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Se llevó la rosa a su casa y se quedó de pie en el recibidor en penumbra. Dejó la puerta de la calle abierta tras de sí, sin querer cerrarla. No sabía por qué, pero no deseaba cortar su contacto con el mundo exterior.

De nuevo se chupó el dedo, que seguía doliéndole. Sintió la humedad del tallo de la rosa; algunos de sus pétalos se habían caído. Se dirigió a la sala de estar y dejó la rosa en el florero, entre las otras, las que Fabián le regalara el día de su cumpleaños. Permaneció erguida, fresca y vibrante, destacando entre las otras, que ya se habían marchitado y estaban muertas o moribundas; hubiera debido librarse de ellas pero no podía tirarlas; desde luego no en aquellos momentos.

Sonó un fuerte golpe cuando el viento arrastró la puerta y la hizo chocar contra la pared; después otro golpe y la puerta se cerró como si una mano furiosa diera un fuerte portazo.

El baúl tendría que quedarse en el coche hasta el lunes, cuando llegara Mimsa y la ayudara a sacarlo de allí. Pesaba demasiado para moverlo sola, pensó mientras se dirigía a la cocina para encender la calefacción, y se sorprendió al ver que ya lo estaba, que había estado encendida todo el día, según indicaba el interruptor automático graduable. Sin embargo hacía frío, podía ver el vapor de su aliento en el aire y se frotó las manos para entrar en calor.

Algo se movió en el piso de arriba, quizás el crujido de un mueble o de una de las maderas del parquet de la escalera. El frío penetraba en ella y la hacía temblar. Nerviosa, contrajo los pulgares de los pies y guardó silencio, escuchando. Hubo otro crujido y el sonido del agua en las cañerías; el calentador del agua produjo dos sonidos secos y se apagó automáticamente. Respiró aliviada. «¡Qué estúpida soy!», pensó. Sabía perfectamente que la casa hacía algunos ruidos extraños cuando la calefacción estaba encendida.

Llenó de agua la tetera eléctrica automática y la conectó, después se encaminó hacia la sala de estar, le dirigió una mirada nerviosa a la rosa y conectó el televisor. Se oyó la salva de aplausos de la audiencia presente en el estudio y la cámara pasó sobre una fila de rostros inexpresivos, asépticos; un programa concurso de segunda clase con celebridades, también de segunda división, que trataban de participar en el concurso, intentando con demasiada energía demostrar entusiasmo y alegría. Hubo un primer plano del presentador que le acercaba el micrófono a una chica atractiva de cabello castaño que se pasó la lengua por los labios. Alex se quedó mirando el programa unos breves momentos casi humillada. El guión de aquel programa era obra de uno de sus clientes; la crítica lo había calificado de banal, de mal gusto y degradante, ¡y con razón!, pero gracias a su comisión sobre los derechos de autor había pagado el alquiler de la casa durante los últimos cuatro años.

Hacía demasiado frío en la casa para poder tranquilizarse. Se puso de pie, pasó junto a las rosas, olió la nueva y la acarició levemente con el dedo.

Pensó en el baúl de Fabián sobre el asiento delantero del Mercedes, preguntándose por qué se había molestado en traerse las ropas de Fabián, y por un momento tuvo miedo de que alguien pudiera robarle el baúl. Se encogió de hombros. Quizás eso era lo mejor que podría ocurrirle.

Si David hubiera estado allí podría haberla ayudado a entrar en casa el baúl; le gustaría poderse tragar su orgullo y pedírselo. Se frotó las manos de nuevo, tuvo un escalofrío y de pronto se sintió triste, le hubiera gustado estar con Fabián, tenerlo entre sus brazos, acariciarlo; hubiera querido verlo entrar por la puerta y que fuera él mismo quien deshiciera su maleta.

Subió al dormitorio de su hijo: allí la temperatura aún parecía más baja. ¿Había cerrado Mimsa el radiador? Puso la mano sobre él y la retiró apresuradamente, sintiendo que el calor le quemaba la piel. Miró el telescopio de metal, los pósters de la pared, y después el retrato, casi esperando ver una reacción en él, un ligero movimiento, pero no hubo nada de ello, sólo la misma mirada fría y arrogante. Se arrodilló bajo el retrato y apoyó la cabeza entre las manos.

