– No, aquí no figura. -Reflexionó un momento y después se volvió a su secretaria-. Mire a ver si puede ponerme con Simón Nightingale.
– Sí, muy bien -pudo descifrar Alex, que la contempló con curiosidad mientras pulsaba las teclas del teléfono con la misma elegancia que si estuviera tocando el piano.
Alex miró a su alrededor. En una de las paredes colgaba el retrato enmarcado de un gran yate lujoso con todas las velas desplegadas y con el nombre de Houndini pintado de modo llamativo en uno de sus costados.
– ¿Es usted una antigua amiga… suya?
Alex negó con la cabeza.
– Fui paciente suya.
– ¡Ah! Un hombre listo, creo.
– ¿Trabaja usted en el mismo campo?
– Bien… Realmente no. Soy un ginecólogo convencional.
Alex hizo un gesto de entendimiento. Varios coches de carrera aceleraron al tomar una larga recta y la flaca secretaria le pasó el teléfono al médico.
– Hola -dijo el médico-, ¿Simón? Soy Bob Beard. Sí, bien, ¿y tú? Sí, Felicity está bien, hizo un hoyo sobre par el pasado fin de semana, ¿puedes creerlo? Sí… en Dyke. Escucha, tengo poco tiempo. ¿Te dice algo el nombre de Saffier?
Alex lo observó, nerviosa.
El médico se volvió a Alex.
– ¿Julián Saffier?
– Sí, es ése. -Hizo una pausa-. Sí… esterilidad… ¿hacia los ochenta? Quizá; sí, supongo que lo haría. Me preguntaba si existía alguna posibilidad de que lo conocieras. Un campo de trabajo semejante… sí, creo que lo hacías. -Hizo otra pausa-. No, no es nada de eso… es que hay alguien que quiere su dirección. -Otra pausa-. ¿Guildford? Sí, ya pensaba yo que era en algún lugar por ahí. ¿Tienes idea de alguien que pueda tener su dirección? He consultado el registro. ¡Santo cielo! ¿Fue él? ¿Cuánto tiempo hace? Ya veo, eso lo explica. Oye, muchas gracias, te volveré a llamar pronto.
Unió las palmas de sus grandes manos y se volvió a Alex.
– Fue expulsado, me temo -dijo casi como si pidiera excusas.
– ¿Expulsado?
El ginecólogo afirmó con un gesto y sonrió débilmente.
«¿Por qué? -se preguntó Alex, que de pronto se sintió muy incómoda-. ¿Por qué?»
– Supongo que no sabe la razón.
– No -movió la cabeza-, lo siento, pero no lo sé. -Miró su reloj.
– Creo que le he robado ya mucho tiempo, muchas gracias -se excusó Alex.
El hombre sonrió.
– Es posible que lo encuentre en el listín telefónico o si pregunta en información. Pero yo no sé, siquiera, si aún continúa vivo.
Desde la calle, tan pronto descendió del taxi, pudo oír el aspirador. La forma como Mimsa lo utilizaba tenía un estilo especial, frenético, como si tratara de cazar el polvo antes de que éste lograra esconderse.
La casa le pareció aireada, acogedora, segura. El olor de la cera, el ronquido del aspirador y los gruñidos de Mimsa le dieron nuevos ánimos. Normalidad. Quizá David tenía razón. Quizá.
– Ah, señora Eyetoya. Muy mal el váter. No hay papel en la pared.
– Lo sé, Mimsa -respondió-. Es un problema de humedad. Buscaré a alguien que lo arregle.
– Ya lo haré yo -explicó con su inglés chapurreado-. Mi esposo es bueno poniendo papel en los lavabos.
– Muchas gracias, Mimsa, pero no se preocupe. -Recordó la última vez que el marido de Mimsa estuvo en la casa para arreglar algo.
Tomó el montoncito de cartas que había sobre la mesa del recibidor, cruzó el salón, tomó el teléfono y marcó el número de información de abonados.
– Mimsa -gritó-. ¿Dónde puso la rosa que estaba sobre la mesa junto a la pared?
– En el cubo de la basura.
– ¿Puede sacarla?
– ¿Cómo?
– Información, ¿qué ciudad, por favor?
– Guildford -contestó mientras ojeaba la correspondencia. Había un sobre abultado con el matasellos de Cambridge.
En esos momentos oyó la voz de la operadora y su corazón le latió con mayor fuerza. Saffier figuraba en el listín y Alex escribió el número de teléfono y la dirección en la parte posterior del sobre. La mano le temblaba tanto que apenas si pudo leer lo que había escrito.
