– Ayudaste a salvarles la vida -dijo, atrayéndola suavemente bajo su hombro-. Solange descansa y Juliette está con su hermana -respiró, llevando su olor profundamente a los pulmones-. Te necesito -su voz resultó áspera por el hambre. Sus ojos negros ardían cargados de lujuria.
Asintió con la cabeza, el corazón le palpitaba con fuerza. Su pulso parecía martillar a través de todo su cuerpo, golpeando los músculos y tensando sus pezones, haciéndola sentir dolorida. Su boca se secó y se tocó los labios con la lengua, jadeando cuando la mirada masculina siguió atentamente la acción.
– No estoy segura que sea seguro.
– Ningún daño te sobrevendrá -prometió él. La yema del pulgar trazó el sendero que su lengua había seguido, delineando sus labios con una caricia de calor-. No mientras estés conmigo.
– Tú… -Apenas podía respirar, permitir que salieran las palabras-. Tú no eres seguro. Tengo esta loca reacción hacia ti. -Era mejor ser honesta y dejar que lo supiera-. El caso es que establecí reglas para mí hace mucho tiempo.
– ¿Reglas? -Sus cejas se arquearon interrogativamente, pero su mirada estaba todavía posada en la boca.
– Para mí. Para los hombres. Simplemente no me acuesto con ninguno. -Esto no estaba saliendo bien porque honestamente no podía pensar con él mirándola así.
– Agradezco tus reglas.
Había una débil curva en su boca que sólo le añadía encanto. ¿Cómo podía explicar que se sentía cómo si su dignidad y años de contención estuvieran a punto de salir volando por la ventana? Si se quedaba a solas con él, iba a hacer todo lo posible por seducirle, o simplemente rogarle que la empujara contra la pared más cercana y la tomara.
Nunca había deseado una relación con un hombre que fuera cómoda. Había querido una pasión que lo consumiera todo o nada en absoluto. Se había resignado a nada de nada. Había fantaseado con una relación con un hombre que pudiera inspirar ardientes y eróticos lametones de electricidad subiendo y bajando por su espina dorsal, donde se lo encontraba en una tienda de ultramarinos llevando absolutamente nada debajo del abrigo, o bailando con él en una neblina sensual en una fiesta, las manos moviéndose sobre su piel, sabiendo, necesitando, que no podrían llegar a casa antes de sucumbir a su deseo del uno por el otro. Y ahora aquí estaba, cada fantasía con la que siempre había soñado.
Mary Ann estaba casi segura de que Manolito de la Cruz era el hombre vivo y más ardiente. Exhudaba sensualidad. Desde cada mirada y gesto a la postura de sus hombros, el grosor de su pecho, la forma en que sus caderas se estrechaban y la impresionante protuberancia de sus vaqueros. Sus ojos estaban entrecerrados y nublados de lujuria. Mientras que esa hambre cruda hacía que su corazón palpitara y que su cuerpo se derritiera seriamente, la verdad era, que en cada fantasía, el hombre había sido salvaje con ella, profundamente enamorado. Una cosa sin la otra no era aceptable para ella.
– Si me voy sola contigo otra vez, Manolito, no estoy segura de que pueda vivir conmigo misma después.
– No te haré nada con lo que no puedas vivir.
Por el sonido de su voz, esperaba hacerle cosas sin las cuales no podría vivir y eso era exactamente lo que se temía. Porque también ella deseaba esas cosas. Quería que le enseñara todas las cosas con las que había soñado, quería pertenecerle, tenerle amándola, mostrándole que las cosas que había en su mente podían ser reales, no sólo imaginarias.
– No me estás permitiendo entrar en tu mente.
¿Había dolor en su voz? La última cosa que quería era herirle.
– No sé cómo dejarte entrar o salir de mi mente. Honestamente no tengo la menor idea de por qué todos vosotros creéis que soy psíquica. Jasmine cree que la salvé del mago. El viento era horrendo; una rama se rompió y cayó sobre él. Yo no lo hice. ¿Cómo podría?
