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– Sí, está muerto; lo sé.

Otto la miró sarcásticamente y negó con la cabeza.

– No ha muerto.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó, sintiendo que la rabia se apoderaba de ella.

– Ya se lo he dicho. Yo sé muchas cosas.

– Bien, ésta es una que ignoras.

Otto sonrió.

– ¿Quiere su dirección?

Lo miró vacilante. Había algo misterioso y terrible en la forma en como hablaba.

– ¿Cuál es?

– Es fácil de recordar: Dover Ward, Kent House, Broadmoor.

– ¿Trabaja allí de médico?

– Oh, no, señora Hightower. -Otto sonrió-. Es un interno.

Las palabras cayeron pesadamente sobre ella. Un interno… ¡Un interno! Hubiera querido escapar de allí, estar en cualquier otro sitio, sola. Lejos de aquellos ojos, de la sonrisa, de la maligna satisfacción de la sonrisa. Interno. Retretes públicos. ¿A qué se dedicaba verdaderamente el doctor Saffier? ¿Cuánto daño le había causado a ella y a otros? Jesús! ¿Cuál había sido su juego? Fecundarla a ella con el esperma de un criminal lunático.

– ¿Qué., por qué está allí, Otto?

Otto se encogió de hombros.

– Asesinatos. No recuerdo cuántos.

– ¿A quién? ¿Cómo…? -Le hubiera gustado sentarse, lo deseaba desesperadamente; se apoyó en la mesa, dejando que soportara su peso y trató de pensar con claridad-. ¿A quién asesinó?

Otto sonrió y se encogió de hombros.

– Mujeres.

– ¿Lo sabía Fabián? -preguntó con la vista fija en el suelo.

– Sí.

– ¿Se lo dijiste tú?

– Como hijo tenía derecho a saber quiénes eran sus padres.

Alex se sintió invadida por una ola de rabia, pero se mordió el labio y logró contenerse.

– Fue a visitar a su padre.

Alex lo miró con fijeza.

– Y tú estás convencido de que obraste de modo enormemente inteligente, ¿no es eso?

– Su hijo era igual que su padre, señora Hightower. Mucho más parecido de lo que usted nunca sabrá.

Un puñal. Era como si Otto mantuviera un puñal clavado y lo retorciera en el interior de su cuerpo.

– Fabián era un chico excelente -dijo Alex, desesperada.

Otto miró a la puerta y volvió a sonreír.

– ¿Subimos y nos reunimos con los demás?

CAPÍTULO XXV

Alex condujo colina arriba por la concurrida calle Mayor del pueblo; una combinación poco usual de casas netamente victorianas de ladrillo rojo y modernos edificios urbanos. Mucho dinero. «¿Cómo deben sentirse estas gentes -se preguntó-, viviendo aquí, tan cerca?»

El cartel era igual que cualquier otra señal de tráfico y apenas llamaba la atención: Broadmoor, 1 kilómetro.

Sentía que el pulso le latía con gran velocidad, cuando giró para entrar en una carretera mucho más empinada. El paisaje no parecía el más adecuado para un establecimiento de ese tipo, demasiado tranquilo, residencial. Alex se preguntó si no se habría equivocado de dirección. Vio a un hombre de edad que cuidaba su jardín y detuvo el Mercedes. Vaciló un momento, azorada, turbada de improviso ante la perspectiva de tener que preguntar el camino, de reconocer frente a un extraño que iba a un lugar como aquél.

– ¿Es ésta la carretera de Broadmoor?

– Siga en línea recta y verá el cartel indicador.

Alex sintió que se ruborizaba bajo la mirada del anciano. ¿Qué debía de pensar de las razones que la llevaban allí? ¿Había algo malo en visitar aquel sitio? ¿Simplemente en verse asociada con un lugar así?

La indicación apareció de repente detrás de un seto vivo: «Hospital de Broadmoor. Particular», gris con letras en blanco y rojo. Entró en una carretera bordeada con prados de hierba muy cuidada. «Camino privado. Patrullado por guardas.»

A unos cuantos metros de allí, sobre la colina, rodeó una curva y dejó escapar una exclamación:

– Jesús!

