Siguió el camino y se alejó del muro; dejó atrás un prado inclinado en el que se alzaban dos abetos y una pequeña estatua que representaba a un ángel alado. «Salvación», pensó contemplándola sorprendida. Después vio la casa, Redwoods. Una casa amplia, moderna, de ladrillos que se alzaba de espaldas a la carretera, detrás de otros triángulos de césped, con un aparcamiento frente a ella.
Antes de que ella descendiera de su automóvil, se abrió la puerta de la casa y apareció el capellán, un hombre robusto, de mediana edad, con el cabello gris y una expresión amable en el rostro; vestía con un traje negro de corte convencional, con el cuello blanco de sacerdote y calzado con sandalias, según pudo darse cuenta. Sus gafas se estaban oscureciendo a la luz del sol y ocultaron sus ojos.
– ¿La señora Hightower?
Afirmó con la cabeza y la mano del capellán envolvió la suya, cálida, firme, confortante.
– ¿Encontró bien el camino?
– Sí, muchas gracias.
El hombre miró su reloj.
– Me temo que hemos de ser breves… Desgraciadamente uno de nuestros pacientes ha sufrido un grave disgusto familiar repentino y tengo que…
– Lo comprendo -aceptó Alex-, es muy amable por su parte al recibirme habiéndole yo avisado con tan poca anticipación.
El capellán la hizo entrar en un amplio salón con el suelo cubierto con una alfombra de color rosa y le señaló un sofá. Él tomó asiento en un sillón próximo y dejó descansar sus pies en un pequeño taburete también de color rosa.
Alex recorrió la estancia con la mirada. Todo hacía juego con los colores rosa y marrón en tonos pálidos, discretos, como los muebles que tampoco llamaban la atención. A Alex la estancia le pareció extrañamente vacía, falta de detalles y adornos en su decoración, como si recientemente hubiera sufrido un robo. Había una pequeña estatuilla de Coalport, solitaria sobre el aparador, que representaba a una joven pareja cortejándose; la fotografía enmarcada de un escolar en la pared y un receptor de televisión; pero poco más; nada que pudiera desviar la atención del hombre que se sentaba en el sillón frente a ella. Alex se frotó las manos.
– Ha sido usted muy amable al recibirme -repitió.
El hombre sonrió benévolo.
– No tiene importancia. -Hizo una pausa-. Se trata de John Bosley, ¿no es así?
Alex afirmó.
– Lo conozco bien.
– Sigue vivo realmente, ¿no es así?
Un extraño parpadeo alteró su rostro.
– Lo estaba ayer. Sí, muy vivo.
– Es que no estaba segura… eso es todo.
– ¡Oh, sí, pero que muy vivo! -Se levantó-. Acabo de acordarme… un momento.
Salió de la habitación y ella aprovechó su ausencia para continuar observando la estancia, el televisor, el vídeo, y después la estatuilla sobre el aparador. Dos personillas jóvenes, procedentes de otro siglo, elegantes, enamoradas, libres de preocupaciones. Libres de preocupaciones. «¿Podía ser así en un lugar semejante?», se preguntó.
– He traído esto… para asegurarme. -El sacerdote regresó al salón y le mostró a Alex una pequeña fotografía en blanco y negro.
Ella la contempló. La fotografía tembló en sus manos, tanto que casi se confundía y no era más que una mancha difuminada. Después vio un retrato doble: el mismo rostro de frente y de perfil, con una hilera de cifras escrita a un lado, una cara chupada, de aspecto adusto, con una gran melena despeinada de pelo rubio. Y los ojos. ¡Los ojos!
– ¡Dios mío! -exclamó-. Fabián. El parecido es verdaderamente increíble.
La fotografía se le escapó de las manos y le cayó sobre la falda. Trató de cogerla, pero parecía bailar en sus temblorosos dedos y acabó cayendo al suelo. Alex se agachó para recogerla y de repente se sintió enferma, mareada, con náuseas tan violentas que tuvo que taparse la boca con la mano.
