estaba en todas y en cada una de las treinta y dos pequeñas fotografías, exactamente en la misma posición.
Como si le quemara en las manos, tiró la lupa que cayó en la zona iluminada por el rayo del proyector y se rompió. Se levantó temblando, con la piel de gallina.
El rostro de Fabián había aparecido en cada una de las copias después de que ella las impresionara.
Le pareció que las paredes se cerraban como si fueran a aplastarla entre ellas. Se dio la vuelta; la puerta se había movido, estaba segura de ello. Tomó la manecilla y abrió. No había nada ni nadie.
– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien?
Miró al otro lado de la puerta, pero todo estaba tranquilo, quieto.
Se oyó un sonido violento, como un agudo rasgueo que pareció conmover hasta los cimientos de la casa. Dejó escapar un grito de terror y se apoyó contra el quicio de la puerta, encogida. El ruido cesó de repente transformándose en una serie de golpes metálicos. ¡El timbre de la puerta! Se sintió aliviada. «¡No te vayas, por favor, no te vayas!», suplicó a quienquiera que fuese el visitante. Salió corriendo del laboratorio y subió la escalera, ansiosa de abrir la puerta a su visitante antes de que se marchara, desesperada, ansiosa de compañía, de un contacto humano, cualquiera.
Abrió la puerta mientras trataba de recuperar el aliento y se encontró frente a un hombre joven con el rostro serio completamente afeitado y el cabello corto y rizado. Vestía un traje gris muy usado que parecía demasiado grande para él, y que posiblemente había recibido de alguien, pensó Alex, y un jersey de cuello alto. Miró sus zapatos, que necesitaban un buen cepillado. ¿Serían también de segunda mano?
El visitante habló lentamente con voz amable, articulando claramente sus palabras.
– ¿La señora Hightower?
Alex afirmó con la cabeza. Había algo familiar en aquel hombre, como un periódico viejo que ya se ha leído. No parecía un vendedor a domicilio y por un momento se preguntó si sería otro médium enviado por Sandy. En esos momentos no le hubiera importado, cualquiera sería bienvenido.
– Soy el cura de la parroquia, John Allsop… el encargado de esta zona. El párroco me ha hablado de su desgracia, así que pensé que debía venir a visitarla… si es que no tiene inconveniente. -Su ojo derecho parpadeó dos veces, intensamente.
– Pase, pase, por favor. -Cerró la puerta tras el sacerdote-. Lamento no haber utilizado los servicios del párroco en el funeral, pero fue oficiado por un sacerdote que es amigo de la infancia de mi marido. John Lambourbe… Tiene su parroquia en el sur, cerca de Hastings. Espero que el párroco no piense que lo dejamos de lado.
– No, claro que no. Es algo muy corriente.
Se dirigieron al salón.
– Me temo que últimamente hemos estado bastante alejados de la Iglesia.
– No debe preocuparse por ello -aseguró amablemente-, pero será bien venida, siempre que lo desee, a cualquiera de nuestras iglesias.
– Muchas gracias.
– ¿Cómo soporta la desgracia? Tiene el aspecto de estar sufriendo todavía una profunda impresión.
– Supongo que no sabe lo que es asistir al funeral de un hijo.
– Ya me hago cargo -dijo-. Perder un hijo es algo terrible. ¿Tiene otros… hijos?
Alex negó con la cabeza.
– Eso empeora aún más las cosas… si es posible. -Volvió a parpadear de nuevo-. Yo también he sufrido una pérdida reciente… Mi esposa. Hallé gran consuelo viendo sus fotografías.
Alex lo miró con los ojos muy abiertos pensó en el rostro que la había contemplado desde las fotografías de los genitales. ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo había llegado allí? ¿Era una especie de broma macabra?
– Lo siento -dijo.
– Muchas gracias. -El cura sonrió tristemente y movió la cabeza.
– ¿De qué fue…? -Alex vaciló buscando las palabras adecuadas.
– Cáncer -fue la respuesta.
Alex movió la cabeza sin saber qué decir.
– Terrible… -De nuevo vio mentalmente el rostro de Fabián que la miraba-. Terrible. -Se levantó de improviso y se preguntó por qué lo había hecho-. ¿Puedo… ofrecerle algo, una taza de café?
– Oh, no, gracias.
– ¿Le gusta el café, o prefiere té… o whisky o cualquier otra cosa?
– No, nada, de veras.
Pero Alex ya estaba en marcha hacia la cocina, desesperada por disponer de unos momentos de soledad para lograr dominarse y poner orden en sus ideas. Hizo café, abrió un paquete de galletas de chocolate y estaba a punto de regresar con todo ello a la sala de estar cuando vio una tarjeta de visita sobre la mesa de la cocina. «Iris Tremayne», leyó. Y una dirección en Earls Court. La tiró al cubo de la basura, pero se arrepintió, la recogió y la dejó sobre la mesa de la cocina. Tomó la bandeja y regresó a la sala de estar.
– Por favor, sírvase usted mismo leche y azúcar.
– Gracias.
Alex era consciente de que el cura la miraba con extrañeza.
«¿Tan mal aspecto tengo? -se preguntó-. ¿Tan asustada?»
– Sí. -Otra vez el guiño nervioso-. Las fotografías nos hacen recordar. Pueden ser algo muy terapéutico. El dolor desaparece con el tiempo, créame.
Sonrió y mordió una galleta, nervioso, como si temiera que la galleta pudiera devolverle el mordisco.
Alex vio que el sacerdote miraba el ramo de rosas rojas.
– Fabián me las regaló en mi cumpleaños. Siempre me regalaba rosas rojas. Le encantaban también a él.
– ¿Practica la jardinería?
– No tengo talento para ello. Mi marido es el jardinero.
– ¡Ah! Según tengo entendido están separados, ¿verdad?
– Sí. Mi esposo estaba en el negocio de la publicidad… pero siempre tuvo gran interés por el vino. Así que decidió dejarlo todo y comenzar con unos viñedos. Desgraciadamente, la vida en el campo no me va en absoluto.
– Es difícil la vida en el campo, a veces puede resultar demasiado tranquila.
– Sí.
– Creo que es usted agente literaria.
Alex afirmó.
– Yo estoy escribiendo un libro. Un libro pequeño.
Alex sintió una especie de desencanto, ¿era ésa la razón de su visita?
– ¿Tiene ya editor?
– ¡Oh, aún falta mucho para que esté terminado! Y no sé si será lo bastante bueno para ser publicado.
– Si quiere que le eche un vistazo…
– No, no. No quiero causarle el menor problema. Quizá cuando esté terminado. De todos modos muchas gracias.
– Sírvase un poco más de café.
– Tomaré otra galleta, si me lo permite. -Se adelantó y tomó una de la bandeja-. Quizá la ayudaría hablar con algunos de los amigos de su hijo. A veces sabemos tan poco de los seres próximos cuando están vivos; y el enterarnos de muchas cosas agradables sobre ellos, después de que nos dejaron, nos puede ser de gran consuelo.