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Su lengua danzaba y bañaba. Alzó la cabeza, su mirada contenía una hipnótica posesión oscura.

– Y tú placer. -Una vez más capturó su boca, robándole el aliento, la voluntad, encendiendo un fuego en las venas.

Su boca la quemó con un rastro de llamas de la garganta al pecho, sus dientes juguetearon y pellizcaron con pequeños y minúsculos mordiscos, cada uno provocando una oleada de ardiente y acogedor líquido que chisporroteó por su canal femenino. Se desmayaba de deseo. Casi lloriqueo cuando su boca encontró el otro pecho, tirando con fuerza, hasta que ya no pudo pensar con claridad. Se arqueó hacia él, enredando la piernas a su alrededor, alineando sus cuerpos de forma que pudiera presionarse firmemente contra él.

Te avio päläfertülam. Ainaak sivamet jutta oleny. Ainaak terad vigyazak.

– Eres mi compañera. Unida a mi por toda la eternidad y siempre a mi cuidado.

Levantó la cabeza y una vez más encontró el punto donde la había marcado. Sus dientes se hundieron profundamente. El fuego ardió, el dolor relampagueó a través de ella como una tormenta, después el placer fue tan dulce, tan erótico, que se movió con agitado abandono contra él, acunándole la cabeza, sujetándole contra ella mientras el largo cabello renegrido se le derramaba sobre los brazos y ella enterraba la cara en sus sedosas hebras. Sentía deslizarse más y más lejos a la mujer que conocía, hacia el interior de otro reino completamente distinto.

Él murmuró algo más en su idioma, con una voz tan sensual, que echó a un lado la pequeña advertencia que le surgió en la cabeza y mantuvo la cara enterrada en la seda de su cabello porque nada en la vida la había hecho sentirse tan bien. Le pertenecía. Había encontrado lo que siempre había buscado. Satisfecha con su vida, siempre había asumido que envejecería y moriría con la comodidad que había alcanzado, pero ahora esto era un regalo. Pasión. Excitación. La sensación de pertenecer a alguien. Era todo suyo.

No había nada tímido en MaryAnn. Había escogido abstenerse del sexo simplemente porque no quería compartir su cuerpo con un hombre en quien no confiara, ni amara, un hombre con el que no iba a pasar el resto de su vida, pero en este momento, supo que Manolito de la Cruz era su otra mitad. Lo compartiría todo con él, estaba impaciente por hacerlo.

Su lengua le recorría el pecho, haciéndola temblar de deseo, su voz susurraba de nuevo, y sucedió algo de lo más extraño. Se encontró a sí misma de pie a un lado observando como pasaba las manos bajo la camisa de Manolito y se la levantaba por el pecho, revelando los músculos definidos que fluían bajo la piel y los desgarros en su vientre donde el jaguar le había arañado. Su mano se deslizó sobre las terribles marcas de garras, cubriéndolas con la palma, insuflándoles calor. Se vio a sí misma presionarle el vientre y pecho en un punto justo debajo del corazón.

Su lengua encontró el pulso que estaba buscando, ese latido firme y fuerte. Su cuerpo se tensó de expectación, latiendo y llorando de deseo. La mano se deslizó sobre el punto, y miró fijamente la uña, la que se había roto antes. Esta se alargó hasta formar una garra afilada. Para su sorpresa, le abrió la piel y presionó voluntariamente la boca contra su pecho. Él gimió y echó la cabeza hacia atrás, éxtasis mezclado con pasión. Alzó la mano para sujetarla, urgiéndola a tomar más. Y lo hizo. No parecía haber ni repulsión ni duda. Su cuerpo se contoneaba contra el de él, un sensual deslizamiento de curvas, una invitación a mucho, mucho más.

Y él la aceptó, sus manos fueron rudas, íntimas, posesivas. Dio un tirón a sus ropas, deseando piel desnuda contra la suya. Cuando ella frotó su cuerpo a lo largo del bulto grueso y duro que estiraba sus vaqueros, se estremeció y murmuró su aprobación; le acunó el trasero y medio la levantó para alinear sus cuerpos de modo que quedara presionado contra su punto más íntimo.