El macizo muro de ladrillo rojo reforzado y el enorme edificio Victoriano, también de ladrillo rojo, de la institución, con sus ventanas protegidas con fuertes rejas y el tejado inclinado, que se alzaba tras él, resultaban realmente impresionantes y se extendía como si se prolongara hasta el infinito. Una elevada torre de ladrillo rojo, con una pasarela para la guardia, una veleta y una gran antena de radio sobre ella. El muro se extendía hasta perderse de vista. El muro. Se estremeció. Bosley estaba allí, en alguna parte. El padre de su hijo.

De pronto se encontró frente a un laberinto de caminos, señales y triángulos de césped bien cuidados: «Club de Miembros. Acceso a la entrada principal, sólo para recogidas, entregas y urgencias. Campo de cricket.» Señales. Señales por todas partes. Todo perfectamente etiquetado. ¿Le habían colocado también una etiqueta a John Bosley? «Carretera de Broadmoor Alto. Mirador. Colina del Capellán. Conduzca con precaución. Rampas de velocidad controlada.» Miró a su alrededor, sorprendida, buscando el nombre de la carretera que se le había indicado que debía seguir. Lo vio, a su derecha: Kentingern Road.

Siguió el camino y se alejó del muro; dejó atrás un prado inclinado en el que se alzaban dos abetos y una pequeña estatua que representaba a un ángel alado. «Salvación», pensó contemplándola sorprendida. Después vio la casa, Redwoods. Una casa amplia, moderna, de ladrillos que se alzaba de espaldas a la carretera, detrás de otros triángulos de césped, con un aparcamiento frente a ella.

Antes de que ella descendiera de su automóvil, se abrió la puerta de la casa y apareció el capellán, un hombre robusto, de mediana edad, con el cabello gris y una expresión amable en el rostro; vestía con un traje negro de corte convencional, con el cuello blanco de sacerdote y calzado con sandalias, según pudo darse cuenta. Sus gafas se estaban oscureciendo a la luz del sol y ocultaron sus ojos.

– ¿La señora Hightower?

Afirmó con la cabeza y la mano del capellán envolvió la suya, cálida, firme, confortante.

– ¿Encontró bien el camino?

– Sí, muchas gracias.

El hombre miró su reloj.

– Me temo que hemos de ser breves… Desgraciadamente uno de nuestros pacientes ha sufrido un grave disgusto familiar repentino y tengo que…

– Lo comprendo -aceptó Alex-, es muy amable por su parte al recibirme habiéndole yo avisado con tan poca anticipación.

El capellán la hizo entrar en un amplio salón con el suelo cubierto con una alfombra de color rosa y le señaló un sofá. Él tomó asiento en un sillón próximo y dejó descansar sus pies en un pequeño taburete también de color rosa.

Alex recorrió la estancia con la mirada. Todo hacía juego con los colores rosa y marrón en tonos pálidos, discretos, como los muebles que tampoco llamaban la atención. A Alex la estancia le pareció extrañamente vacía, falta de detalles y adornos en su decoración, como si recientemente hubiera sufrido un robo. Había una pequeña estatuilla de Coalport, solitaria sobre el aparador, que representaba a una joven pareja cortejándose; la fotografía enmarcada de un escolar en la pared y un receptor de televisión; pero poco más; nada que pudiera desviar la atención del hombre que se sentaba en el sillón frente a ella. Alex se frotó las manos.

– Ha sido usted muy amable al recibirme -repitió.

El hombre sonrió benévolo.

– No tiene importancia. -Hizo una pausa-. Se trata de John Bosley, ¿no es así?

Alex afirmó.

– Lo conozco bien.

– Sigue vivo realmente, ¿no es así?

Un extraño parpadeo alteró su rostro.

– Lo estaba ayer. Sí, muy vivo.

– Es que no estaba segura… eso es todo.

– ¡Oh, sí, pero que muy vivo! -Se levantó-. Acabo de acordarme… un momento.

Salió de la habitación y ella aprovechó su ausencia para continuar observando la estancia, el televisor, el vídeo, y después la estatuilla sobre el aparador. Dos personillas jóvenes, procedentes de otro siglo, elegantes, enamoradas, libres de preocupaciones. Libres de preocupaciones. «¿Podía ser así en un lugar semejante?», se preguntó.