Alex tembló. En el retrovisor exterior pudo ver al cura y a otro hombre, ambos con sotanas negras, que caminaban por la calle llevando algo entre ellos; una especie de maletín de plástico negro, según pudo ver cuando estuvieron más cerca.
El otro sacerdote era mayor que Allsop y debía de tener, a su juicio, poco más de cuarenta años.
Salió del coche.
– ¡Oh, bien! -dijo Allsop-, ya veo que acaba de llegar. Estábamos preocupados al pensar que íbamos a llegar tarde. Ustedes ya se conocen, ¿verdad?
Alex sonrió cortésmente al mayor de los sacerdotes, un hombre con el rostro seco e inexpresivo, el rostro del clérigo profesional que no se dedica a tareas pastorales. Si hubiera llevado un traje normal en vez de una sotana, se le podría haber tomado por un abogado de altos vuelos.
– No -respondió Alex.
– Soy Derek Matthews -se presentó el hombre con voz cortante y le tendió la mano, sin sonreír-, vicario de St. Mary's.
– ¡Ah! -dijo Alex advirtiendo el firme apretón de su mano-. Me temo que últimamente descuidamos bastante la asistencia a la iglesia.
– Son muchos los que lo hacen, señora Hightower -comentó sin el menor rastro de humor.
– Espero que no los haya molestado que no acudiéramos a usted para realizar el servicio religioso en el funeral de mi hijo, pero lo celebró un sacerdote amigo de mi marido que conocía muy bien a mi hijo… a nuestro hijo. -Se estremeció-. Pensamos que eso era lo más apropiado.
– Naturalmente.
– ¿Podemos… ya? -preguntó Allsop.
– Sí -Alex se sentía ciertamente incómoda por la presencia de Matthews-, desde luego, pasen, por favor. -Miró el maletín. Causaba la impresión de contener los bocadillos destinados a una excursión campestre-. Es una iglesia muy bonita, St. Mary's.
– No a gusto de los puristas -dijo Matthews con cierta tensión-. Es un verdadero desastre arquitectónico.
Entraron y Alex cerró la puerta tras ella. Matthews miró a su alrededor con cierto desdén.
– ¿Desean ustedes tomar algo… una taza de té?
– Creo que lo mejor será proceder de inmediato -dijo Matthews mirando su reloj-. Tengo una reunión a la que no puedo faltar.
Alex miró a Allsop, que trató, demasiado tarde, de esquivar sus ojos y se sonrojó.
– Yo… creí que sería una ayuda para todos que Derek estuviera presente. Él tiene mucha más experiencia que yo en estas cosas. -Su ojo derecho temblaba furiosamente.
– Sí, claro. -Alex miró nerviosa a Matthews-. ¿Qué habitación vamos a utilizar?
– La habitación en la que ocurrió la aparición -dijo Matthews con sequedad, como si se estuviera dirigiendo al conserje de un hotel.
– La aparición se ha producido casi en todas las habitaciones -replicó con acritud.
– ¿Puedo preguntarle, señora Hightower, si se ha estado divirtiendo aquí con actos relacionados con el ocultismo?
– No acostumbro a divertirme con esas cosas -respondió consciente de que la rabia comenzaba a reflejarse en su voz.
– ¿No ha celebrado aquí alguna sesión de espiritismo o algo semejante?
«Mire -estuvo a punto de decir-, no estoy en la escuela.» Pero se contuvo y afirmó:
– La semana pasada celebramos un círculo. -Se dio cuenta de que su cara enrojecía y miró a Allsop pidiéndole disculpas, como si le hubiera hecho quedar mal delante de su compañero.
– Entonces creo que deberíamos ir a la habitación donde se celebró esa reunión -dijo Matthews cada vez más impaciente.
– Lo siento -se excusó Alex, que se sentía estúpida e impotente.
Los condujo escalera arriba; nada iba a pasar, lo sabía, nada en absoluto, y Matthews acabaría pensando que era aún más estúpida.
«Oh, Dios», pensó mientras abría la puerta y se daba cuenta de que su rostro se enrojecía turbado al ver las sillas que aún seguían colocadas formando un círculo.
