Frente a ella, un poco a la izquierda, por entre los restos de fango, y las gomas de los limpiaparabrisas pudo ver el lago cubierto por una ligera capa de niebla. «Como una mortaja», pensó con un estremecimiento. El lago siempre tenía su aspecto más siniestro en la penumbra.
Vio el Land Rover de David aparcado fuera de la casa y dejó su coche a su lado. Quitó el contacto, cerró los ojos y estuvo a punto de llorar aliviada. Antes de pararse, el motor produjo unos ruidos de tictac, seguidos de unos golpes agudos, que se repitieron varias veces, como si quisiera expresar su protesta. El olor del aceite quemado cubrió el de las porquerizas. El motor produjo algunos ruidos más. En algún lugar en la oscuridad que caía sobre los campos se oyó el balido de una oveja.
Se bajó del coche y se quedó quieta. Le temblaban las piernas. Oyó otro balido lejano y, después, el ruido producido por un pez al saltar en el agua se extendió por el aire tranquilo. Dio unos pasos vacilantes en dirección a la casa, se detuvo y estuvo a punto de caerse. Sintió el fango bajo sus pies. Siguió andando y oyó el salpicar del agua al mismo tiempo que su zapato izquierdo se empapaba y le transmitía una gran sensación de frío y humedad.
– ¡Vaya! -exclamó sacando el pie con cuidado de no dejar su zapato en el charco.
La casa estaba a oscuras, pero vio una franja de luz que salía por la puerta del granero que servía de lagar y cruzó el patio para dirigirse allí.
David estaba de espaldas a ella, observando la grúa que había colgado de un gancho. La polea pendía balanceándose exactamente sobre la nueva gran tinaja que aún seguía en el centro de la estancia.
– ¡Hola! -la saludó sin volverse-. ¿Tuviste un buen día?
– No -respondió con calma.
– Esto es un monstruo, un verdadero monstruo.
– ¿Cómo supiste que era yo?
David siguió sin volverse.
– El coche. Puedo reconocer el ruido de tu coche, pese a que conducías más de prisa de lo que sueles hacerlo. ¡Es realmente horrible!, ¿qué opinas tú?
– ¿Sobre qué?
– Me pregunto si puedo dejarla donde está. ¿No te parece que tiene un aspecto raro?
Alex miró la cuerda que pendía del techo.
– Parece una horca.
– ¿Una horca? -David se dio la vuelta y se inclinó para ver a su mujer más de cerca-. ¡Jesús! Tienes un aspecto horrible.
Alex inclinó la cabeza y sintió que las lágrimas velaban sus ojos; sorbió por la nariz.
– Vamos -le dijo amablemente, pasando un brazo en torno a su cintura-. Vamos a tomar una copa.
Se sentaron en la cocina.
– Me gusta lo que has hecho -continuó David-, Tu propio servicio religioso personal. -Sonrió-. La Iglesia trata de ser competitiva. Si los fieles no van a la Iglesia es la Iglesia la que acude a su casa. Tienen que luchar con las pizzas, los platos cocinados y las masajistas a domicilio. Servicio telefónico automático. Comuniones a domicilio. Y todo gratis, sin que nadie pase el cepillo. Supongo que no has pagado nada.
– No, no pasaron el cepillo.
– Cosa rara en esos tipos.
– ¡David! -protestó indignada.
– Lo siento. -Tomó la copa por el pie e hizo girar el vino en su interior-. Mejora día a día, ¿sabes?
Alex sonrió y tomó un trago de su whisky.
– Me alegro.
– ¿Significa lo sucedido que ahora piensas volver a tu casa? -Ella advirtió la nota de tristeza en su voz y sujetó su vaso fuertemente entre las manos-. Yo había pensado… sabes… -dijo David ruborizándose-. Últimamente las cosas parecen ir bien entre nosotros. Yo había pensado que quizá… tal vez…
Ella cerró los ojos, fuertemente, sintiendo de nuevo que las lágrimas velaban sus ojos, y se sentó, temblando. Comenzó a mecer la silla adelante y atrás. Tomó otro sorbo de whisky y gustó el sabor salado de sus propias lágrimas. Abrió los ojos y miró a su marido.
