– Siempre el publicitario. Aún lo llevas en la sangre. -Sonrió y sacó un cigarrillo-. ¿Y qué hay de la telepatía? ¿Puedes entrar en comunicación con el vino?
– Me comunico con él continuamente. Incluso hablo con mis vinos.
– Y ellos, ¿te responden?
– No suelen ser muy charlatanes. Creí que habías dejado de fumar.
– Lo hice.
– Así es como Londres influye en uno. Nos devora; nos destroza. Se vuelven a hacer cosas que se habían dejado y no se hacen las que uno se había prometido a sí mismo.
– Yo sí.
David movió la cabeza con una sonrisa desganada.
– Sí, quizá tú lo hagas.
Alex sonrió y alzó las cejas.
– Estás muy guapa -le dijo él.
Enrojeció. Nunca había sabido cómo reaccionar ante las galanterías.
– Muchas gracias -respondió con rigidez.
– Ya estamos. Otra vez la tía solterona.
– ¿Qué te hubiera gustado que te dijese?
David se encogió de hombros y olfateó su copa de vino.
– ¿Sabes algo de Fabián?
– No, desde hace unos días. Estará de vuelta mañana por la noche.
– ¿Cuándo piensa volver a Cambridge?
– El fin de semana. -Alex vio cómo el rostro de su marido adquiría una expresión de desaliento. ¿Qué le pasaba?
– Esperaba que este fin de semana se llegaría a verme. Estamos plantando.
Alex se apartó de la cara unos mechones de su largo y rubio cabello. David notó el mal humor que encubría el movimiento. Fabián era un tema delicado.
– ¿Sabes una cosa, cariño? -dijo David-. Esta separación es estúpida, seguramente podríamos…
Notó que se iba a estrellar con un muro aun antes de que ella le respondiera.
Alex jugó con su cigarrillo, lo hizo girar y lo sacudió varias veces sobre el cenicero.
– He estado pensando en muchas cosas, David. -El cigarrillo cayó sobre el mantel color rosa y ella se apresuró a recogerlo y rascó con un dedo la marca de ceniza que había quedado sobre el mantel-. ¡Quiero el divorcio!
David hizo girar el vino dentro de su copa, ahora con un aire distraído que hizo que unas gotas se salieran de la copa y resbalaran sobre su mano.
– ¿Es que tienes a alguien?
– No.
Volvió a apartarse un nuevo mechón del cabello que le caía sobre el rostro. «Demasiado de prisa», pensó él, tratando de leer la verdad en el rubor de su cara y en la expresión de los ojos azules ahora fijos sobre el mantel. ¡Qué bella estaba! La confianza que le había dado su éxito y la firmeza que llegó con él la habían cambiado. Un cambio para bien, dejándola en un medio camino entre lo bonito y lo hermoso.
– ¿Te molestaría que me quedara aquí esta noche?
Ella negó con la cabeza.
– No, David, no quiero que te quedes a dormir aquí.
– Es mi casa.
– Nuestra casa.
Bebió un poco de vino, después lo olfateó de nuevo, tratando de asegurarse de nuevo de su calidad.
– Tendré que volverme a Sussex -dijo desilusionado.
David la dejó en la Fulham Road, en la parte alta del callejón sin salida.
– Ya te llamaré -le aseguró.
Ella afirmó con la cabeza y se mordió el labio luchando contra la tristeza.
– Será una alegría.
Cerró de golpe la puerta del sucio Land Rover y descendió corriendo por la amplia acera dejando atrás las elegantes puertas principales de las bellas casas estilo Regencia, al tiempo que se restregaba los ojos para limpiárselos de las lágrimas y de la lluvia. Entró en su casa, arrojó el abrigo sobre el perchero y se dirigió al salón, donde paseó de un lado a otro, inquieta. Miró el reloj: las once y media. Se sentía demasiado agotada para dormir.
Abrió la puerta situada al final de la escalera y descendió los escalones que conducían al sótano, cruzando la trampilla que la llevaba a su laboratorio fotográfico con su familiar olor de revelador y fijador. Cerró la puerta tras ella, que sonó como si fuera un disparo de pistola. De pronto tuvo plena consciencia del silencio de la habitación y por un momento se preguntó si era la luz la que transportaba el sonido. ¿Mueren los ruidos cuando se apaga la luz? Escuchó sus propios sonidos, su respiración, el rasguear de su blusa y por un instante se sintió como una intrusa en su propio laboratorio.
Encendió el visualizador de diapositivas y tomó una película revelada que colgaba de la cuerda de secado y la puso en el visor. Miró con atención uno de los negativos. Un grueso objeto tubular, de color negro y con dos cabezas, le devolvió la mirada.
