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– Buenos días. Tienes la correspondencia en la mesa por si quieres ocuparte de ella. ¿Deseas que cancele alguna de tus citas para esta mañana?

– No, Julie. Ya cancelamos bastantes la semana pasada. El espectáculo debe continuar.

Alex cerró la puerta y miró el gran montón de correspondencia acumulada sobre la mesa. Miró la agenda-calendario con soporte de madera que Julie nunca olvidaba de poner al día: 21 de abril. Los últimos días habían desaparecido de su vida como si hubiera habido un agujero en el tiempo.

Abrió uno de los grandes sobres y extrajo de él un original limpiamente mecanografiado y encuadernado. Su título era Vidas profetizadas. Mis poderes y los de otros. Abrió la cubierta y empezó a leer el primer capítulo. La primera página determinaba por lo general si ella seguía leyendo el original o se lo pasaba a Julie.

«Siempre solía ver una mano en la oscuridad que me hacía señas. Cuando veía la mano sabia que alguien iba a morir. La primera vez yo tenía siete años y al día siguiente mi hermana fue atropellada por un tractor. Fue entonces cuando me di cuenta, por vez primera, de mis poderes de clarividencia.»

Alex volvió a mirar la cubierta del manuscrito y llamó a Julie por el intercomunicador.

– ¿Te dice algo el nombre de un escritor llamado Stanley Hill?

– No.

– Me parece que ya hemos tenido algo de él con anterioridad.

– ¿Quieres que lo compruebe?

– No, ya lo haré yo.

Alex encendió la pantalla de su ordenador personal y vio claramente dos palabras en el centro, escritas con brillantes letras verdes: ¡AYÚDAME, MADRE!

Alex se quedó como si hubiera recibido una ducha de agua helada. Las palabras se desvanecieron y la pantalla volvió a oscurecerse. Su frío se volvió calor; la frente le ardía y sintió que el sudor le corría por la cara. Desconectó la unidad y volvió a encenderla. En la pantalla sólo apareció la palabra MENÚ y la lista de funciones del ordenador.

Todavía asustada pulsó algunas teclas y el menú desapareció y fue sustituido por las palabras ARCHIVO DE CLIENTES. Movió sus manos temblorosas sobre el teclado y trató de pulsar la letra clave adecuada, pero pulsó una tecla equivocada y el ordenador zumbó como furioso contra ella.

– ¿Te encuentras bien, Alex?

Vio a Julie dejar la taza de café sobre la mesa, como a cámara lenta, y tuvo conciencia del sonido de sus propias palabras cuando habló:

– Sí, me encuentro bien.

– Estás más blanca que el papel.

– Estoy demasiado cansada, no he dormido muy bien últimamente.

– Tal vez deberías tomar algún somnífero. Aunque sólo sea hasta que hayas superado lo peor…

Alex sonrió.

– Ya he pasado lo peor.

– Creo que has sido muy valiente.

Alex sintió que las lágrimas querían salir a sus ojos y los apretó con fuerza, pero la emoción se extendió profundamente en ella, como una ola, hasta que no pudo contenerla y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Sintió una mano que apretaba la suya y ella devolvió el apretón con mayor fuerza; abrió los ojos y vio frente a ella el bello rostro de Julie que la miraba cariñosamente: se dio cuenta de que Julie había cambiado de peinado y que no había hecho ningún comentario.

– Lo siento -dijo. Y después-: Me gusta tu pelo.

– Gracias.

– No debes preocuparte. No voy a derrumbarme sobre todos vosotros.

– Ya lo sabemos.

Julie le tendió un pañuelo de papel.

– Está bien, tengo uno. -Se limpió la nariz-. A la gente que llame diles que no me pregunten cómo estoy, que me encuentro bien.

Julie afirmó con la cabeza.

– Diles, también, que no mencionen a Fabián. Así todo será más fácil para mí.

– Sí, querida.

Alex miró con temor su procesador de textos. Vio mentalmente la inscripción de las dos palabras. Claras. Inconfundibles.

– No me acuerdo cómo trabaja este aparato. Quiero consultar si hay algo bajo el nombre de un autor, de este tipo.

