Tomó el despertador y trató de recordar qué debía hacer para volver a ponerlo en hora, sin dejar de mirar con sus ojos cansados y nerviosos las lucecitas oscilantes. Y temblando de frío. Un frío casi insoportable.
Se levantó de la cama, se dirigió a la ventana abierta; corrió las pesadas cortinas y sacó una mano. El aire era templado y suave y dejó la mano fuera, extrañada. Vio cómo dentro de la habitación su respiración dejaba un vaho de vapor y no pudo evitar un gritito de sorpresa. Sintió que el cabello se le erizaba de nuevo en la nuca. Volvió a mirar por entre las cortinas abiertas a los coches aparcados fuera, la luz de las farolas de la calle; fuera todo estaba tranquilo, normal. Separó un poco más las cortinas para que la luz anaranjada entrara en la habitación. Una de las tablas del suelo crujió ligeramente bajo sus pies y no pudo evitar saltar asustada. Se metió de nuevo en la cama, se tapó con las ropas y cerró los ojos. Seguía sintiendo frío, un frío intenso que hizo que volviera a tener miedo. Tomó el teléfono, escuchó cómo el zumbido indicador de línea rompía el profundo silencio y marcó un número que estaba muy dentro de su corazón. Y esperó.
El timbre sonó, una, dos, tres, cuatro veces… ¡Por favor, está ahí, coge el teléfono…! Tres, cuatro veces…
– ¡Oh, por favor, está ahí! -repitió, ahora en voz baja, como en un susurro.
– ¿Quién…?
Alex oyó la voz, casi un gruñido, y de pronto se sintió aliviada, libre del frío.
– ¿David? -preguntó, todavía sin atreverse a alzar la voz.
Al otro lado del hilo un nuevo gruñido malhumorado.
– Siento despertarte, cariño,
– ¿Alex?
– ¿Estás despierto?
– Sí…
– No me llamaste.
– ¿No te llamé? -Hablaba todavía medio dormido.
– Quedamos en que me llamarías cuando llegaras a tu casa. Estaba preocupada.
– ¿Qué hora es?
– Las cuatro y media.
Hubo una pausa y Alex oyó el ruido de las sábanas.
– Pensé que no querías que te llamara.
Sintió la voz cálida, sonriente, reconfortante; como quien habla con un osito de peluche.
– Estaba preocupada por ti.
– Estoy perfectamente. ¿Y tú?
– No muy bien. ¿Cómo te sientes?
– Terriblemente asustado. Es algo tan sórdido. No dejo de pensar en el otro conductor… ¡hijo de perra!
– No digas eso.
– Si hubiera sobrevivido sería, capaz de matarlo con mis propias manos.
– No, por favor.
– Lo siento.
– Lamento tanto lo de Otto y Charles.
– Al menos Otto está vivo -dijo él.
– Las cosas deben de ser muy duras para él. Aceptar que es el único superviviente.
– Nunca debí comprarle ese coche a Fabián.
– No es culpa tuya, querido. Siempre fuiste tan bueno con él.
– Debí haberle comprado uno menos rápido.
– No creo que las cosas hubieran cambiado. Escucha, vuélvete a dormir.
– No importa. Ahora estoy completamente desvelado.
– Duérmete. Te llamaré más tarde.
– Te quiero -dijo David.
Alex, se quedó mirando el auricular y sonrió tristemente antes de colgar, despacio, suavemente, y se dejó caer otra vez sobre la almohada. Ella también lo amaba, lo sabía, echaba de menos su cuerpo cálido y grande, le faltaba su ternura, ¿por qué diantres se habían separado? Súbitamente se sintió cansada, cansada pero calmada y animada. Cayó en un sueño pesado y soñó con Fabián, un ensueño ligero y airoso que de repente se hizo amenazante y confuso; su hijo sujetaba su mano y se reía, mientras hablaba con ella como si fuera un niño pequeño, con la salvedad de que ya no era un niño, sino un hombre adulto, repentinamente viejo, tan viejo que podía ver las arrugas en su rostro. Se despertó temblando, temerosa de abrir los ojos en la habitación a oscuras. Volvió a quedarse dormida y esta vez no soñó.
