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Había cesado de llover; el viento seguía soplando con fuerza, pero era cálido y la envolvió como un edredón. Descendió calle abajo, lentamente, sintiendo el viento sobre sus hombros.

Oyó el sonido de un claxon y el ruido de un motor; se sintió envuelta en un olor a cerdos, un olor poco corriente en medio de la Fulham Road. Giró la cabeza y vio el Land Rover de David, sucio de estiércol. Su marido había asomado la cabeza por la ventanilla abierta.

– ¡Alex!

Ella respondió agitando la mano sorprendida.

– ¡Has venido muy pronto! No creí que llegaras hasta después de las ocho.

– Son las ocho y media.

– ¿Las ocho y media? -Frunció el ceño y miró su reloj de pulsera.

No, no era posible. Estaba segura de que sólo llevaba fuera unos minutos. Se estremeció. ¿Qué le había ocurrido?

– ¿Qué haces fuera sin abrigo?

– Salí a tomar un poco el aire.

– Sube.

– Ahí tienes un sitio para aparcar: más vale que lo cojas. No encontrarás nada más cerca.

Él asintió, recordando:

– ¡Ah, sí, sábado por la noche! Lo había olvidado.

Puso la marcha atrás y aparcó el coche en el espacio libre. Salió del vehículo de un salto.

– ¿No vas a cerrarlo? -preguntó Alex.

– Ya perdí la costumbre de cerrar los coches. No todo es Londres.

La besó en la mejilla y regresaron a casa, calle abajo.

¿Cuánto tiempo estuvo paseando por la calle? Estaba segura de que no podía haber pasado hora y media. ¿De veras fue así?

– Pareces helada -dijo David.

– Hacía demasiado calor en la casa… -mintió-. La calefacción debía de estar excesivamente alta. Vamos a coger el baúl. Aparqué ahí mismo.

Regresaron a la casa llevando el baúl entre los dos, agobiados por el peso. Se oyó el golpe del baúl al chocar contra la pared.

– ¡Cuidado! -dijo Alex irritada.

– Lo siento.

Dejaron el baúl en el suelo y David cerró la puerta delantera; Alex vio un trozo de barro seco sobre la alfombra.

– ¡Por amor de Dios, David, estás metiendo tu basura en la casa! -gritó Alex, repentinamente lívida.

David enrojeció avergonzado como si estuviera en la casa de una persona extraña y se agachó para quitarse las botas camperas.

– Hay mucho barro allá abajo en estos días.

Inmediatamente Alex lamentó su explosión de furia y con una sensación de culpabilidad observó cómo su marido se quitaba las botas a la pata coja. Contempló su jersey de cuello alto muy viejo, la desgastada chaqueta deportiva con sus parches en los codos y sus pantalones de pana marrones. Su barba tenía mechones blancos y su rostro estaba curtido por la vida al aire libre. Recordó, al verlo allí con sus calcetines de lana gris con agujeros que dejaban salir sus grandes pulgares, que no hacía mucho tiempo fue un hombre tan cuidadoso de su apariencia, que siempre vestía trajes claros cortados a la medida, calcetines de seda y zapatos de Gucci; que conducía un Ferrari, que fue cliente asiduo de Tramps a últimas horas de la madrugada, y saludaba a Johnny Gold( [1]) y a todos los camareros por su nombre de pila.

– Tienes razón, hace mucho calor en la casa. Un calor increíble.

Se inclinó para besarla, dio un traspiés y estuvo a punto de caerse.

– ¡Vaya!

La pincharon pelos duros del bigote, olió su aliento empapado de alcohol, sintió cómo intentaba forzar su lengua entre sus labios y retrocedió.

– ¡David! -le reprochó Alex.

– Sólo quiero besar a mi esposa.

– ¿Tienes que emborracharte antes de venir a verme?

David se balanceó incómodo.

– Si te para la policía y te hace soplar lo hubieras pasado mal. ¿Quieres un café?

– Prefiero un whisky.

– Creo que ya tienes bastante.

