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Las emociones lo inundaron. Saboreó el miedo, algo que no había conocido desde que era niño. ¿Qué estaba pasando? Manolito luchó por concentrarse sobre la extraña maraña de pensamientos que se agolpaban en su mente. Se esforzó en mantener a raya la basura, y en concentrarse en lo que sabía de su pasado. Se había colocado delante de una anciana humana poseída por un mago justo cuando ella empujaba un arma envenenada hacia Jacques y el hijo nonato de Shea. Sintió la conmoción cuando entró en su carne, la torsión y el desgarro que provocó la hoja serrada al cortar a través de sus órganos rasgándole el estómago. El fuego ardió en su interior, extendiéndose rápidamente mientras el veneno se abría paso por su sistema nervioso.

La sangre había corrido en ríos y la luz se había desvanecido rápidamente. Había oído voces llamándolo, canturreando, y había sentido a sus hermanos extendiéndose hacia él para tratar de retenerlo en este mundo. Recordaba eso muy claramente, el sonido de las voces de sus hermanos implorándole… no… exigiéndole que se quedara con ellos. Se había encontrado a sí mismo en un reino tenebroso, con las banshees gimiendo, las sombras fluctuando y estirándose. Esqueletos. Amenazadores dientes puntiagudos. Garras. Arañas y cucarachas. Víboras siseando. Los esqueletos acercándose cada vez más hasta que…

Cerró su mente a lo que le rodeaba, a todas las sendas mentales compartidas, para no dar oportunidad a nadie de alimentarse de sus propios miedos. Tenía que ser una alucinación provocada por el veneno que recubría la hoja del cuchillo. No importaba que hubiera logrado evitar que entrara en su cerebro… algo malicioso ya estaba presente.

El fuego le rodeó, las llamas crepitaron estirándose ávidamente hacia el cielo y extendiéndose hacia él como lenguas obscenas. Saliendo de la conflagración, emergieron mujeres, mujeres a las que había utilizado para alimentarse durante los siglos pasados, largamente muertas para el mundo ahora. Empezaron a agolparse a su alrededor, con los brazos estirados, las bocas abiertas ampliamente, mientras se inclinaban hacia él, mostrando sus atributos a través de vestidos ajustados que se adherían a sus cuerpos. Sonreían y le hacían señas, con los ojos abiertos de par en par, sangre corriendo por el costado de sus cuellos… tentándole… tentándole. El hambre ardió. Rabió. Creció hasta convertirse en un monstruo.

Mientras miraba, ellas le llamaban seductoramente, gimiendo y retorciéndose como en un éxtasis sexual, tocándose a sí mismas sugerentemente con las manos.

– Tómame, Manolito -gritó una.

– Soy tuya -llamó otra y se movió hacia él.

El hambre le obligó a ponerse en pie. Casi podía degustar la rica y caliente sangre; estaba desesperado por recobrar el equilibrio. Estaba necesitado y ellas proveerían. Les sonrió, la lenta y seductora sonrisa que siempre presagiaba la captura de una presa.

Cuando dio un paso adelante se tambaleó, los nudos de su estómago se endurecieron hasta formar dolorosos terrones. Se sostuvo con una mano en la tierra antes de caer. El suelo se movió y pudo ver los rostros de las mujeres entre el polvo y las hojas podridas. La tierra, negra y rica, cambió hasta que quedó rodeado de caras, cuyos ojos le miraban acusadoramente.

– Nos mataste. Nos mataste. -La acusación fue suave, pero poderosa, la boca muy abierta como con horror.

– Tomaste mi amor, todo lo que tenía para ofrecer, y luego me dejaste -gritó otra.

– Me debes tu alma -demandó una tercera.

Él se echó atrás con un leve siseo de negación.

