– Nunca la traicionaría -dijo en voz alta-. Preferiría morir de hambre lentamente -dijo con un gruñido bajo, un gruñido de advertencia que retumbó en su garganta.
– La muerte requerirá siglos-Las voces ya no eran seductoras, sino más desesperadas y gimoteantes, más frenéticas que acusadoras.
– Que así sea. No la traicionaré.
– Ya la has traicionado-chilló una-. Le robaste un trozo de su alma. La robaste y no puedes devolverla.
Buscó en su memoria fraccionada. Por un momento olió una brizna de perfume, un olor a algo limpio y fresco en medio de la decadente putrefacción que le rodeaba. El sabor de ella en su boca. Su corazón latió fuerte y firme. Todo en él se asentó. Ella era real.
Inhaló, exhaló, expulsando las sombras que le rodeaban, aunque más pena se vertió sobre él.
– Si he cometido tal crimen contra ella, entonces haré lo que ella desee-¿Había cometido un pecado tan grave que ella le había abandonado? ¿Era esa la razón de la pena poco familiar que convertía su corazón en una piedra tan pesada?.
A su alrededor las caras se disolvieron lentamente mientras las formas se enturbiaban aún más, hasta que sólo fueron sombras aullantes y la sensación de náusea en el fondo de su estómago se alivió, aunque su hambre creció más allá del anhelo.
Tenía una compañera. Se aferró a esa verdad. Hermosa. Perfecta. Una mujer nacida para ser su compañera. Nacida para él. Suya. Los instintos depredadores se alzaron dura y rápidamente. Un gruñido retumbó en su pecho y la siempre presente hambre rastrilló más profundamente sus entrañas, arañando y mordiendo con implacable demanda. Había vivido sin colores durante centenares de años, un largo tiempo sin emociones que se había estirado sin fin, hasta que el demonio se había alzado y ya no había tenido suficiente fuerza o deseo de luchar contra el. Había estado tan cerca. La muerte había corrido a su lado, y el alimentarse se había vuelto difícil. Cada vez que hundía sus dientes en carne viva, y sentía y oía el flujo y reflujo de vida en las venas, se había preguntado si sería ése el momento en que su alma se perdería.
Manolito se estremeció cuando las voces de su cabeza subieron una vez más de volumen, ahogando los sonidos de la jungla. Pequeños destellos de dolor crecieron tras sus ojos, quemando y quemando hasta que sintió que sus ojos hervían. ¿Era eso el color? Ella, su compañera, había restaurado los colores para él. ¿Dónde estaba? ¿Le había abandonado? Las preguntas entraron en tropel, rápidas y con fuerza, mezclándose con las voces hasta que deseó golpearse la cabeza contra el tronco de árbol más cercano. El interior de su mente parecía arder, al igual que cada órgano de su cuerpo.
¿Sangre de vampiro? Quemaba como ácido. Lo sabía porque había cazado y había matado a centenares de ellos. Algunos habían sido amigos en sus años de juventud, y los podía oír ahora, chillando en su cabeza. Encadenados. Quemados. Comidos por la interminable desesperación. El corazón casi reventaba en su pecho y se dejó caer en la fértil tierra donde había yacido, intentando distinguir qué era real y qué alucinación. Cuando cerraba los ojos se encontró en un agujero, las sombras le rodeaban y unos ojos rojos le miraban con avidez.
Quizás toda era una ilusión. Todo. Donde estaba. Los colores vívidos. Las sombras. Quizás su deseo de una compañera era tan fuerte que había creado una en su mente. O peor, un vampiro había creado una para él.
Manolito. Te has alzado pronto. Debías haber permanecido en la tierra unas pocas semanas más. Gregori dijo que nos aseguráramos que no te alzabas demasiado pronto.
Los ojos de Manolito se abrieron de repente y miró cautelosamente a su alrededor. La voz tenía el mismo timbre que la de su hermano más joven, Riordan, pero estaba distorsionada y lenta, cada palabra se alargaba de modo que la voz, en vez de resonar con familiaridad, parecía demoníaca. Manolito sacudió la cabeza y trató de levantarse. Su cuerpo, normalmente elegante y poderoso, se sentía torpe y extraño mientras caía otra vez sobre sus rodillas, demasiado débil para levantarse. Su estómago se anudó y se revolvió. El ardor se extendió por su sistema.