¿Por qué le había pedido que viniera?, pensó con un sentimiento de culpabilidad: sólo deseaba verse libre de él; no lo necesitaba, no necesitaba a nadie. Todo había sido un error por su parte, trucos de su imaginación, ¿o no? De un modo u otro tenía que estar segura de ello. Al menos resultaba reconfortante tener allí a otro ser humano; y se sentía segura.

Le hizo un café y se lo llevó a la sala de estar. Le arrancó de las manos el vaso de whisky.

– Bébete esto. Te quiero sobrio. Tengo que hablar contigo.

– Puedo quedarme aquí esta noche.

– No, no puedes.

– Ésta es mi casa.

– David, hemos llegado a un acuerdo.

El se quedó mirando el café y arrugó la nariz. «¡Dios mío! -pensó-, David tiene todo el aspecto de uno de esos granjeros bucólicos que aparecen en los libros ilustrados. ¿Cómo es posible que alguien pueda cambiar tanto en tan poco tiempo? Sólo en un par de años.» ¿O se había iniciado ya ese cambio mucho antes sin que ella lo advirtiera? Ahora era como un extraño allí, incómodo y fuera de lugar; tuvo que hacer un duro esfuerzo de concentración para recordar que fue él quien decoró aquella casa, de acuerdo con sus gustos, con sus muebles y sus colores preferidos. Y, al mismo tiempo, se sentía mucho más segura teniéndolo a él allí, a su lado; como bajo la protección de un gigantesco oso cariñoso. Se dejó caer en el brazo del sillón en el que se sentaba su marido, tratando de aclarar la confusión que dominaba sus pensamientos, las violentas oscilaciones de sus emociones y oyendo cómo sorbía ruidosamente para saborear el café. Giró el vaso de whisky entre sus dedos y después, con sentimiento de culpabilidad, volvió a dejarlo a su lado, sobre la mesa.

– Te puede sonar extraño, David, pero tengo la sensación de que Fabián aún sigue por aquí.

David alzó la vista y frunció el ceño.

– ¿Todavía por aquí?

– Sí.

– ¿Quieres decir que no crees que esté muerto?

Alex tomó un cigarrillo y le ofreció el paquete. Él movió la cabeza y sacó del bolsillo una lata de tabaco.

– Yo estuve en el depósito de cadáveres. Me pasé seis malditos días en Francia con el cuerpo de mi hijo… de nuestro hijo.

– Pero no lo viste.

– Gracias a Dios, no tuve que hacerlo; de todos modos no me lo permitieron. Me dijeron que estaba en muy mal estado…

Alex se estremeció.

– Ya sé que está muerto, David. Pero no sé… es como si sintiera su presencia en la casa, a mi alrededor.

– Siempre lo recordarás… los dos lo haremos, es algo natural.

– ¿No crees que hay algo extraño en ese sueño en el que tú lo viste, en el que los dos lo vimos, en la misma mañana en que murió?

Abrió la lata de tabaco y sacó un papel de fumar; Alex miró sus manos mugrientas, sus dedos manchados de amarillo por la nicotina y sus uñas sucias.

– Fue una coincidencia. Quizás un fenómeno de telepatía; mi madre tuvo una experiencia parecida durante la guerra, el día en que murió mi padre. Jura que lo vio caído sobre un seto al final del camino de casa. Consultó con algunos médiums, celebró reuniones de espiritismo en casa y asegura que habló con él regularmente.

– ¿Qué le dijo?

– Nada importante; afirmaba que todo era muy azul en el más allá. Ése es el problema, el muerto nunca parecía tener nada interesante de que hablar. -Pasó la lengua por el borde del papel y acabó de liar el cigarrillo.

De pronto la puerta se abrió varios centímetros; Alex dio un salto y el corazón le latió apresuradamente… La puerta se movió un poco más; sintió como un viento helado en la nuca y se giró.

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[1] Tramps es uno de los night-clubs más lujosos y reservados de Londres. Johnny Gold es su director. (N. del T.)