Cuando sonó el despertador a las siete, lo ignoró y cuando volvió a mirar el reloj eran ya las ocho menos diez. De vuelta a la normalidad, lo sabía, todo había pasado. Quedaba el aventar las cenizas, pero tenía tiempo para pensar en ello, para decidir dónde le hubiese gustado a Fabián. Los diez últimos días los había pasado en medio de un gran ofuscamiento mental, en espera de las decisiones de la burocracia francesa, intentando recuperar el cuerpo de su hijo para trasladarlo a Inglaterra. Fue David quien se trasladó a Francia, quien se hizo cargo de todo, sin exigir nada de ella. Se comportó de modo maravilloso. Ahora ella tenía que seguir adelante con su vida, trataría de concentrarse en su trabajo. Al menos contaba con eso, la consciencia de sus obligaciones no sólo con ella sino con sus empleados, socios, clientes… No podía abandonarlos, tenía que probarles que podía realizar su trabajo y tenía que probárselo a David… ¡Pero, sobre todo, tenía que demostrárselo a sí misma!
Buscó durante un rato en su guardarropas, tratando de decidir qué ponerse. Fabián siempre mostró especial interés en cómo se vestía su madre; mucho más que David. Los colores correctos, el corte debido, los modistos más adecuados. ¡Dios mío, a veces Fabián era un verdadero esnob en lo que se refería a la ropa! Sonrió, algo más animada, una sonrisa apagada, casi nublada por las lágrimas, y rebuscó en un cajón lleno de pañuelos y bufandas de seda, todas ellas de Cornelia James y la mayoría compradas por Fabián. ¿Por cuál de ellas decidirse? Trató de recordar, sacó varias y las dejó caer de nuevo en el cajón. Como una cascada de seda, pensó. Eligió una de ellas de color gris turquesa que se anudó cuidadosamente alrededor del cuello de modo que la firma de Cornelia James quedara claramente visible. ¿Estás contento, cariño? ¿Tengo buen aspecto?
Se bebió media taza de café y dejó el resto porque estaba demasiado caliente. Tomó su abrigo y se dirigió a la puerta a toda prisa. El timbre sonó casi en el mismo momento en que iba a abrir. Miró sorprendida a la mujer que llamaba y dio un paso atrás. Una rubia teñida, de abultados pechos, vestida de blanco y negro, elegante pero quizá con una nota dramática exagerada; parecía una figurante enviada por una agencia de actores para un pequeño papel en una película. Sus labios rosados eran demasiado delgados y pequeños para el tamaño de su rostro.
– ¿La señora Hightower?
Hablaba con una voz precisa, definida, como si hubiera estado tomando lecciones de declamación para ocultar su vulgar acento del East End londinense.
– Sí. ¿Qué desea?
Alex vaciló y se puso a la defensiva, mientras se preguntaba qué sería lo que querría venderle. Estaba demasiado maquillada y vestida para ser un Testigo de Jehová en busca de nuevos adeptos. Además, éstos suelen visitar en parejas.
– Soy Iris Tremayne. Sandy sugirió que viniera directamente, sin telefonear… Me dijo que se iba de casa muy temprano y que ésta era la mejor hora para encontrarla en casa.
La mujer miró a Alex directamente a los ojos y ésta se sintió un tanto desconcertada, incapaz de rehuir su mirada.
Durante un momento siguió preguntándose qué quería venderle, Avon o Tupperware, cosméticos sin duda. Sí, ése era su aspecto, salvo que no llevaba ningún maletín de muestras.
– La verdad es que se me ha hecho un poco tarde y tengo que irme a la oficina. -Alex habló con amabilidad, tratando de ser cortés.
– Claro, claro, si no le es conveniente, lo comprenderé plenamente, pero pensé que debía venir en seguida por si quería tener noticias de su hijo.
De pronto Alex se dio cuenta de quién era.
– No -respondió-, se lo agradezco mucho, pero no quiero saber nada de mi hijo.
– Siento mucho lo ocurrido.
– Muchas gracias.
– Sandy estaba muy preocupada por él.
– ¿De veras? -replicó Alex, que se dio cuenta de que su tono se estaba volviendo beligerante.
– Si quiere que celebremos una sesión, lo haré con mucho gusto. No le cobraré nada. Sandy es una buena amiga.