Habló con calma, con la cabeza baja.
– ¡Adiós, querido!
Retrocedió y se sentó en el banco de primera fila, junto a David. Se arrodilló y cerró los ojos, tratando de encontrar alguna oración, pero no pudo pensar nada; oyó cómo el edificio se llenaba de gente y con la suave música del órgano. Trató de escuchar las palabras del sermón fúnebre, pero no pudo oír nada, salvo el apagado zumbido de las cortinas al abrirse y del ataúd cuando comenzó a moverse lentamente entre ellas.
Por la tarde se sintió muy mal, durante el refrigerio fúnebre, con la casa llena de gente, y se bebió de un trago una copa de champán. Oyó cerca de su oído el sonido del corcho de una nueva botella de champán al abrirse derramando un poco de líquido y retrocedió entre la gente. «Como arrastrada por una ola gigante», pensó.
– Te acompaño en el sentimiento, Alex -le dijo una mujer vestida de negro a la que no reconoció.
– Era un buen chico -dijo Alex-. Ni él ni sus amigos tomaban drogas, ¿verdad que no?
Buscó sus cigarrillos. Entre la multitud vio a Sandy que se dirigía hacia ella, su cabello era un revoltijo de mechones de pelo negro apenas sujeto, por lo que parecían unas agujas de hacer punto. Instintivamente retrocedió; las emociones teatrales de Sandy eran más de lo que ella podría soportar en aquellos momentos. Vio el rostro de ave de presa de Otto que la miraba, totalmente cubierto de moretones, escayolas y vendajes.
– Muchas gracias por venir, Otto -le agradeció.
Otto asintió con la cabeza y le dedicó una débil sonrisa que acabó en una mueca cruel.
– Fabián me pidió que lo hiciera -dijo.
Alex lo miró, pero Otto se giró de espaldas y volvió a su anterior conversación.
Cerró la puerta detrás del último de sus visitantes, dio otra profunda chupada a su cigarrillo y tomó un trago largo de su copa de champán. Empezaba a sentirse mejor, por el efecto de la bebida, por las pruebas de afecto de la familia y los amigos que habían acudido a compartir su dolor y que ya se habían marchado. Sólo David seguía allí, en la entrada de la cocina, apoyado en la pared, con la copa en la mano.
– ¿Quieres que me quede? -preguntó.
– No, David.
– No creo que debas quedarte sola esta noche.
– La verdad es que prefiero estar sola. Por favor, tengo que superarlo por mí misma, a mi manera.
– ¿Por qué no te vienes conmigo a Lewes?
– Estoy bien aquí, gracias.
David se estremeció.
– Supongo que me echas la culpa.
– ¿La culpa?
– Por haberle regalado el automóvil.
– No. Los accidentes ocurren. No creo que tenga importancia con qué coche.
– Si hubiera ido más despacio…
Alex sonrió y movió la cabeza.
David tomó una botella y fue a llenar su copa, pero sólo salió un pequeño chorrito. Miró la etiqueta.
– Veuve Clicquot.
– El preferido de Fabián. Siempre pensó que era un champán muy refinado.
– La viuda de Clicquot. -Hizo una pausa, miró casi asustado a Alex y se sonrojó-. Hubiera podido dejarlo envejecer un poco más en la botella.
– Lo siento -dijo Alex-. Quizá si se lo hubieras pedido, tu hijo hubiese esperado un par de años más antes de matarse.
Pasó por delante de él, entró en la cocina y encendió la cafetera eléctrica. David la siguió y le pasó el brazo por la cintura.
– ¿Sabes una cosa? Parece increíble que ambos soñáramos con Fabián, el mismo sueño y a la misma hora. He estado pensando en eso.
– Debió de ser en el momento en que moría -comentó Alex.
– Una coincidencia muy extraña.
Alex abrió el bote de Nescafé y echó unas cucharadas en dos tazas.
– ¿Sigues tomando azúcar?
– Una cucharada.
Alex se lo quedó mirando.
– ¿Crees que fue una coincidencia? -preguntó intrigada.
David levantó la copa a la luz y examinó el color del vino.
– Sabes, antes solían envejecer en cavas este champán durante cinco años, ahora deben de haber reducido el tiempo… o lo mezclan con otro vino más joven.
Alex insistió:
– ¿Crees que fue una coincidencia?
– ¿Coincidencia? -preguntó desconcertado-. Ah, sí… Desde luego. -Captó la mirada de los ojos de su esposa-. Vamos, Alex, ¿no estarás pensando que pudo ser otra cosa?
Ella se estremeció.
– Fue tan extraño. Tan real.
– Supongo que debemos escribir a Cambridge, para hacérselo saber -dijo David cambiando de tema.
– Otto puede avisarlos, seguro.