– Nunca os toqué, a no ser para alimentarme -Pero les había hecho creer que lo había hecho. Él y sus hermanos permitían que las mujeres pensaran que habían sido seducidas, pero nunca habían traicionado a sus compañeras. Nunca. Esa había sido una de sus reglas más sagradas. Nunca había tocado a una inocente de otra forma que no fuera para alimentarse. Las mujeres a las que había utilizado para alimentarse, todas habían sido fáciles de leer, codiciaban su apellido y el poder que ostentaba. Las había cautivado con cuidado, alentado sus fantasías, pero nunca las había tocado físicamente salvo lo necesario para alimentarse.

Cuando los lamentos se hicieron más fuertes y sacudió la cabeza, los fantasmales espectros se volvían más insistentes, sus ojos se entrecerraban decididos. Enderezó los hombros y enfrentó a las mujeres categóricamente.

– Vivo de la sangre y tomé lo que se me ofreció. No maté. No fingí amaros. No tengo nada de qué avergonzarme. Marchaos y llevaros vuestras acusaciones. No traicioné mi honor, ni a mi familia, ni a mi raza, ni a mi compañera.

Tenía muchos pecados por los que responder, muchos actos oscuros que manchaban su alma, pero este no. No de este, del que estas mujeres sensuales y de bocas codiciosas le acusaban. Les gruñó, levantó la cabeza con orgullo y enfrentó directamente sus fríos ojos. Su honor estaba intacto. Se podrían decir muchas cosas de él. Podrían juzgarlo por otras mil cosas distintas y encontrarle culpa, pero nunca había tocado a una inocente. Nunca había permitido que una mujer pensara que tal vez podría enamorarse de ella. Había esperado fielmente a su compañera, aún sabiendo que las posibilidades de encontrarla alguna vez eran muy pequeñas. No había habido ninguna otra mujer a pesar de lo que pensaba todo el mundo. Y no la habría nunca. Sin importar sus otras faltas, no traicionaría a su mujer. Ni de palabra, ni de hecho, y ni siquiera con el pensamiento.

A pesar de que dudaba que ella fuera a nacer alguna vez.

– Alejaos de mí. Vinisteis a mí deseando poder y dinero. No había amor por vuestra parte, ningún interés real en nada que no fuera conseguir lo que deseabais. Os dejé recuerdos, falsos sin embargo, a cambio de vida. No sufristeis ningún mal; de hecho estabais bajo mi protección. No os debo nada, y menos que nada mi alma. Tampoco permitiré que me juzguen criaturas como vosotras.

Las mujeres chillaron, las sombras se alargaron, proyectando oscuras bandas a través de sus cuerpos como tiras de cadenas. Los brazos se estiraron hacia él con garras creciendo de sus uñas y humo arremolinándose alrededor de sus retorcidas formas.

Manolito sacudió la cabeza, firme en su negación de la maldad. Era Cárpato y necesitaba sangre para sobrevivir… era así de sencillo. Había seguido los dictados de su príncipe y había protegido a otras especies. Aunque si bien era cierto que había matado, y a menudo se sentía superior por sus habilidades y su inteligencia, había guardado viva, en ese lugar que era para su compañera, la última chispa de humanidad por si acaso.

No sería juzgado por estas mujeres con sus sonrisas astutas y cuerpos maduros, ofrecidos sólo para capturar a un macho saludable, no por amor, sino por avaricia… aunque la pena tiraba de sus emociones. Cruel, abrumadora pena que llegaba hasta él y se colaba en su alma, haciendo que se sintiera cansado y perdido, y deseando el dulce olvido de la tierra.

A su alrededor, el gemido se hacía más fuerte, pero las sombras empezaban a disolver las formas y colores de las caras. Varias mujeres se quitaron la ropa y le murmuraron invitaciones. Manolito les frunció el ceño.

– No tengo necesidad ni deseo de vuestros encantos.

Siente. Siente. Tócame y sentirás otra vez. Mi piel es suave, te llevará todo el camino hasta el cielo. Sólo tienes que darme tu cuerpo una vez y yo te daré la sangre que anhelas.

Las sombras le rodearon y salieron mujeres de las vides y la hojas, estallando a través de la misma tierra y estirándose hacia él, sonriendo seductoramente. Sintió… repulsión y mostró los dientes sacudiendo la cabeza.