Manolito la adelantó para abrir los sólidos batientes de la puerta y le hizo un gesto para que entrara.
– Por favor entra en mi casa.
MaryAnn tomó un profundo aliento y dio un paso atrás, negando con la cabeza. Nadie, pero nadie, vivía así. Permaneció en medio de la enorme puerta doble, mirando fijamente el brillante mármol del recibidor. Había olvidado como era la casa, o tal vez no lo había notado al llegar la primera vez porque había estado demasiado afligida. Situado en medio de ninguna parte, parecía un palacio de tiempos pasados.
– No pondré un pie sobre este suelo -dijo, alejándose de la puerta. Y tenía buenos zapatos, además, zapatos adecuados para andar por un suelo así. Magníficos zapatos. -Bueno, los usaría. Sus hermosas botas estaban arruinadas y fangosas, el tacón izquierdo flojo y tambaleante. No iba a arriesgarse a rayar el brillante suelo de mármol que se extendía durante millas. Su casa entera de Seattle podría caber en el recibidor.
Tras ella, Manolito presionó una mano en su cintura y le dio un pequeño empujón hacia adelante.
– Entra.
Vale, lo de empujar no funcionaba con ella mucho más que su inclinación a emitir órdenes. Además de subrayar el hecho de que era el mayor imbécil sobre la faz del planeta, cada vez que sus dedos la rozaban, cada nervio de su sistema simplemente se tensaba. Su cuerpo se negaba a escuchar a su cerebro que gritaba la alerta "macho idiota".
Incluso aunque no pudiera detener el temblor de excitación y el lento ardor que se extendía por sus venas como una droga cada vez que la tocaba, él no se iba a escaquear dando órdenes a su alrededor como obviamente pensaba que podría.
– Sé que no acabas de empujarme -dijo bruscamente, sacudiendo su larga y gruesa trenza, mientras lo miraba airadamente sobre el hombro.
Fue un error mirarte. Su mirada fija ardía sobre ella… en ella. Nadie tenía unos ojos así o una boca tan pecaminosamente sensual… o una casa como ésta. Ella no vivía en la opulencia y la decadencia. No estaba impresionada ni cómoda con ello. Y ciertamente no lo estaba con los hombres ardientes y arrogantes que daban órdenes con tanta naturalidad como otra gente respira.
– Fue una gentil ayuda para que pasaras a mi casa, ya que parecías tener problemas para entrar.
La voz se deslizó bajo su piel y llenó cada hueco vacío dentro de ella. El profundo y áspero tono la envolvió en terciopelo y pareció acariciarla. La tentó con el oscuro atractivo del puro sexo.
– No voy a entrar ahí. Debes tener otra casa. Una más pequeña. Algo más. -Porque pensaba abandonarla… otra vez. La había dejado ardiente y preocupada, le había dado órdenes, se había comportado como un idiota, la había traído a este… este… palacio e iba a dejarla tirada. Podía leerlo en su cara. Que se jodiera. No entraría. Quedarse sola en medio de la selva en una isla, palacio o no palacio, no era algo que fuera a pasar otra vez.
Retrocedió empujando contra la mano de Manolito. Tal vez si encontraba a Luiz otra vez, él podría ayudarla a localizar la pista de aterrizaje y podría engatusar al piloto para que la devolviera a la civilización. A condición de que hubiera un piloto. Y un avión. Aún no sabía como, pero Luiz podría.
Un parpadeo de furia floreció en los negros ojos de Manolito, y la agarró y se la lanzó sobre el hombro, entrando de una zancada al frescor de la casa, más allá de la entrada y las amplias escaleras dobles y hacia una enorme habitación de mármol y cristal.
La conmoción la sumió en el silencio, y después pura cólera corrió por sus venas. MaryAnn, que nunca recurría a la violencia, que no creía en la violencia, que en realidad abogaba contra la violencia, deseó golpear a este hombre hasta reducirlo a una mancha sanguinolienta en el suelo.