Riordan. No sé qué me está pasando. Utilizó el sendero mental que sólo usaban su hermano más joven y él. Tuvo cuidado de evitar que su energía se derramara por ese sendero. Si esto era una elaborada trampa, no atraería a Riordan a ella. Quería a su hermano demasiado para eso.
La idea hizo que su corazón se detuviera.
Amor.
Sentía amor por sus hermanos. Irrefrenable. Real. Tan intenso que le dejó sin aliento, como si la emoción se hubiera estado acumulando a través de los largos siglos, ganando fuerza tras una sólida barrera donde no podía acceder a ella. Había sólo una persona en el mundo que podría haber restaurado las emociones para él. Aquella a la que había estado esperando durante siglos.
Su compañera.
Se presionó la mano firmemente contra el pecho. No cabía ninguna duda de que era real. La capacidad de ver colores, de sentir emociones: todos los sentidos que había perdido en los primeros doscientos años de su vida habían sido restaurados. A causa de ella.
¿Entonces por qué no podía recordar a la mujer más importante de su vida? ¿Por qué no podía visualizarla? ¿Y por qué estaban separados? ¿Dónde estaba ella?
Debes volver a la tierra, Manolito. No puedes alzarte. Has viajado muy lejos desde el árbol de las almas. Tu viaje no se ha completado. Debes darte más tiempo.
Manolito se retiró inmediatamente ante el tacto de su hermano. Era el sendero correcto. La voz sería la misma si no se oyera en cámara lenta. Pero las palabras… la explicación estaba del todo mal. Tenía que estarlo. No podías ir hasta el árbol de las almas a menos que estuvieras muerto. Él no estaba muerto. Su corazón martilleaba ruidosamente… demasiado ruidosamente. El dolor de su cuerpo era real. Había sido envenenado. Sabía que el veneno ardía todavía a través de su sistema. ¿Y cómo podía ser si había sido sanado apropiadamente? Gregori era el sanador más grande que los Cárpatos habían tenido nunca. No habría permitido que el veneno permaneciera en el cuerpo de Manolito, sin importar el riesgo para sí mismo.
Manolito se arrancó la camisa del cuerpo y bajó la mirada hacia las cicatrices de su pecho. Los Cárpatos raramente lucían cicatrices. La herida estaba sobre su corazón, una cicatriz mellada y fea que lo decía todo. Un golpe mortal.
¿Podría ser verdad? ¿Había muerto y le habían traído de vuelta al mundo de los vivos? Nunca había oído hablar de una proeza semejante. Corrían rumores por supuesto, pero no sabía que fuera posible. ¿Y su compañera? Debería haber viajado con él. El pánico afiló su confusión. La pena le presionó con fuerza.
Manolito.
La voz de Riordan era exigente en su cabeza, pero estaba todavía distorsionada y lenta. Manolito levantó la cabeza de un tirón, su cuerpo temblaba. Las sombras se movieron otra vez, deslizándose a través de árboles y arbustos. Cada músculo de su cuerpo se tensó y anudó. ¿Y ahora qué? Ésta vez sintió el peligro cuando las formas comenzaron a perfilarse en un anillo a su alrededor. Docenas de ellos, cientos, miles incluso, no había ninguna posibilidad escapar. Ojos rojos ardiendo con odio y maliciosa intención. Oscilaban como si sus cuerpos fueran demasiado transparentes y finos para resistir la leve brisa que azotaba las hojas de la canopia sobre de ellos. Vampiros cada uno de ellos.
Los reconoció. Algunos eran relativamente jóvenes para los estándares Cárpatos, y algunos muy viejos. Algunos eran amigos de la niñez y otros maestros o mentores. Había matado a cada uno de ellos sin compasión o remordimiento. Lo había hecho rápida y brutalmente y de cualquier manera que pudo.