– ¿Cómo va todo?
Se volvió. Otto estaba en el marco de la puerta, sonriendo con aquella sonrisa horrible de quien lo sabe todo, en medio de aquella máscara grotesca, herida y llena de cardenales, que escondía, estaba segura de ello, tantos secretos sobre su hijo.
– Bien, todo va bien. Queda un poco de oporto en esa botella que está en el decantador. Te lo puedes quedar si lo quieres.
– El oporto se estropea pronto -dijo con desdén-, ya debe de estar pasado.
– Hay muchos vinos ahí, también puedes quedarte con los que quieras.
Deseaba con todas sus fuerzas que Otto aceptara, que se quedara con algo, aunque no sabía bien por qué, quizá para obligarle a estarle agradecido o, simplemente, como una expiación.
Otto hizo un gesto de desinterés.
– No creo que Fabián tuviera buen gusto en lo que se refiere a los vinos.
– Su padre era… -comenzó indignada, pero se calló dándose cuenta de que estaba a punto de picar el anzuelo-. ¿Qué querías decir hace un momento al afirmar que Fabián siempre tenía problemas con las chicas?
Otto se dirigió a una de las estanterías y sacó un libro que empezó a hojear.
– Creo que usted no sabe gran cosa sobre su hijo, señora Hightower -le respondió con aire ausente.
– ¿Saben tus padres mucho de ti, Otto?
– Mi madre está en un sanatorio desde que yo tenía cuatro años. Mi padre… -se encogió de hombros- sí, a mi padre lo veo con bastante frecuencia.
– ¿Qué tipo de sanatorio?
– Un sanatorio.
– ¿Un sanatorio mental? -preguntó Alex cariñosamente.
Otto apartó la vista de ella.
– ¿Qué piensa hacer con todas estas cosas?
– No lo sé. Me las llevaré a casa y… -Se dio cuenta de que verdaderamente no sabía qué hacer con las pertenencias de su hijo.
Cerró el diario y miró el resto de los papeles. Intrigada vio un montón de tarjetas postales y una carta dirigidas a su hijo, en su dirección de Cambridge, escritas con letra femenina, que estaban sujetas por una cinta de goma. Las unió al diario y lo puso todo en el fondo del baúl. Se dio cuenta de que Otto la observaba, pero cada vez que volvía la mirada fingía pasar las hojas del libro, como si lo estudiara con gran interés. Tomó unos pantalones, los dobló y los metió en el baúl. Se sintió cortada, con la sensación de quien está cometiendo un saqueo.
– Me quedaré con este libro, si me lo permite -dijo Otto.
– Naturalmente. Toma todo lo que quieras… Todo esto no tiene utilidad… Quiero decir que lo daré a alguien… Puedes quedarte todo lo que desees.
– Sólo este libro -insistió encogiéndose de hombros.
– ¿Qué es?
Le mostró la portada. Era un delgado libro de bolsillo. La crítica de T. S. Eliot, por F. R. Leavis.
Alex sonrió.
– Creía que estudiabas química -comentó.
– Estudio muchas cosas.
Se marchó de la habitación sin añadir ni una sola palabra más.
Durante su viaje de regreso a Londres con el baúl en el asiento delantero, a su lado, la llovizna se convirtió en una lluvia espesa y continuada. Los limpiaparabrisas expulsaban el agua, «como manos furiosas», pensó.
La lluvia se convirtió en granizada; el granizo caía sobre la carrocería del coche y tamborileaba con ruido apagado sobre el techo afelpado en su interior. De pronto la granizada volvió a ser lluvia. Pensó en el extraño comportamiento de Otto. Siempre le había parecido un tipo raro, misterioso, pero ahora era algo más; aunque resultaba comprensible, suponía, después de todo lo que había pasado; había una extraña malevolencia en él, que parecía haberse intensificado, como si el hecho de que él, y sólo él, hubiera sobrevivido al accidente fuera una broma, un chiste macabro y extrañamente personal. Y su raro comentario sobre su hijo; quizás era cierto que fue Carrie la que lo dejó a él, pero de todos modos la observación de Otto sobre Fabián, de que éste siempre tenía problemas con las mujeres, le sorprendía. ¿Qué había querido decir? ¿Podía ser que Fabián fuese gay? ¿Era posible que Otto y Fabián hubieran sido amantes? Volvió a pensar en Carrie. Una chica tan insignificante como bonita, con su cabello rubio, lacado a lo punky, y su chillón acento del sur de Londres. Con qué sensación de temor y admiración recorrió la casa.