– Te quiero, cariño; espero que estés bien dondequiera que te encuentres; espero que seas feliz, más feliz de lo que lo eras aquí. Te echo de menos y me pregunto si tú también te acuerdas de mí. Cuídate, cariño, dondequiera que estés. ¡Por favor, Dios mío, cuida de Fabián!

Se deslizó fuera del dormitorio, cerró la puerta suavemente detrás de ella y apretó los ojos con fuerza:

– ¡Buenas noches, cariño! -dijo y abrió los ojos de nuevo.

Los tenía llenos de lágrimas. Se detuvo en la parte alta de la escalera, se sentó y sollozó.

Pensó en el rostro herido, lacerado, de Otto. Pensó en que debió de haber sido lanzado fuera del coche. Se preguntó qué debía haber ocurrido en el momento del impacto. ¿Cómo habría reaccionado Fabián? ¿Qué habría pensado? ¿Quién era el conductor del otro coche? ¿Cómo se le ocurrió hacer algo así? La pregunta pareció surgir en su mente como escrita en grandes letras verdes sobre una pantalla negra. ¿Cómo debía sentirse Otto al pensar en su supervivencia? ¿Por qué se mostraba tan horriblemente retorcido? Le había hecho sentirse mal con sus insinuaciones e indirectas, ¿qué era lo que sabía? ¿Conocía algún secreto sobre Fabián? ¿Era todo aquello un truco, una extraña broma enfermiza? ¿Era posible que Otto, con Fabián, hubieran cruzado aquella puerta, riendo y saltando, dejándola a ella abajo, para meterse en el dormitorio de Fabián, y cerrar la puerta por dentro…? ¿Para hacer qué? ¿Mirar las estrellas con el telescopio? ¿Meterse en la cama para hacer el amor?

Oyó una carcajada en el piso de abajo y después aplausos y una voz que decía algo que no podía entender; se sintió tranquila, triste y poseída por el abrumador deseo de ser amable. Pensó en David, solo en su hacienda, con el perro y las ovejas, cansado, preocupado en su soledad.

Alex se dirigió a su habitación y desde allí marcó el número del teléfono de su marido.

– ¿David? -le preguntó cuando éste descolgó el auricular.

– ¿Cómo estás? -Parecía contento de que lo llamara; ella sabía, tristemente, que él siempre se alegraba cuando lo llamaba, y quizá le hubiera gustado que de vez en cuando le respondiera furioso o disgustado por algo, para de ese modo sentirse parcialmente liberada de su sentido de culpabilidad por lo que le había hecho.

– Sólo quería saludarte.

– ¿Qué has hecho hoy?

– Estuve en Cambridge, dejando libre el cuarto de Fabián.

– Gracias por hacerlo. Supongo que habrá sido muy desagradable.

– Todo fue bien, pero ahora tengo un pequeño problema.

– ¿Qué problema?

– Sola no puedo sacar su baúl del coche.

– ¿Quieres que vaya a ayudarte?

– No seas ridículo…

– No, si no me importa… ahora salgo para ahí… -su voz se hizo más sosegada, como si quisiera someterla a prueba- ¿es que tienes una cita con alguien?

– No, claro que no.

– Bien, ahora voy; te llevaré a cenar.

– No quiero obligarte a hacer todo ese camino.

– Estaré ahí en una hora… hora y media como máximo. Siempre será mejor que quedarme aquí hablando con las ovejas.

Alex colgó el auricular, furiosa consigo misma, con su debilidad; por darle esperanzas a David, permitiendo que siguiera cortejándola. Estaba intrigada por el vapor que se escapaba de su respiración y lo miró una vez más, pensando que tal vez estaba fumando y era humo. Contempló con detenimiento aquella nube tan espesa y pesada que casi podía ver en ella los cristales de hielo condensándose; de nuevo sintió frío, un frío terrible, casi insoportable. Tuvo la sensación de que algo había entrado en su habitación, algo desagradable, malévolo; algo muy furioso y enfadado.

Se levantó, salió al pasillo y desde allí se dirigió a la cocina, pero aquella presencia extraña seguía con ella. Sus manos temblaban de frío, con tal intensidad que se le cayó al suelo la bolsita de té. De nuevo oyó un crujido en el piso de arriba, pero esta vez fue diferente, no como el cric anterior del interruptor automático del calentador de agua. Salió de la cocina a grandes zancadas firmes y seguras, cruzó el pasillo, abrió la puerta delantera de la casa y salió fuera a la claridad anaranjada de las farolas de la calle.