– Muchas gracias -dijo débilmente y miró su reloj. Eran las once.
Abrió el grueso sobre: en su interior había una nota de saludo del Bursar's Office, una agencia dedicada a la recogida y reenvío de correspondencia y varias cartas dirigidas a Fabián en Cambridge. Las miró una por una: una liquidación de American Express, un saldo bancario, un sobre grande marcado con la observación «TARIFA DE PRIORIDAD» y una carta con franqueo aéreo procedente de Estados Unidos, con matasellos de Boston, Massachusetts; el nombre y la dirección de Fabián figuraban en el sobre, escrito con impresora. Dentro del sobre había una carta igualmente mecanografiada y dos páginas impresas con ordenador.
Los impresos llevaban un membrete en letras mayúscula: «NEW ENGLAND BUREAU.» En letra minúscula: «Alquiler de oficinas, por semanas, días y horas. Servicio de secretarias. Direcciones de conveniencia. Reserva asegurada.»
La carta decía simplemente:
Distinguido cliente: Por la presente le recordamos que siguiendo sus instrucciones hemos enviado ya la última de las tarjetas postales y esperamos sus nuevas instrucciones. Adjunto encontrará la liquidación correspondiente al trimestre que termina en marzo y su solicitud para el próximo trimestre en el caso de que desee continuar utilizando nuestros servicios. Atentamente suya,
MELANIE HART
Administradora ejecutiva
Alex se dio cuenta de que palidecía intensamente. Volvió a leer la carta y comenzó a temblar; la habitación se estaba enfriando y algo pareció revolverse en su interior. Tomó su encendedor, lo acercó a la carta, a los impresos y al sobre, les prendió fuego y los echó sobre la parrilla de la chimenea.
– ¿Quiere que encienda el fuego? ¿Ahora? Yo se lo encenderé en seguida.
Se dio la vuelta y vio a Mimsa de pie junto a la puerta.
– No, está bien, gracias, Mimsa.
– Hace frío aquí, ¡Caramba, qué frío!
Mimsa se frotó las manos y se estremeció. Después le mostró las manos a Alex.
– Miré basura, dos cubos. No está allí.
– ¿Qué es lo que no está allí?
– La rosa.
– ¿La rosa? -De pronto recordó y se puso a temblar-. ¿No está allí? ¿Qué quiere decir? ¿No me dijo que la había puesto en la basura? -Observó cómo la última esquina del papel se oscurecía, y se ennegrecía por completo antes de brotar la llama.
Mimsa se encogió de hombros.
Alex sintió que sus músculos se tensaban. Sólo podía ver a Mimsa débilmente, difuminada, como si la contemplara desde una gran distancia.
– ¿Cuándo la puso allí?
Mimsa volvió a encogerse de hombros.
– No lo sé. Hará una hora…
– ¿No han recogido hoy la basura?
– No, no pasan hoy.
– Iré a ver.
Mimsa la siguió, protestando.
– ¿Por qué se quiere ensuciar? La rosa no allí. Y basta.
Alex dio la vuelta a los cubos y vació su contenido en la acera. Una botella de vino rodó junto a ella y fue a parar al bordillo. Se agachó sobre aquella fuente de mal olor y los desperdicios y miró las latas vacías, les dio la vuelta. Revisó las cajas, metió los dedos entre la masa de la fruta medio descompuesta, las bolsas de plástico y el polvo.
Mimsa la miró un momento, como quien contempla a una loca y después, con un notable sentido del deber, se unió a ella en su búsqueda.
– Es mejor comprar rosas frescas.
Alex miró la basura en la acera y dentro de los cubos vacíos.
– Quizá la cogió alguien.
– Quizá -respondió Alex y comenzó a ponerlo todo dentro de los cubos. Nerviosa, miró a su alrededor, por la calle tranquila- ¡Quizá!
CAPÍTULO XXIV
Alex pisó a fondo el acelerador, sintió el tirón del coche y oyó el agresivo zumbido del motor cuando el Mercedes adelantó la fila de coches que circulaban en caravana. Volvió a introducirse en ella delante de un Sierra, al que casi cerró el paso, lo que hizo que el conductor le tocara el claxon, furioso. La oficina de New England. La rosa carbonizada. Se preguntó si el mundo se había vuelto completamente loco: «Es posible que nos hayamos movido para acercarnos más a la Luna o a Júpiter, o ¿no podría ser que ellos se hubieran aproximado a nosotros? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué demonios era lo que estaba ocurriendo?»