Sintió la mirada de Matthews fija en ella y fue incapaz de mirarlo a los ojos. Levantó la vista al retrato de Fabián y después a las cortinas, a la cinta adhesiva que aún las mantenía sujetas a la pared para impedir que entrara la luz.
– Esas prácticas resultan muy peligrosas, señora Hightower -la amonestó el vicario de St. Mary's.
– Lo sé -respondió ella, humildemente, como una escolar cogida en falta, dándose cuenta de la expresión mortificada en el rostro de Allsop.
Éste dejó el maletín en el suelo y algo en su interior hizo un ruido metálico. Matthews se arrodilló y abrió la cremallera.
– Necesitamos una mesa; y también un poco de sal.
– ¿Sal? -se extrañó Alex.
– Sí, sal común. ¿Tiene un salero de cocina?
– Iré a buscar uno.
Alex fue a la cocina a buscarlo y seguidamente entró en su dormitorio. La estancia estaba muy fría y Alex sintió miedo de separarse de los otros dos aunque sólo fuera unos segundos. Cogió la mesita que estaba a los pies de la cama y con ella regresó a toda prisa al cuarto de Fabián.
– Muchas gracias.
Matthews tomó de sus manos la mesita y el salero, como si le estuviera confiscando a un niño sus juguetes preferidos.
Los dos sacerdotes empezaron a realizar sus preparativos como si fuera algo ya ensayado muchas veces con anterioridad. Allsop colocó tres sillas en fila, mientras que Matthews empezó a sacar algunos objetos del maletín y los colocó sobre la mesa. Primero situó dos pequeños candelabros en el centro de la mesa, después un cáliz, una botellita de vino y una bandeja de plata. Los religiosos trabajaron en silencio, olvidados de ella, ignorándola, como si pese a su incomodidad no contara para nada.
Matthews sacó una copa de plata y puso en ella un poco de agua bendita que llevaba en un recipiente al tiempo que musitaba una oración en silencio. Después echó un poco de sal. Se alzó y se dio la vuelta, como si mirase por encima de Alex sin ver su presencia, y oró:
– ¡Protégenos, oh Señor, te lo suplicamos!
Sacó de la bolsa un hisopo de plata, introdujo su parte superior en el agua, pasó junto a Alex y se dirigió a la pared, que salpicó fuertemente con el agua bendita. Dejó la copa de plata y el hisopo sobre la mesa, sacó del bolsillo un encendedor Dunhill de oro y encendió las velas.
Cuidadosamente, Allsop volvió a poner en el recipiente el agua bendita que había sobrado y seguidamente colocó la copa en el maletín.
– ¿Podemos comenzar? -preguntó Matthews.
Alex se sentó frente a los dos sacerdotes.
– Supongo que ha sido usted confirmada -dijo Mathews.
Alex respondió afirmativamente.
– Oremos -indicó en voz alta, severo, como si estuviera hablando ante un tribunal de justicia.
El cura unió las manos y las levantó a la altura del rostro.
Parecía más una clase de religión en la escuela que un verdadero servicio divino. En silencio, Alex imitó al sacerdote, temblando de rabia y humillación.
– Oye nuestras oraciones, Señor, con las que humildemente suplicamos tu gracia.
¿Era esto todo lo que sabían hacer aquellos dos? ¿Qué creían poder conseguir con su maletín de plástico y sus ornamentos de plata? ¿Sabían más que Morgan Ford? ¿O que Philip? ¿Eran algo más que un par de charlatanes bienintencionados que actuaban bajo el peso de las conveniencias? ¿O eran verdaderamente portadores y representantes de la autoridad divina, del poder supremo que reinaba sobre todo lo demás? ¿Qué poder?
Alex se inclinó hacia adelante y cerró los ojos, tratando de concentrarse, tratando de sentir su unión con el Dios con el que ella solía hablar cuando era una niña, con aquel Dios que solía escucharla y protegerla para que todo le saliera bien.
– Escucha nuestras oraciones, Señor, con las que humildemente suplicamos tu gracia, para que el alma de tu siervo Fabián, al que te llevaste de esta vida, sea conducida por ti a un lugar de paz y luz y pueda así compartir la vida de tus santos. Por Cristo nuestro Señor.