– Lo supongo, pero sería correcto por nuestra parte el escribirles.
– ¿Lo harás?
Se sentaron uno frente a otro y bebieron sus cafés.
– ¿Cómo va tu Chardonnay? -preguntó Alex.
– Un paso adelante y dos atrás; no puedo conseguir que se estabilice. Y a ti, ¿cómo te va la agencia?
– Mucho trabajo.
– ¿Has recibido algún best-seller?
– Una antología de los cantos de guerra urdúes.
– Algo que el mundo esperaba con ansiedad…
– Lo dudo.
David alzó las cejas.
– Estoy pensando en ponerme a escribir un libro sobre vinos.
– Un buen tema. Este año sólo he tenido sobre mi mesa sesenta y cuatro originales sobre vino.
David se levantó.
– Ya sabes lo que se dice: el número sesenta y cinco trae suerte.
Alex sonrió.
– Llámame por teléfono cuando llegues a casa.
– ¿Quieres que lo haga?
– Quiero saber que llegaste bien a tu casa. -Le dio un beso y cerró la puerta tras él. De repente se sintió muy sola.
El recibidor estaba oscuro, con sus baldosas blancas y negras y su alto techo. Alex encendió la luz. Entró en el salón que conservaba el ambiente cargado de humo y perfume y la acidez vinosa del champán. Abrió las cortinas de encaje del redondo ventanal que daba a la calle; los colores habían desaparecido del cielo claro, transformándolo en una acuarela oscura. Volvió a pensar en las extrañas palabras de Otto: «Fabián me pidió que lo hiciera.»
De improviso, algo se movió detrás de ella. Percibió el movimiento y tuvo miedo, un miedo mucho más fuerte que cualquiera que sintiera anteriormente; se quedó helada, con la piel de gallina, como atravesada por agujas heladas. Tuvo la sensación de que la habitación iba a derrumbarse sobre ella y sintió deseos de correr a la ventana, golpear los cristales y gritar pidiendo socorro, pero estaba paralizada. Por el rabillo del ojo vio una sombra que se movía en un rincón levantándose de una silla, tras ella.
– Perdóname, querida, debo haberme quedado dormida -dijo la sombra.
La miró con fijeza, paralizada, y de repente se dio cuenta de que era Sandy.
– Me venció la emoción de todo lo ocurrido… estoy tomando tranquilizantes, ¿sabes?, y no van bien con la bebida. -Bostezó y se desperezó-. ¿Se han marchado ya todos?
– Sí -respondió Alex con voz débil. Encendió una lámpara de mesa y se sintió reconfortada por la cálida luminosidad cuando el color volvió a la habitación-. Me has dado un buen susto.
– Lo siento, querida. -Sandy parpadeó, se alisó con los dedos unos mechones y se afianzó un par de las agujas de hacer punto que sujetaban sus cabellos.
– ¿Quieres un café? -preguntó Alex, aliviada por la compañía pese a que, pensó, fuese la de Sandy.
– Me gustaría. ¿Qué vas a hacer esta noche?
– Nada.
– ¡Cómo! ¿Te vas a quedar aquí sola?
Alex afirmó con la cabeza.
– Quiero estar sola.
– No puedes hacerlo, querida, esta noche no.
– He pasado sola muchas otras noches; no me importa.
Se dirigieron a la cocina, Alex, de pronto, apreció con intensidad todos los objetos de la casa, como si hubiera entrado en un museo. Vio el sombrío retrato del abuelo de David con su uniforme de caballería. «Fabián tiene sus mismos ojos», acostumbraba a jactarse David, orgullosamente. Ella siempre había asentido, no había razón alguna para desilusionarlo, para privarle del placer de creer en su propia presunción. Sólo que ella sabía que Fabián no había heredado nada de David, ni un simple gene. Aquél era su secreto, un secreto celosamente guardado durante veintidós años.
– Espantoso -dijo Sandy-. Todo este asunto. Iba con ellos otro chico que también…
Alex afirmó con la cabeza.
– Sí. Charles Heathfield. Sus padres viven en Hong Kong.
– Espantoso. ¡Qué cosa tan horrible! Un camión en dirección contraria en la autopista, ¿no fue eso?
– Un coche -la corrigió Alex.
Sandy frunció las cejas.
– Estaba segura de que los periódicos hablaban de un camión.
– Así fue. La noticia estaba equivocada.
– Un francés que quiso suicidarse, ¿fue eso?
Alex asintió.
– ¡Qué forma más extraña de suicidarse! ¿Por qué no estrelló su coche contra un muro de cemento o algo así?
Sonó el silbido de la cafetera eléctrica.
– ¿Sabes algo de él, querida?
– No, no mucho. Su esposa había muerto. El negocio le iba mal. Muñecos de peluche o algo así. -Se estremeció-. David está más enterado.