«Me parece estar en Buckingham Palace», había comentado con admiración. Alex sonrió al recordarlo, aunque le costó trabajo que la sonrisa aflorara a sus labios.
«La verdad es que me gustan las fregonas, mamá», le había dicho Fabián.
¡Dios mío!, su hijo podía ser terriblemente esnob en ocasiones y hacer algo que estaba fuera de lugar, como llevar a casa, en Navidad, una chica como aquélla, para divertirse con ella, como si se tratara de un juego. Alex trató de recordar la razón de la presencia de la chica en Cambridge… ¡Ah, sí…! Había estado escribiendo algo para una rara revista de extrema izquierda, algo relacionado con la ecología. Recordó que ella y su hijo habían pasado en coche por el barrio de Streatham y Fabián le había mostrado uno de esos enormes y feos edificios de pisos que construye el ayuntamiento para la clase obrera y le dijo que era allí donde vivía la madre de Carrie.
De repente oyó un ruido agudo, como un chirriar, en el parabrisas y sintió miedo; la pasó un automóvil por la calzada de adelantamiento y las sucias salpicaduras de sus ruedas casi la cegaron por un momento; se produjo un nuevo roce en el parabrisas y otro.
Se aclaró el agua que le había lanzado el coche al adelantarla y Alex se quedó mirando, paralizada de horror, la rosa roja que se había enganchado en el limpiaparabrisas y que producía aquel chirrido al moverse arrastrada de un lado para otro sobre el parabrisas.
CAPÍTULO IX
Se detuvo en el arcén, bajó del coche y se quedó expuesta a la lluvia y al viento que soplaba con fuerza. Un camión pasó atronador junto a ella, a sólo unos pocos centímetros, y el agua despedida por sus neumáticos la alcanzó de pleno y la hizo retroceder hasta pegarse al lado de su Mercedes. Se adelantó, metió la mano por la ventanilla y puso en marcha el limpiaparabrisas; la rosa siguió yendo de un lado a otro y el chirriar de su roce sobre el cristal se oyó claramente por encima del aullar del viento y el ruido del tráfico. Levantó el limpiaparabrisas y cogió la rosa. Se pinchó los dedos, dejó escapar una maldición y soltó el limpiaparabrisas, que siguió moviéndose furioso. Pasó otro camión y la empapó de nuevo, como si una ola rompiera sobre ella. De un salto entró en el coche, cerró la puerta con fuerza y encendió la luz interior.
La rosa era roja como la sangre que salía del arañazo que se había hecho en el dedo, que se llevó a los labios para chuparlo. Por la ventanilla miró afuera: la lluvia que seguía cayendo, las luces diabólicas de los coches que pasaban a su lado, y oyó el sonido de los motores y de los neumáticos sobre la calzada mojada, que se perdía a lo lejos en la oscuridad.
Bajó los ojos para mirar la rosa. ¿Quién la había dejado allí? ¿La habían arrojado desde un coche al adelantarla, o había caído, suelta, desde la parte de atrás de algún camión…? Pero nada de eso le parecía posible. No, no era más que una coincidencia, eso era todo, se dijo tratando de darse ánimos y sin conseguirlo más que a medias. Se quedó inmóvil, sentada detrás del volante, deseando bajar el cristal de la ventanilla y tirar la rosa fuera de allí, para que volviera al lugar de donde había venido; pero no pudo hacerlo y la dejó delante del volante, sobre el salpicadero. Asustada todavía puso el coche en marcha para alejarse de allí, lentamente.