Respiró profundamente y pasaron las náuseas. Después levantó la vista y miró al capellán, que seguía retrepado cómodamente en su sillón sonriendo amablemente.
– Muy difícil -dijo amablemente-. Muy difícil.
– El parecido -comentó Alex-. Es increíble.
El sacerdote afirmó con la cabeza. Sin embargo Alex creyó ver algo en su expresión.
– ¿Nunca lo había visto con anterioridad?
Ella negó con la cabeza.
– Perdóneme… pero no lo entiendo del todo. Usted me dijo que se trata del padre de… su… hijo, ¿no es así?
Alex afirmó.
– ¿Y sin embargo nunca lo había visto?
Alex se dio cuenta de que se ruborizaba.
– Mi marido era… es… estéril. Yo fui fecundada con el semen de un donante. John Bosley fue ese donante. Todo se llevó a cabo por medio de un especialista de Londres.
El sacerdote frunció el ceño, preocupado.
– Entonces… usted, estrictamente hablando, no es una pariente… -Hizo una pausa-. Bien, supongo que se la puede considerar como tal. Un caso interesante. -Sonrió feliz.
– ¿Me será posible visitarlo?
– Tendré que solicitarlo del director de la institución.
– Me gustaría verlo.
El capellán sonrió.
– No lo sé. -Sacudió la cabeza-. Es posible que esa visita le traiga recuerdos que no sean convenientes para su tratamiento. Puedo tramitar su solicitud, pero no me siento demasiado optimista. Está haciendo progresos, pero el tratamiento de la esquizofrenia es muy lento y difícil y él ya tuvo una grave recaída no hace mucho.
– ¿Puedo saber por qué está aquí?
El sacerdote se levantó.
– Le traeré la ficha. Creo que es algo irregular, pero dadas las circunstancias, estoy convencido de que puedo hacer una excepción.
Alex puso el montón de hojas mecanografiadas dentro del sobre amarillo y empezó a cerrarlo con la cinta que lo sujetaba.
– Oh, espere, antes de cerrarlo volveremos a meter la fotografía.
– La fotografía -repitió Alex mecánicamente. Se sentía exangüe y exhausta. Volvió a desatar la cinta, agradecida de tener algo que hacer, algo que de momento le ocupara la mente-. La fotografía -repitió.
– Señora Hightower, la Biblia no dice en ninguna parte -le aclaró amablemente- que una persona tiene que ser buena para que se la considere como un ser valioso.
Ella lo miró, sin expresión, viendo tan sólo el montón de papeles y el informe mecanografiado del estado clínico de Bosley y afirmó con la cabeza mientras trataba de contener las lágrimas.
– Si alguien está loco -dijo Alex con voz entrecortada y dándose cuenta de que las lágrimas le corrían por las mejillas-, ¿se le puede absolver por el mal que hizo?
– Dios estableció los Diez Mandamientos. No podemos violarlos sin caer en responsabilidad. Si se comete un pecado existe la responsabilidad, incluso cuando el que peca es un enfermo mental. Los psiquiatras no pueden borrar el pecado y tampoco puedo hacerlo yo. -Sonrió y cruzó las piernas-. Una persona que cometió un crimen estando enfermo mentalmente, sólo mejorará cuando se dé cuenta de lo que ha hecho, cuando sea capaz de decir: «Estaba enfermo, pero ahora siento que necesito ser perdonado.»
– ¿Lo ha dicho John Bosley?
El sacerdote negó con la cabeza.
– Me temo que sigue confuso, terriblemente confuso.
– Eso me parece muy cruel.
– ¿Cruel?
– Sí, es cruel que Dios pueda crear una situación así.
– Nosotros aceptamos el punto de vista de la Iglesia de Inglaterra de que el demonio no puede entrar en una persona que no quiera recibirlo. -Sonrió-. El diablo tiene que sentirse invitado por una persona para que entre en su vida. Satanás no se presentará por cuenta propia.
Alex lo miró y tuvo un escalofrío.