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– ¡Hola, Otto! ¿Cómo estás? -preguntó amablemente.

– Estoy bien, señora Hightower. ¿Quiere una taza de café? -le ofreció.

Alex notó el leve matiz alemán que daba cierta dureza al acento de Eton de su inglés perfecto. No hubiera podido decir si Otto se esforzaba en disimularlo o, por el contrario, pretendía que se le notara su origen.

– Sí, gracias.

Puso un puñado de granos de café en el molinillo eléctrico, preparó la cafetera, las tazas, la leche y el azúcar como quien realiza un rito.

– Está muy bien, Otto. Yo pensaba que la mayor parte de los estudiantes sólo sabían preparar un café instantáneo -comentó Alex mientras sus ojos recorrían la habitación.

– Es posible que la mayoría lo haga así.

Había pocas claves que pudieran servir para determinar su personalidad en los viejos muebles propios de la habitación de un estudiante universitario, las paredes desnudas, las estanterías llenas de libros, la mayoría de ellos científicos. Había montones de periódicos y ropas sucias y desordenadas. Un par de botellas de champán, vacías, habían ido a parar a la papelera.

– ¿Cómo te sientes, Otto?

– ¿Sentirme?

– Emocionalmente.

Se encogió de hombros, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió.

– ¿Quiere usted uno?

Alex movió la cabeza.

– Espero que no te sientas culpable.

– ¿Culpable?

– Sí. Por haber… ya sabes… por ser el único superviviente.

– No, no me siento culpable.

Sonó el pitido de la cafetera.

– Me parece que me fumaré uno. -Otto le ofreció el paquete-. No me parece justo que dos jóvenes resulten muertos a causa de un loco -se echó hacia adelante para encender su cigarrillo con el mechero que le ofrecía Otto-, aunque sea un pobre loco desgraciado.

– Quizás estaba predestinado que ocurriera así, señora Hightower.

– ¿Predestinado? -Dio una chupada al cigarrillo-. ¿Que ellos murieran o que tú sobrevivieras?

Otto alzó las cejas.

– Dime -dijo ella e hizo una pausa porque casi se sentía enferma-. En el funeral, cuando te di las gracias por haber venido, me dijiste que Fabián te lo había pedido. ¿Qué querías decir?

Otto se apoyó en el quicio de la ventana y bajó su mirada al patio interior.

Alex lo miró y se dio cuenta de lo que Otto debía estar pasando y no dijo nada; tomó un sorbo de café y sacudió la ceniza de su cigarrillo en el cenicero.

– ¿Crees que Fabián era feliz aquí, en Cambridge, Otto?

– ¿Feliz? ¿Cómo se puede decir si alguien es feliz o no? -Se volvió y le dedicó una extraña sonrisa impúdica.

– Yo estaba convencida de que lo pasaba bien aquí; os quería mucho a ti y a Charles.

Otto se estremeció.

– Tengo la impresión de que también apreciaba mucho a Carrie. La llevó a casa un par de veces. Yo no creía que fuera la chica adecuada para él, pero sin embargo lo sentí mucho cuando se deshizo de ella. En cierto modo se avenían bien.

– ¿Deshacerse de ella? -Otto casi estalló: paseó de un lado a otro por la habitación y clavó su cigarrillo en un cenicero-. No fue él quien dejó a Carrie; fue ella quien se deshizo de él. Se marchó a Estados Unidos para encontrarse a sí misma.

Alex sonrió débilmente.

– Los hijos nunca les cuentan muchas cosas a sus padres, ¿no es verdad?

– Eso depende de los padres -replicó Otto.

El tono de su voz hizo que Alex se sintiera incómoda.

– Creo que Fabián y yo teníamos buena relación. -Alex se estremeció y miró por la tétrica ventana al grisáceo cielo; los muelles del sillón en el que se sentaba se le clavaban ligeramente en un costado y al moverse produjeron un gran ruido-. Él me dijo que la había dejado… Supongo que se sentía cortado y no quiso decirme la verdad. Quizá pensó que no era bueno para su ego reconocer que ella lo había plantado; si hubo algo que nunca le causó problemas fueron las chicas.

– ¿Por qué dice eso, señora Hightower?

– ¿Qué quieres decir?

– Siempre tuvo problemas con las chicas.

– ¿Qué tipo de problemas?