– Horrible.
Alex llevó las tazas a la sala de estar y las dos se sentaron. A Alex empezaba a dolerle la cabeza y cerró los ojos.
– Creo que deberías ver a un médium, querida -dijo Sandy mirando el café y revolviéndolo hasta disolver el último grano de polvo.
– ¿Un médium?
– Sí.
– No, Sandy, eso no es para mí. Yo no creo en ese tipo de cosas.
– Yo creo que sí.
– ¿Tú lo crees así? -preguntó incrédula.
– Eres cristiana, por lo tanto crees en la vida eterna.
– No estoy segura de ello.
Alex miró a aquella mujer, un manojo de nervios, que se sentaba frente a ella, que en aquellos momentos trataba de introducir la punta de un cigarrillo en el extremo de una boquilla larga y delgada, con tanta dificultad como si tratara de enhebrar una aguja. Conocía a la chica desde sus días escolares, loca, chiflada, pero amable; una mujer que había soportado tres divorcios, que fue drogadicta, alcohólica, miembro de los Christian Scientist, vegetariana, que había practicado la meditación con el Maharishi Yogi e intentado practicar virtualmente todas las religiones existentes bajo la capa del sol; que convirtió su vida en un desorden general, en la mayor confusión posible. ¡Y esa mujer trataba de aconsejarla!
– David me ha dicho que Fabián vino a verlo la mañana en que murió. Y que también vino a verte a ti.
– Los dos tuvimos el mismo sueño.
– ¿Sueño? -Movió la cabeza negando-. Eso no fue un sueño, querida, vino a verte. Algo que ocurre con frecuencia.
– ¿Qué quieres decir?
Sandy la miró con fijeza, su rostro fino, torturado, que antaño fuera tan bello, pero que ahora tenía un aspecto fatigado, y sus grandes ojos azules, abultados, «como estanques olvidados», pensó.
– Todos nosotros tenemos espíritus que nos guían, querida, que nos protegen, pero no siempre están junto a nosotros. Y si alguien muere de repente, cuando los guías no lo esperan, éstos pueden perder el contacto y el espíritu de la persona vagará perdido de un lugar a otro. Es posible que esto sea lo que le pasó a Fabián; ésta es la razón de que los dos lo vierais. Trataba de buscar vuestra ayuda para comprender qué le estaba ocurriendo.
Alex tomó un sorbo de café y se quedó mirando a su amiga con una mezcla de desdén y piedad.
– Tú crees que soy una vieja chiflada, cariño. ¿No es así? Alguien que destrozó su propia vida. Bien, es posible que sea así desde vuestro punto de vista, pero yo sé que he tenido muchas otras vidas y algunas de ellas extremadamente felices y he sido enviada de vuelta al mundo en esta ocasión para aprender a enfrentarme mejor con los problemas de los tiempos difíciles. Soy un espíritu viejo, querida, endurecida y capaz de soportarlo todo. Tú, no. Tú eres un espíritu joven y tienes que aceptar mi ayuda. Ésa es una de las razones por las que estoy en este mundo: para ayudar a los demás.
Alex sacudió la cabeza. De repente se sintió cansada, cercada, como si la habitación estuviera llena de gente; deseaba escapar, abrir la puerta y salir por ella, pasear fuera de la casa.
– Quizás el sueño fue obra de la telepatía -dijo-. Es posible, ¿no?
– Sí, es posible, querida. Eso ocurre con mucha frecuencia en el mundo de los espíritus, pero ¿por qué razón iba a ser un fenómeno telepático? No sabemos más sobre telepatía de lo que sabemos sobre espiritismo. Yo creo que acudió a ti porque necesitaba ayuda.
– ¿Qué tipo de ayuda?
– Quizás ahora ya esté bien, querida. Es posible que ya haya vuelto a reunirse con sus guías espirituales, quizás han vuelto a hacerse cargo de él. Pero si no es así, es muy posible que ande vagando por ahí, perdido.
– ¿Cuánto tiempo podría estar en esa situación?
– En el más allá el tiempo tiene otra perspectiva, querida. Puede ser para siempre. Tú se lo debes, estás obligada a asegurarte de que está bien y, si no es así, ayudarle a conseguirlo.
– ¿Cómo?
– Consulta a un médium para saberlo. Ellos te lo dirán. Si lo haces así, querida, al menos tendrás la tranquilidad de saber que hiciste todo lo posible por ayudarle. Yo puedo ponerte en contacto con una médium excelente. -Hizo una pausa y dio una fuerte chupada a su boquilla. Dejó escapar el humo, que aventó con la mano-. No crees nada de lo que te estoy diciendo, ¿verdad, cariño?
– No -le respondió Alex moviendo la cabeza-. Lo siento, pero no te creo.