Como si supiera exactamente qué hacer, cuanto podría aceptar del ardiente y adictivo intercambio, MaryAnn pasó la lengua sobre la herida y alzó la cabeza para mirar en el interior los hipnotizadores ojos. Se la veía diferente, los ojos oscuros y excitados, los labios curvados y voluptuosos, tan sexy que no podría creer que fuera ella, tan dispuesta a hacer cualquier cosa y todo lo que Manolito le pidiera. Deseaba complacerle, darle placer, y que él hiciera lo mismo por ella.

Él le sonrió y su corazón se volvió loco, reaccionando tan poderosamente como su cuerpo.

Päläfertül.

– Esposa. -La besó en la punta de la nariz, la comisura de la boca, revoloteando allí, a un aliento de distancia, mirándola a los ojos. Dime tu nombre para que tu Koje, tu esposo, pueda dirigirse a ti.

MaryAnn jadeó cuando las palabras calaron. No habría podido hacerlo peor si le hubiera tirado un cubo de agua fría. Parpadeó y sacudió la cabeza, intentando aclarar las ideas. ¿Qué demonios estaba haciendo enroscada alrededor de un hombre del que ni siquiera sabía su nombre, pero que afirmaba ser su marido? ¿Y qué demonios le había pasado para dejarse hipnotizar hasta el punto de hacer cosas que iban totalmente contra sus creencias? Manolito la hacía débil. Había tomado control total de ella, y simplemente se había dejado llevar como si él pudiera controlar su vida con sexo.

La furia estalló a través de ella, una furia que sólo había sentido una vez antes, cuando un hombre había irrumpido en su hogar y amenazado con matarla. La había arrastrado fuera de la cama, golpeándola viciosamente antes de que pudiera defenderse, tirándola al suelo y pateándola. Se había inclinado y la había apuñalado con un cuchillo, y cuando la hoja había entrado en la carne, algo salvaje, feo y fuera de control había alzado la cabeza y rabiado. Había sentido como los músculos se le tensaban y anudaban, y una fuerza se había vertido en ella. En este momento Destiny había llegado, y había matado al hombre, salvando la vida de MaryAnn y tal vez su alma. Porque fuera lo que fuera lo que había en su interior la había asustado más que su atacante.

MaryAnn era una mujer que aborrecía absolutamente la violencia y nunca podría perdonarla, aunque ahora sentía un indescriptible deseo de dar una bofetada tan fuerte como pudiera a esa cara atractiva. En lugar de eso se alejó de un salto, al mismo tiempo que gritaba en su mente. Puso cada gramo de miedo y odio hacia sí misma y a sus propias acciones en el grito porque nadie podría oírla, y nadie conocía el terror con el que vivía, intentando mantener dormida a la bestia que moraba profundamente en su interior.

Aléjate de mí. Por un terrible momento no supo si le estaba chillando a Manolito o a lo que vivía dentro de ella.

Manolito se tambaleó, tropezando con el amplio tronco de un árbol y poniéndose en pie sorprendido y sobresaltado. Nunca nadie le había dado antes una bofetada psíquica, pero eso era lo que le había hecho su compañera. Y no cualquier bofetada, sino una lo suficientemente fuerte como para derribarle. Nadie se había atrevido a tratarle de esa manera en todos los siglos de su existencia.

Una cólera oscura se arrastró a través de su vientre. Ella no tenía ningún derecho de negársele… o desafiarle. Tenía derecho al solaz de su cuerpo siempre que lo deseara. Era suya. Su cuerpo era suyo. La sangre palpitaba y corría a través de sus venas. Su polla estaba a punto de estallar. Había esperado fielmente cientos de años… más incluso… a esta mujer y ahora ella renegaba de él.

– Podría hacer que te arrastras hasta mí y suplicaras perdón por esto -exclamó, los ojos negros ardían con un humo oscuro que lo decía todo. Podía sentir la atracción hacia ella, tan fuerte que no podía evitar el frenesí en el que su polla había entrado. Duro, ardiente y loco de deseo… la sensación era peor, mucho peor que cualquier hambre por alimento. Se emborrachó con su imagen, abrumado por su belleza. Su piel era tan suave a la vista que le dolían los dedos de la necesidad de recorrerla, de deslizar su cuerpo sobre el de ella. Era todo curvas llenas y lujuriosas y una boca que no podía dejar de mirar fijamente, pecaminosa, maliciosa y tan tentadora que el cuerpo se le endureció con un largo y doloroso tirón. Imaginó sus dedos en él, su boca, su cuerpo rodeándole, firme y ardiente matándole de placer.