Estaba segura de que él le estaba leyendo la mente con facilidad y podía sentir la superioridad y diversión masculina, que le recordaba por qué no le interesaban lo más mínimo los hombres, Y ya que no tenía la menor capacidad telepática o psíquica, le respondió en voz alta, presionando los labios contra su garganta.
– Nunca. Ni una vez. Me gustan mis pies firmemente en tierra. -Pero su piel olía tan bien. Era difícil no olisquear e introducirle en sus pulmones. Manolito los posó en un área relativamente protegida, lo que agradeció porque comenzó a llover inmediatamente. No una llovizna suave, o siquiera una constante, sino un aguacero fuerte y duro, como si los cielos se hubiesen abierto sin más para descargar un océano en ellos.
MaryAnn se alejó de él en el momento en que sus pies comenzaron a funcionar. El estómago todavía se le revolvía y sacudía, y juraría que la nariz se le arrugó deseando otro buen olisqueo, pero se refrenó y le dirigió un largo ceño. El problema era que él la estaba mirando. No sólo mirando. Mirándola fijamente. El corazón le dio un largo vuelco y su estómago hizo esa cosa de las mariposas, pero con muchas más alas. Y su útero se tensó y sus pezones…
Se apretó la chaqueta con un tirón y convocó una mirada a juego con su ceño. ¿Quién tenía ese aspecto? Honestamente. Los hombres no se quedaban de verdad ahí con un aspecto tan magnífico y ardiente en medio de la selva. No sólo ardiente. Echando humo. Era la cosa más sexy en la que nunca hubiera posado los ojos, y la estaba mirando como si pudiera devorarla de un absolutamente delicioso mordisco. Sus ojos ardía con una sensualidad oscura, haciéndola olvidar del todo sanguijuelas y hormigas, y haciéndola totalmente consciente de ser mujer. No se había sentido así desde hacia mucho… si es que se había sentido así alguna vez… eso la hizo ruborizarse.
– Así que, -dijo Manolito, sus ojos negros ardían con tan puro pecado que casi se derritió-. Por fin has venido.
Oh Dios. Su estómago dio otro salto junto con su corazón, y saboreó el sexo en su boca. Él lo supuraba.
– He venido a rescatarte. -Barbotó las palabras antes de pensarlo. No podría pensar con claridad con él mirándola fijamente y su cerebro cortocircuitado, por muy real, por muy estúpida que hubiera sido la observación, no era ni la mitad de mala bajo las presentes circunstancias.
Él sonrió, una sonrisa lenta, y sensual que chisporroteó, erizó, y apretó las espirales de su cabello ya rizado. Quizás fuera el arma secreta de los cárpatos contra las mujeres, porque estaba funcionando con ella. Este hombre era una amenaza. De verdad. Tenía que controlarse. Apretó los dedos.
– Considérate salvado y salgamos de aquí. -Porque el deseo de saltar sobre él era probablemente un efecto por estar en la selva tropical, todo bochorno y sudor. Había leído muchos libros de Tarzán en su juventud. Probablemente estaba programada para el sexo en la jungla, y cuanto antes saliera de allí, más rápidamente volvería a la normalidad.
Curvó un dedo hacia ella.
– Ven aquí.
Se le quedó la boca seca.
– Estoy perfectamente bien aquí, gracias.
Con sus botas favoritas hundiéndose en el barro. No podría haberse movido ni de haber querido. Su corazón palpitaba y el miedo entró silenciosamente, no miedo de él, sino de sí misma. Por sí misma.
Su mirada la recorrió, y notó una posesión oscura brillando en las negras profundidades. No amor. Posesión. Propiedad. Cruda sensualidad. Su cuerpo respondió, pero el cerebro gritó una advertencia. No estaba tratando con un hombre humano que vivía bajo las reglas de la sociedad. Estaba sola con un cárpato que creía tener todo derecho sobre ella. Que podía controlar su mente y persuadirla a hacer lo que él quisiera. Este hombre exigiría sumisión y entrega absoluta de su pareja. Y ella no era una mujer ni sumisa ni entregada. ¿Cómo demonios se había metido en semejante apuro?
