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– Voy a jugar al cricket si es que lo consigo -dijo Charles.

– Cricket… -comentó Otto, que le dirigió una mirada de extrañeza.

– Es posible que Cambridge sea mi última oportunidad de jugarlo.

– ¿Has dicho cricket? -preguntó Fabián a gritos.

– Sí -respondió Charles, gritando también.

Fabián vio unas luces rojas en la distancia. No había aún la suficiente luz diurna para distinguir con claridad lo que ocurría. Había varios vehículos juntos y un indicador de luz color ámbar se apagaba y se encendía con intermitencia; algo se movía en la calzada central. Fabián pasó el Golf al carril de adelantamiento, disminuyó un poco la presión del pie sobre el acelerador y vio un destello luminoso.

– No sabía que jugaras.

– Fui «primer once» en Winchester.

– Sí, el primero de los once en masturbarte -bromeó Fabián, que por un instante se giró para mirarlo.

– ¿Qué?

– ¡Pajas, hombre!

– ¡Fabián!

Fabián oyó la voz de Otto, extraña, ahogada por la emoción, y se sintió asustado, tenso. Volvió los ojos a la carretera.

Unos faros venían directamente hacia ellos. Luces enormes, cegadoras, que avanzaban en dirección prohibida por el carril de adelantamiento que ellos ocupaban.

– ¡Un camión! -gritó-. ¡Jesús!

Su pie se dirigió al pedal del freno, pero sabía que ya no había nada que hacer, que era demasiado tarde. Entre el brillo de las dos luces amarillas distinguió los dos últimos dígitos de la matrícula: 75. «París», pensó.

De repente se encontró encima del Golf, mirando hacia abajo; por la ventanilla del techo pudo ver a Charles y a Otto, que se contorsionaban como marionetas. Lo veía todo como fascinado, en movimiento lento, mientras el Golf se estrellaba contra el morro del camión, que no era tal camión sino otro turismo, un Citroën, uno de los grandes modelos anticuados, que pareció levantarse del suelo.

Primero se abolló el morro, después el techo se retorció y los cristales de las ventanillas parecieron transformarse en plumas que flotaron alrededor; muchas cosas volaron por el aire, formas grandes y pequeñas. Las puertas traseras del Citroën se abrieron, una hacia adentro, la otra hacia afuera y el Citroën volcó lateralmente. El asiento trasero estaba lleno de paquetes que comenzaron a levantarse en el aire, lentamente, y se rompieron al chocar contra el techo; unos hombrecillos blancos, marrones, negros, con los brazos abiertos, giraron juntos en el aire como en una extraña danza ritual. «Ositos de peluche», pensó al verlos caer, rebotar y caer de nuevo definitivamente.

Un intenso olor de gasolina, un olor tremendo y poderoso. Por un momento todo se oscureció de repente, difuminado, como si una capa de cristal helado se hubiera deslizado delante de él; después un sonido, extraño y seco, como un neumático que hace explosión, seguido de una oleada de calor. Los ositos fueron los primeros en arder, después, la pintura de los coches comenzó a hincharse y desprenderse a causa del fuego.

Fabián comenzó a vibrar en medio del calor, temblando de modo incontrolable. Trató de moverse, pero le fue imposible. Todo era resplandor a su alrededor, un resplandor que se acercaba cada vez más.

– ¡No! -Asustado, Fabián miró a su alrededor tratando con todas sus fuerzas de moverse-. ¡Carrie! -gritó-. ¡Carrie!

De pronto, repentinamente, se vio libre de todo aquel calor, corriendo de nuevo por la autopista, en medio de una luz blanca y brillante. «El sol debe haber ascendido con excepcional rapidez», pensó. Se aferró al volante y sintió que el coche aceleraba. No tenía necesidad de cambiar de marcha para que el coche ganara velocidad por sí solo, libre ya en la carretera, como si se deslizara patinando sobre el asfalto. Habían desaparecido los signos de la carretera, las señales de tráfico, todo. ¡Estaba volando, podía volar hacia las estrellas! Tiró del volante hacia atrás, pero el coche no ascendió, sino que siguió volando en silencio a través de aquella luz extraña, hacia un punto que parecía desvanecerse en la blanca neblina del horizonte. Dejó atrás un coche destrozado que ardía lentamente a un lado de la carretera, junto a él un autobús tumbado sobre un costado; un camión con la cabina partida por la mitad, dos coches empotrados uno en otro, como dos escarabajos abrazados en una lucha a muerte, oxidados, abandonados; otro coche ardiendo, las figuras apenas visibles entre las llamas, mientras que la luz delante de él se hacía más brillante a cada segundo. Miró a su lado.