– Prefiero no decirlo -sonrió. Una sonrisa curiosa muy íntima. Miró a Otto a los ojos, intrigada, pero no pudo leer nada en ellos-. La llevaré a la habitación de Fabián.

– Es la puerta de al lado, ¿no?

Otto afirmó.

– Iré yo primero, si no te importa. Si hay algo que te guste conservar, libros o lo que sea, puedes quedarte con ello.

– Gracias.

No sentía nada en absoluto mientras se dirigía a la habitación de Fabián; podía haber sido la habitación de un completo extraño. El cuarto estaba frío y húmedo y olía a muebles usados. Se quedó mirando la delgada alfombra, que dejaba ver el suelo por sus múltiples agujeros, la sencilla estufa eléctrica de tubo y el tostador automático para bocadillos, ambas cosas regalos suyos. Miró la fila de cestas decantadoras sobre el aparador. En una de ellas había una botella todavía medio llena. Le quitó el corcho y olió su contenido. Un olor dulzón y rancio que le recordaba al regaliz. «Oporto», pensó. En un rincón, pegados a la pared, había unos anaqueles con botellas, con los cuellos polvorientos. Cerca del suelo había varios grupos de botellas de champán, los cuellos cuidadosamente envueltos en papel de oro, con franjas color naranja. Alex se agachó y leyó: Veuve Clicquot Ponsardin.

Sobre la mesa un montón de papeles sujetos por un bolígrafo. Alex los examinó: «¿Fueron malas Goneril y Regan o simplemente mujeres de negocios dotadas de sentido práctico? ¿Trató Shakespeare de decirnos algo a todos nosotros, adelantándose a su época en varios siglos? ¿Existía ya en la época isabelina la mujer de negocios capaz de ganar el premio de economía del año? Y si era así, ¿hubiera podido ganarlo realmente?» Alex sonrió. Recordó que Fabián había discutido el tema con ella hacía sólo unas pocas semanas; podía recordarlo con toda claridad; lo veía yendo de un lado a otro en la cocina, las manos en los bolsillos de sus téjanos y lanzándole preguntas como si fuesen proyectiles.

Miró a su alrededor en el cuarto de su hijo; parecía como si su dueño hubiera salido sólo por unos minutos y que fuese a volver en cualquier momento. Se subió a una silla y bajó el baúl que estaba encima del armario. Las cerraduras se abrieron con apagados golpes metálicos. Alzó la tapa y vio el forro de tela amarillenta, una percha de plástico rota y un único calcetín negro, eso era todo lo que había en su interior. Recordó el primer día, hacía ya catorce años, en que preparó aquel baúl para su hijo cuando éste se fue para ingresar como interno en el colegio privado. Pudo ver los trajes cuidadosamente doblados y planchados, los blazers de uniforme, las camisas y los jerseys grises, con las etiquetas con el nombre del colegio cuidadosamente cosidas. De pronto se dio cuenta de que estaba llorando. Y no quería hacerlo por si a Otto se le ocurría entrar de repente y la sorprendía en aquel estado.

Abrió el cajón superior de la mesa y vio su diario. Pasó unas cuantas hojas del mes de marzo, pero no encontró nada de interés, citas y las horas de las clases y conferencias; el comienzo de las vacaciones marcado con una gruesa línea y la palabra ESQUIAR escrita a continuación. Pasó algunas páginas hacia atrás hasta el 15 de enero: «8 de la tarde. Cena, Carrie.» El día anterior: «7.30. Cine, Carrie.» A partir de aquella fecha, 15 de enero, no había ninguna anotación que mencionara a Carrie. En algunos días del diario no había anotación alguna salvo unos grandes asteriscos. Pasó unas hojas más hasta el 7 de abril. Con letra clara su hijo había escrito: «CUMPLEAÑOS DE MAMÁ.»

Pasó unas cuantas páginas más hacia adelante y vio otros asteriscos, entre los cuales parecía haber unas dos semanas de intervalo. Advirtió otro asterisco en el día 4 de mayo y supo que esa fecha le decía algo. De repente se sintió como si una mano fuerte e invisible la hubiese alzado y dejado caer en un baño de agua fría; sintió el frío rozando su piel como papel de lija. 4 de mayo: ésa era, precisamente, la fecha que le había mostrado su reloj digital mientras comía con Philip Main.