Era absolutamente humillante ser transportada sobre su hombro, con los brazos y piernas colgando como espaguetsi. Golpeó su amplia espalda sólo para enfurecerse más cuando él ni siquiera se sobresaltó.
– Bájame, ahora mismo -siseó, aferrándo la espalda de su camisa-. Lo digo en serio, Manolito. Si alguien me ve así, me voy a enfadar mucho-. El idea era completamente mortificante.
– No hay nadie en la casa -le aseguró él, disgustado por la angustia de su voz. La furia era una cosa, pero no la angustia-. Riordan y Juliette deben estar con su hermana y su prima en la selva. Y ya que me lo pides tan amablemente. -Manolito la depositó en el suelo y se apartó con un suave y fluido movimiento por si acaso ella le golpeaba.
MaryAnn se enderezó la chaqueta y la blusa con gran dignidad.
– ¿Esta demostración de machismo era realmente necesaria? -dijo destilando sarcasmo. Si no podía golpearlo como merecía, podía derribarlo con palabras. Era muy buena en el cruce de espadas verbales.
Manolito la miró de abajo arriba hasta su cara furiosa. Era tan dolorosamente hermosa con su perfecta piel color café, tan suave que se encontraba acariciándola siempre que tenía posibilidad. Suya. Saboreó la palabra. La dejó profundizar en su mente. Le pertenecía. Había sido hecha para él. Era solo suya, y la tendría para siempre.
Ella le había devuelto el color y las emociones después de cientos de años. Y no tenía ni idea de lo que representaba para él. Estaba allí de pie frente a él, una pequeña fiera de mujer con sus brillantes rizos negros y sus ojos color chocolate, inocentes y vulnerables. El deseo avanzó lentamente por su cuerpo con garras salvajes, despiadadas y peligrosas, pero algo más se arrastraba hasta su corazón. Algo suave y apacible, cuando hacía mucho tiempo que había olvidado la ternura.
– Me pareció un modo expeditivo de salir del sol del amanecer.
– ¿Seguro que tu madre no te enseñó nada sobre modales, verdad? -Intentó mantener su enfado, pero era casi imposible cuando él la miraba de eso modo tan extraño… como si ella fuera… todo. Y el miedo estaba empezando a invadirla, la necesidad de gritar, porque podía sentir la resolución de marchar en su mente, de acudir a la tierra. No podía ir con él, y eso quería decir que se quedaría sola.
Él dio un paso hacia ella, obviamente leyendo su aflicción.
MaryAnn levantó una mano para detenerlo, porque si la tocaba, no sabía como reaccionaría. Nunca, nunca había considerado entregar su cuerpo a un hombre y permitirle hacer lo que quisiera con él, pero Manolito podía hacer fácilmente que lo deseara. Podía hacerla desear cosas que nunca había soñado, y eso la asustaba casi tanto como la idea de quedarse allí sola.
– Mira mis botas -dijo, para evitar llorar, y se derrumbó en la silla para quitárselas-.Me encantaban estas botas. Siempre han sido mis favoritas.
Él se arrodilló delante de ella, con cuidado apartó sus manos para quitarle las botas él mismo. Ella miró su cabeza, su cabello sedoso y negro como la medianoche cayendo en desorden alrededor de su cara hasta los hombros. No pudo evitar tocarlo cuando los dedos se deslizaron por su pantorrilla y enviaron temblores de conciencia por su pierna.
Sólo la ayudaba a quitarse las botas, pero de algún modo el pequeño gesto pareció sexual. Intentó apartar el pie, pero él rodeó su tobillo con fuertes dedos y la retuvo.
– No, MaryAnn. No tengo más elección que acudir a la tierra. No quiero dejarte sola. Es la última cosa que deseo. Si sigues estando tan afligida, no me dejarás más opción que convertirte ahora y llevarte conmigo.
Alzó la cabeza, su oscura mirada se encontró con la de ella.
El corazón de MaryAnn saltó cuando él se tocó los labios con la lengua y dirigió la mirada hacia su boca.
– Ni siquiera pienses en ello. -Porque ella pensaba en ello, y sencillamente la asustaba a muerte.