– No todo ha pasado, David. -Su cuerpo sufrió una violenta convulsión que la hizo dar un salto tan fuerte que la lastimó-. ¡Sólo está comenzando!
Sintió el firme apoyo del fuerte brazo que rodeaba su cintura y sus ásperos dedos acariciando su rostro.
– Aquí estás a salvo, cariño -le aseguró-. No te preocupes, yo cuidaré de ti. No vayas a Londres durante algún tiempo. Hasta que tú… Hasta que todo… se haya calmado.
Ella afirmó con la cabeza. Una única lágrima, grande, se deslizó por su mejilla, hasta que el dedo de David la contuvo como si fuera un dique.
La despertó el sonido del gotear del agua. Un sonido fuerte, seco, como si en vez de gotas de agua fueran disparos de una pistola de aire comprimido. Una gota la golpeó en la frente, como un puñetazo; después otra. Plop. Plang. El sonido resonó en la habitación como lo hubiera hecho en un sótano.
Sus pies eran como dos bloques de hielo. Una corriente de aire helada sopló sobre su rostro. Plang, oyó. Se pasó la mano para secarse el agua.
Pero su rostro estaba completamente seco.
Alex se estremeció y sintió que el corazón le latía fuertemente. Volvió a su memoria el sonido suplicante de la voz de Fabián en el círculo: «¡Ayúdame, madre!»
Y después la voz ronca, desconocida: «No escuche al pequeño bastardo.»
«¿Qué te está ocurriendo, cariño? ¡Por favor, dímelo por favor!» Plang. La golpeó con tanta fuerza como si fuera una pelota de tenis; sintió el agua deslizarse por un lado de su cabeza y de nuevo se llevó los dedos allí. Nada.
Y en ese momento, de repente, lo comprendió.
Cerró los ojos, temblando de frío. Sabía lo que tenía que hacer; pero lo que no sabía era si tendría el valor suficiente para llevarlo a cabo.
Se oyeron dos fuertes campanadas en el reloj del salón. Oyó un ruido suave, como el roce de un tejido, después como si alguien aspirase una profunda bocanada de aire. Crujió una de las ventanas, después una fuerte exhalación seguida del ruido de las cortinas sueltas, agitadas por el viento.
Su corazón comenzó a latir más despacio; el viento, sólo era eso: el viento agitando las cortinas. Eso era todo. Sonrió aliviada y se dejó caer de nuevo en la blanda almohada, sintió su calor acogedor, su piel se relajó y el dolor se apaciguó.
De pronto sintió en el dedo un profundo dolor punzante que se extendió por todo su cuerpo. Una agonía, un doloroso hormigueo que la envolvió y de nuevo sufrió una convulsión. De modo igualmente repentino el dolor se mitigó y se quedó toda escocida como si hubiera caído en un banco de ortigas.
De improviso una conmoción, como una ola, pasó por ella, agitándola en la cama, sentada erguida contra la cabecera de la cama. Gimió. Algo estaba de pie frente a ella, a los pies de la cama. Una sombra, más oscura que la propia oscuridad.
– Hoy, madre.
La voz era clara, increíblemente clara.
– ¿Qué quieres decir, cariño?
El hormigueo desapareció.
– ¿Cariño?
Adelantó la mano hasta su mesilla de noche buscando el interruptor. Encendió la luz y parpadeó, con los ojos doloridos que le escocían, fijos en el armario al final de la cama.
La cortina se agitó con violencia, como si alguien la estuviera sacudiendo furioso y oyó el siseo del viento. Unió las manos y se tapó los ojos.
– ¡Oh, Dios mío, ayúdame, por favor! Dame la fuerza necesaria para enfrentarme a ello. Protege al espíritu de Fabián, bendícelo y permite que descanse en paz. ¡Por favor, Dios amado, no dejes que él…! -Se detuvo.
Alguien la estaba mirando.
Abrió los ojos y allí no había nadie. Nada, nada salvo los muebles, las agitadas cortinas y los ruidos del viento en la noche.
Cuando bajó por la mañana temprano se sorprendió de ver a David sentado en la cocina.
– ¿Cómo has dormido?
– Bien -respondió Alex-, aunque el viento me mantuvo despierta algún tiempo.