Julie pulsó las teclas convenientes y un momento más tarde las palabras STANLEY HILL aparecieron en la pantalla.

«Nos presentó un original en 1982 llamado Star-Gazer to the Stars

– Un título modesto -comentó Alex-. ¿Por qué lo rechazamos?

Julie se aproximó a la pantalla.

– No tenía suficiente garra.

– Hay docenas de agentes, ¿por qué nos envía ahora su nuevo manuscrito?

– Debiste escribirle una carta muy amable, animándole a seguir adelante.

– Lo dudo -replicó Alex.

– ¿Quieres que lea el nuevo original?

– No. Devuélveselo. Dile que no estamos interesados en ese tipo de literatura.

– Pero se vende bien -opinó Julie-. Fíjate en Doris Stokes.

– No me importa. Aunque se venda por millones. No quiero tener nada que ver con este libro.

Vio a Julie tomar el original y salir de la habitación. Volvió a mirar la pantalla del ordenador. La apagó. Ayúdame, madre. Las palabras cruzaron su mente. Volvió a encender el ordenador y las dos palabras aparecieron de nuevo en la pantalla como si le devolvieran su mirada, firmemente, sin oscilaciones. ¡AYÚDAME, MADRE!

CAPÍTULO VII

– Pareces muy preocupada.

Alex apartó con la mano el humo de su cigarrillo.

– Y tú continúas desapareciendo.

Philip Main pasó el cigarrillo entre los pelos de su bigote color castaño, emitió un gruñido en voz baja, que parecía el ruido de un ciclomotor que pasara por una pista distante, y dejó escapar otra explosión de humo.

– ¿En el sentido cósmico?

– No. -Alex sonrió-. En el sentido físico.

– Eh…

De nuevo apartó el humo con la mano.

– ¡Tus cigarrillos! Cada vez fumas más.

– ¡Ah! -dijo con su voz profunda y suave, mientras se encogía de hombros disculpándose-. Uno de los pocos placeres que le quedan a uno. Aunque éste sea un inconveniente transitorio durante unos miles de años más, cinco o quizá seis como máximo… un período insignificante.

– ¿Antes?

– Antes de que hayamos evolucionado lo suficiente para que cada uno de nosotros pueda estar siempre solo, sin necesidad de encontrarnos con nadie; para poder comunicarnos con los demás sólo por medios telepáticos y filmes sin revelar; la emoción y el suspense del revelado de esas películas reemplazará los actuales contactos sociales, los placeres… -sostuvo el cigarrillo en alto con los dedos- y sus inconvenientes.

Sonriendo, Alex lo miró: su silueta alargada, los hombros caídos, su chaqueta deportiva muy usada y el rostro adusto y demacrado con el largo bigote que caía como un desafío. Estaba ya en sus cuarenta, pero seguía pareciendo más un estudiante revolucionario envejecido que un conocido científico con tres libros publicados, respetados aunque discutidos.

– ¿Cómo va tu nuevo libro?

Philip alzó la cabeza y se la quedó mirando como si Alex fuera un pez de color en una pecera.

– Prueba. Existe la prueba.

Alzó su vaso de vino, se lo bebió y lo bajó de nuevo. Su bigote quedó como un trapo mojado.

– ¿Qué prueba?

– Ya la verás. Te quedarás atónita, chica, atónita. -Su rostro cambió mientras hablaba, hasta ganar en animación.

– Estupendo -respondió Alex, que se sentía como perdida.

– La prueba irrefutable de que Darwin tenía razón.

– O sea que has podido recrear los orígenes del universo en un experimento de laboratorio repetible.

– Hay bastante de ironía en tus palabras. Pero hasta cierto punto, puedo decir que sí, claro que sí, Dios mío. Lo he conseguido. El ADN, chica, partiendo de dos moléculas de polvo.

– ¿Y de dónde venía ese polvo?

– Del aire, puro aire, chica -contestó triunfante.

Un camarero presentó el lenguado de Dover, que le había pedido Alex, en busca de su aprobación antes de ponerse a filetearlo.

De repente el tono de voz de Philip se hizo amable y cariñoso.