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– Amén -dijo Allsop.

– Amén -coreó Alex plenamente consciente del tono de su voz.

– Te rogamos, Señor, que recibas el alma de este tu siervo Fabián, por el cual derramaste tu sangre. Recuerda, Señor, que sólo somos polvo y que el hombre es como la hierba y las flores del campo.

«¡Pon algo de sentimiento en lo que estás haciendo, hombre! -le hubiera gustado gritar-. ¡Maldita sea, pon un poco de sentimiento!» Pero se limitó a abrir los ojos y mirarlo, furiosa, por entre los dedos de sus manos unidas frente al rostro.

– Señor, concédele el eterno descanso. -Matthews se detuvo para mirar su reloj-. Deja que tu luz perpetua brille sobre él. Concede, Señor, a tu siervo Fabián un lugar de descanso y perdón.

Alex miró el retrato de Fabián; después cerró los ojos y se los cubrió de nuevo con las manos. «¿Qué piensas de todo esto, querido? ¿Te importa? ¿Lo comprendes?»

– ¡Oh, Señor, tú que siempre perdonas y acoges en tu seno a los que a ti acuden! Tú has llamado a tu lado a tu siervo Fabián que creía en ti y había puesto en ti todas sus esperanzas.

Nada. Ella no lograba sentir nada, excepto que no podía creer que todo aquello estuviera sucediendo. Observó a Allsop, con las manos unidas y expresión piadosa, los ojos fuertemente cerrados. La habitación empezaba a cargarse; podía oler la cera fundida de las velas y se dio cuenta de que estaba sudando.

– ¡Oh, Dios, tú que mides la vida y el tiempo de todos los hombres! Nosotros que sufrimos porque tu siervo Fabián estuvo con nosotros muy poco tiempo, te suplicamos humildemente que le concedas la eterna juventud y la alegría de tu presencia, por toda la eternidad.

La luz de las velas tembló, arrojando sus sombras sobre el rostro de Matthews, como si disgustadas con él le devolvieran el agua que él había hisopado contra la pared.

– Nuestro hermano fue alimentado con el Cuerpo de Cristo, con el pan de la vida eterna. Permite que llegue a ella en el día del juicio final. Por Cristo nuestro Señor.

– Amén -terminó Allsop.

Alex no consiguió decir nada.

Se produjo un largo silencio.

El calor era cada vez mayor en la habitación.

– Santo, santo, santo Señor, Dios del poder y la fuerza, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria. Hosanna en las alturas.

Matthews fijó los ojos en la dueña de la casa.

– Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.

Matthews hizo una pausa, después miró por encima de la cabeza de Alex, como si sus palabras fueran demasiado importantes para ser dirigidas solamente a ella.

– Pues tuyos son el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.

Solemnemente dio la vuelta a la mesa convertida en altar. Tomó la Hostia y rompió un trozo, que puso en el cáliz.

– Cordero de Dios, tú que quitas los pecados del mundo; ten piedad de nosotros. -Se dio la vuelta y la miró directamente-. Que esta mezcla del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo lleve la vida eterna a quien la recibe.

El sacerdote le hizo señas de que se acercara.

Lentamente Alex se levantó y se aproximó vacilante.

El cura le indicó que se arrodillara y alzó la Hostia.

– Toma, come -le dijo sin mirarla mientras colocaba la Hostia en el cuenco de sus manos unidas.

Paladeó la seca dulzura de la Hostia y a continuación notó en sus labios el frío metálico del borde del cáliz y la repentina humedad del vino.

– Ésta es la Sangre de Cristo.

En silencio, Alex regresó a su silla con un amargo sabor metálico en la boca.

– Dios nuestro Señor, tu hijo nos dio el sacramento de su Cuerpo para apoyarnos en nuestra última jornada. Haz que nuestro hermano Fabián pueda sentarse en su sitio en el banquete eterno junto a Cristo, que vive y reina por los siglos de los siglos.

– Amén -musitó Alex.

Allsop no dijo nada y Matthews la miró casi con desdén, una jovencita incapaz de concentrarse y que hablaba cuando no le correspondía hacerlo. Alex cerró los ojos.