El asiento de Otto estaba vacío.

– ¿Dónde está Otto?

– Debe de haberse caído -respondió Charles.

– Estaba encendiendo un cigarrillo. ¿Dónde está el cigarrillo?

– Posiblemente se lo llevó.

La voz de Charles sonaba extraña, como si llegara desde muy lejos. Fabián miró por encima del hombro. Creyó que Charles estaba allí, pero no podía estar seguro.

– ¿No chocamos con el otro coche, Charles?

– No lo sé, creo que sí.

La luz, tan brillante, empezaba a dolerle en los ojos. Fabián se inclinó hacia adelante en busca de sus gafas de sol. Ante él vio unas sombras entre la niebla blanca, unas formas que se movían.

– Péage -dijo-. Necesito dinero.

– No -le contradijo Charles-. No creo que nos haga falta dinero.

Fabián sintió como si el coche se elevara, para caer después, dejándolo a él solo, suspendido en la luz blanca; hacía calor y se sintió como sumergido en él. Y vio algunas figuras que corrían a su encuentro.

En ese momento recordó de nuevo y comenzó a temblar.

– ¡Carrie! -trató de gritar a aquellas figuras, pero no salió voz alguna-. ¡Carrie! ¡Tienes que dejarme! ¡Tienes que hacerlo!

Ahora, las figuras estaban de pie a su alrededor, sonriendo amables, como si estuvieran contentas de verlo.

CAPÍTULO II

Alex vigiló al camarero mientras ponía un par de dedos de Chambertin en la copa de su marido, daba un paso atrás y se quedaba firme a su lado. David levantó la copa de vino a la discreta luz y la giró un poco para que el vino mojara el cristal por igual y después examinó las lágrimas del glicerol que el vino había dejado en las paredes de la copa al volver al fondo. Olió profundamente, frunció el ceño, se llevó la copa a los labios un poco ruidosamente y después saboreó el vino moviendo la boca como si estuviera masticando un buen trozo de entrecot. «No lo rechaces, Dios mío, no lo rechaces -se dijo a sí misma-; no podré resistirlo si lo devuelves.»

Con alivio, Alex vio cómo su marido hacía un gesto de aceptación y el sufrimiento terminó.

– Chambertin «71» -dijo David orgulloso como si hablara consigo mismo.

– ¡Ah! -exclamó Alex tratando de parecer entusiasmada y trató de demostrar, para agradarle, que podía apreciar un buen borgoña, que podía diferenciar un borgoña de un clarete-. Es una auténtica delicia.

– Estás muy formal esta noche -comentó él-. Tengo la impresión de haber salido a tomar el té con una vieja tía solterona.

– Lo siento, trataré de parecer menos seria.

Se quedó mirando las manos de su marido, que se habían vuelto ásperas y toscas, sus gruesos dedos enrojecidos, las uñas sucias, el raído traje de tweed y la arrugada camisa de lana; ¿formaba esto parte de su nueva imagen o era que verdaderamente había dejado de preocuparse por su aspecto? Observó su cara, bronceada, relajada, incluso un poco apergaminada por la vida al aire libre; su cabello desordenado y tan poblado como su espesa y enmarañada barba. Levantó la copa hacia su esposa.

– Salud -brindó.

Ella alzó la suya y las copas chocaron tintineantes.

– ¿Sabes por qué se chocan las copas al brindar? -preguntó.

– No.

– Se puede ver el vino, se puede olerlo y se puede gustar, pero no se puede oír, así que se chocan las copas para satisfacer también el sentido del oído.