Alex cortó la película en cuatro trozos y los colocó en el impresor de contactos. Encendió la luz roja de seguridad, tomó de su caja una hoja de papel de bromuro y la puso en la impresora.
– Mil uno, mil dos, mil tres… -Contó hasta mil quince, apagó la luz de la impresora y puso el papel fotográfico en la profunda cubeta de plástico que usaba para el revelado.
Inclinó la cubeta por un extremo y la sacudió con fuerza, haciendo que la hoja de papel fuera de un extremo a otro.
Observó la imagen en uno de los contactos, blanco sobre blanco al principio, hasta que fue apareciendo una ligera mancha grisácea plateada. Lo primero en surgir fueron los agujeros de la perforación de la película, después los dos óvalos, uno más bajo que el otro. ¿Qué era eso? Algo largo comenzó a tomar forma entre los dos óvalos y Alex se dio cuenta.
– ¡Bastardo! -exclamó con una forzada sonrisa.
Empezaron a aparecer algunos vellos, después el propio falo, gordo, fláccido, la piel dejando al descubierto el glande y el pequeño agujero delante, como un feo reptil sonriente. «¿De quién sería? -se preguntó-. ¿De un elefante? No era humano. No podía serlo.»
Movió la cabeza sonriendo, sacó la hoja de la cubeta de revelado y la pasó a la de fijador. Lo agitó durante unos segundos, después esperó otros cuarenta segundos más. La sacó del baño de fijador y la pasó a la cubeta de lavado, observando con impaciencia el desarrollo del proceso. Cuando hubieron transcurrido los cinco minutos sacó el papel con los contactos y lo colgó en la cuerda de secado. Treinta y seis falos se la quedaron mirando, todos iguales, fotografiados desde distintos ángulos.
Sonrió de nuevo mientras subía la escalera, mucho más aliviada. Se sentía mejor, como si hubiera conseguido un triunfo personal sobre David.
Se levantó sobresaltada en su gran cama y se preguntó si se había quedado dormida demasiado tiempo. Se alzó y consultó el reloj: las seis y quince. Aliviada, se dejó caer en la almohada y cerró los ojos. En la distancia oyó el ruido de un camión que descendía por la Fulham Road. Después oyó el ruido de una puerta; tuvo la impresión de que se trataba de la puerta principal. Escuchó atentamente, pero se dio cuenta de que debió de haberlo imaginado y cerró los ojos. Otra hora de sueño. Lo necesitaba. Sentía irritados los pulmones y tenía un agudo dolor de cabeza. Siempre fumaba y bebía mucho cuando veía a David. La separación no había sido fácil. A veces le pareció más difícil que seguir juntos.
Una sombra pasó delante de sus ojos en la habitación oscura. Abrió los ojos y vio a Fabián de pie junto a su propia cama. Pudo verlo con toda claridad pese a la oscuridad.
– ¡Cariño! -lo saludó.
– ¡Hola, mamá!
Alex se quedó mirando a su hijo, que parecía preocupado, agitado.
– No esperaba tu vuelta hasta esta noche, cariño.
– Voy a descansar un rato. Estoy muy cansado.
Fabián sonrió:
– ¡Vuelve a dormir, mamá!
– Te veré más tarde -dijo, y cerró los ojos esperando oír el ruido de la puerta al cerrarse. Pero no lo oyó-. Fabián, por favor, cierra la puerta -le gritó.
Abrió los ojos y vio que la puerta estaba cerrada. Sonrió confundida y de nuevo se quedó adormecida.
Le pareció que sólo habían pasado unos segundos cuando creyó oír el agudo zumbar de un insecto en apuros, que cada vez se iba haciendo más fuerte. Buscó el reloj, para acabar con aquel sonido antes de que despertara a Fabián. Sus manos recorrieron la mesita de noche, encontró llaves, un libro, un vaso de agua y la dura y áspera envoltura de su Filofax. El insistente zumbido continuó; se echó hacia atrás en espera de que cesara, pero después recordó que no lo haría; el maravilloso reloj digital solar nunca se pararía por sí solo, programado para seguir sonando, en caso necesario, hasta el fin de los tiempos. De inmediato, ésa fue una razón más para aborrecer a David. ¡Qué estúpido regalo de Navidad, cruel y sádico! Lo había comprado porque le divertía; los buenos vinos y los juguetes. Para un hombre que se había vuelto de espaldas a la civilización urbana, sentía demasiado entusiasmo por ese tipo de aparatos.