– Dios todopoderoso. Tú que alejaste la muerte de nosotros con el sacrificio de tu Hijo Jesucristo.

Las palabras del sacerdote comenzaban a resonar en su cerebro como un martilleo incesante.

– Con tu estancia en la tumba y tu resurrección gloriosa de la muerte, has santificado la tumba.

Alex oyó el gotear del agua, un sonido agudo, agresivo, gotas que sonaban como disparos. Una de ellas la golpeó en la frente, como un puñetazo, después otra. Las gotas se deslizaron hasta entrar en sus ojos, saladas y escocedoras. Se llevó la mano a la frente. Pero no había nada en ella, nada, salvo la ligera humedad de su transpiración.

– Recibe nuestras oraciones por aquellos que han muerto en Cristo y han sido enterrados con él y que esperan ascender al cielo el día de su resurrección. Dios de los vivos y de los muertos, te rogamos por el eterno descanso de Fabián. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

El oficiante volvió a consultar su reloj.

– Amén -repitió Allsop.

Matthews se inclinó, sopló las velas y comenzó a guardar los ornamentos en el maletín.

Allsop abrió los ojos y sonrió amablemente a Alex, se levantó y se puso a ayudar a su compañero.

Alex los observó. «¿Esto es todo -le hubiera gustado decirles-, esto es todo?» Pero ni siquiera estaba segura de que Matthews se hubiera molestado en contestarle.

Descendieron al recibidor y ella les abrió la puerta. Matthews salió el primero y se volvió hacia ella.

– Espero que en el futuro se lo pensará detenidamente antes de volver a recurrir al ocultismo, señora Hightower.

Ella asintió con la cabeza, dócilmente.

El cura se dio la vuelta y bajó los escalones de la puerta principal. Allsop tomó el maletín y le dirigió una sonrisa.

– La telefonearé dentro de unos días para ver cómo se encuentra.

– Muchas gracias.

Alex cerró la puerta cuidadosamente y se dio la vuelta.

Fabián estaba erguido al pie de la escalera.

De pronto le llegó un fuerte olor a petróleo; todo el recibidor parecía invadido por el humo. Fabián comenzó a moverse hacia ella, deslizándose en silencio, sin mover las piernas, hasta que lo único que Alex pudo ver fueron sus ojos, unos ojos que eran los de cualquier otro, pero no los de su hijo, unos ojos fríos y malignos, que brillaban llenos de odio.

– ¡No! -gritó cerrando los ojos.

Se dirigió a la puerta y a ciegas comenzó a trastear en la cerradura, hasta que logró abrir y salió a la calle precipitadamente.

«¡Ayudadme! -quiso gritar, pero las palabras no acudieron a sus labios-. ¡Ayudadme! -¡Nada!-. ¡Oh, Dios mío! ¡Deteneos, volved, volved, por favor!»

Dirigió la mirada hacia ellos, desesperada. Pero los dos clérigos estaban ya casi al final de la calle, caminando a grandes pasos con sus sotanas y la bolsa entre ellos, como una pareja rechoncha y cómica que se fuera a merendar al campo.

CAPÍTULO XXIX

Cruzó a demasiada velocidad el portón y entró en el encharcado camino de carros con tanta fuerza que el Mercedes golpeó el suelo, poniendo a prueba la suspensión, con una sacudida que se extendió por todo el automóvil. El agua espesa y fangosa salpicó el parabrisas y ella puso en acción las escobillas, maniobrando para evitar caer en un surco más hondo; el morro del coche se inclinó profundamente, después se alzó en el aire, para caer de nuevo con un golpe que lo desvió hacia un lado y estuvo a punto de hacerle chocar contra la cerca.

Las gomas de los limpiaparabrisas chirriaron sobre el cristal como pájaros furiosos. Percibió el olor de los cerdos y vio un pequeño objeto negro que quedaba casi fuera del rayo de luz de sus faros. El Mercedes golpeó contra el objeto pero no se detuvo. Alex seguía con el acelerador apretado a fondo.