– He dicho que vengas aquí conmigo. -No alzó la voz, ni siquiera la endureció; en vez de eso bajó el tono de la orden haciendo que su voz pareciera el roce aterciopelado de una lengua deslizándose sobre su piel. Sus ojos negros la compelían a obedecer.
Se acercó un paso antes de que poder contenerse, unos fuertes brazos la rodearon, aplastando su cuerpo contra el de él. Encajaba como un guante. Él era duro y musculoso, y ella era toda curvas suaves, consciente de cada una de ellas. Él susurró algo en su propio idioma, algo suave y absolutamente sensual. Te avio päläfertülam. Repitió las palabras mientras su lengua se arremolinaba sobre el pulso que le latía frenéticamente en el cuello.
– Eres mi compañera.
No podía ser verdad porque sabía que no era psíquica, pero ahora mismo, en ese preciso momento, deseó que fuera verdad. Quería sentir la sensación de pertenecer a este hombre. Nunca había tenido una reacción física semejante a otro ser humano en su vida. Entolam kuulua, avio päläfertülam. Los labios susurraban sobre su pulso, los dientes pellizcaban gentilmente mientras la lengua frotaba otra caricia. Pensó que el cuerpo le ardería en llamas.
– Te reclamo como mi compañera.
Alzó la cabeza, abrió la boca para protestar, pero la de él la tomó, quitándole el aliento, intercambiándolo por el suyo. Las piernas se le volvieron de goma y se ancló rodeándole los muslos con una pierna mientras enredaba la lengua con la de él en una danza larga, lenta por el puro placer erótico. La sensación estalló a través de ella haciendo que la sangre palpitara en su corazón y le tronara en los oídos. Casi se perdió las palabras suaves que rozaron las paredes de su mente y quedaron encajadas allí.
Ted kuuluak, kacad, kojed. Elidamet andam. Pesamet andam. Uskolfertülamet andam. Sivamet andam. Sielamt andam. Ainamet andam. Sivamet kuuluak kaik etta a ted.
– Te pertenezco. Te ofrezco mi vida. Te doy mi protección. Mi lealtad. Mi corazón. Mi alma. Mi cuerpo. Tomo en mí los tuyos para protegerlos.
Y el beso se profundizó, y ella cayó, quemándose, acurrucándose dentro de Manolito de la Cruz. Sintió como su corazón y alma se extendían hacia los de él. Combinados. Los senos le dolían y se habían hinchado. Sintió la impaciente humedad en su más profundo centro femenino, y la mente se le nubló aun más con la ardiente pasión que iba en aumento.
Cierta parte pequeña y cuerda de ella intentó salvarla, una pequeña porción no afectada de su cerebro que ondeó una bandera roja, pero esa boca no se parecía a nada que hubiera experimentado nunca y quería más, el sabor era adictivo. Una mano se deslizó dentro de su chaqueta, empujando hacia arriba el ruedo de la camisa y se cerró sobre su pecho, haciendo que jadeara y atrajera la cabeza hacia ella. Deseando. No, necesitando.
Los labios bajaron por la garganta mientras una mano se aposentaba en el cabello, aferrando la gruesa trenza en el puño, anclándola a él mientras exploraba la satinada piel. Encontró la elevación de su pecho, la señal que había dejado ahí marcándola como suya.
Ainaak olenszal sivambin.
– Tu vida será apreciada siempre.
Las palabras vibraron a través de ella, haciendo que se presionara más contra él, empujando contra su muslo, aliviando el terrible vacío, deseando llenarlo con él.
Gritó cuando su boca se le posó sobre el pecho, atrayendo el sensible pezón a su boca a través del encaje dorado del sujetador. Succionó con fuerza, su lengua lamía, sus dientes raspaban. Todo mientras oía su voz murmurándole en la cabeza.
Te elidet ainaak pide minan.
– Tu vida estará por encima de todo siempre.