De alguna manera estaba muy agradecida que no pudiera entrar en su mente. Nunca entraría si ella tenía algo que decir al respecto. Lo que menos necesitaba era que leyera sus fantasías, entonces si que tendría más problemas de los que podía imaginar… tenía una imaginación demasiado vívida cuando se refería al sexo.
Los ojos oscuros de Manolito vagaron posesivamente por su cara.
– Ven conmigo, Mary Ann. Déjame enseñarte mi mundo.
No debería ir. Estaría pidiendo problemas si iba. Suspiró. Por supuesto que iba a ir con él. Iba a ir porque había perdido el juicio, porque todavía podía saborearle en su boca y sentir sus manos en su cuerpo y le dolía por dentro y por fuera, por él.
– Llevaré el spray pimienta.
Una débil sonrisa envió diminutas llamas parpadeantes de excitación que lamieron sus pechos y bajaron por su vientre, bailando por el interior de sus muslos hasta que sintió un calor abrasador quemar su centro más femenino. Dejó escapar el aliento, sintiéndose como si acabara de saltar por un precipicio.
– No esperaría nada menos que el spray pimienta -respondió él con la voz matizada de diversión.
La pequeña nota de humor, que sospechaba era rara en él, sólo le añadió encanto. Levantó la mirada a sus ojos y se perdió en la absoluta intensidad que vio allí… por ella. Nada… nadie… existía para él excepto ella en ese momento.
Con exquisita gentileza, la envolvió entre sus brazos y la atrajo lentamente contra su cuerpo. Su piel estaba caliente y dura y olía masculino. Su cabello color medianoche le acarició la cara mientras la levantaba, deslizando el cuerpo contra el suyo para que pudiera sentir el grosor y longitud de su erección presionando profundamente en su cuerpo más suave.
– Pon los brazos alrededor de mi cuello y tus piernas alrededor de mi cintura. Si todavía tienes miedo a volar, presiona tu cara contra mi cuello para que no puedas ver. Confía en mí para cuidarte, Mary Ann.
Había una nota terriblemente íntima en el tono aterciopelado de su voz, fuerte, prometiendo y conmoviendo completamente, como si el pecado viviera y respirara en él y alcanzara a rodearla con nada más que pasión. El doble sentido envió un temblor de deseo dando vueltas en espiral por su cuerpo. Mary Ann era todo control, y este hombre iba a echarselo abajo. Su pulso seguía el ritmo del de él. Su corazón palmitaba con el mismo latido. La tentación de saborear lo prohibido era tan fuerte que permitió que las manos se enredaran por un momento en su sedoso cabello, absorbiendo la textura, sintiéndose sacudida por dentro.
Cerró los ojos cuando sus pies dejaron el suelo. Le quitaba el aliento tan fácilmente, sacudiéndola hasta que olvidaba ser Mary Ann la consejera y se convertía entera y completamente en Mary Ann la mujer. El hueco de su cuello era caliente e invitador y apartó con la nariz la camisa para poder descansar la cara contra su piel. Sus labios se movieron contra él, saboreándole, porque podía. Porque cuando lo hacía, un estremecimiento de placer sacudía su fuerte cuerpo.
La noche era sorprendentemente cálida. Mientras la llevaba a través del bosque, podía oír que todos los sonidos cesaban, como si los animales, pájaros e insectos advirtieran su presencia. Un estremecimiento bajó por su espina dorsal cuando comprendió que presentían a un depredador. Era imposible no sentirse viva con él. Creaba energía, sensual y excitante, sobre todo peligrosa, y la envolvía en su voraz apetito sexual por ella, su necesidad de ella elevaba sus propias necesidades y deseos.
Pero todo eso, las miradas y la sensualidad, no suponía el mayor riesgo para su virtud, sino el que era un buen hombre y su corazón respondía con la misma pasión que su cuerpo. El mayor riesgo era permitirle entrar en su corazón. Se entregaba tan rápidamente, sin pensar en las consecuencias para sí mismo y ningún otro rasgo en un hombre podía atraerla tanto. Era absolutamente honesto en todo y esto la atraía también. Le mostraba vulnerabilidad cuando le contaba que veía y oía cosas de otro mundo. Le permitía entrar en su interior sin reservas.