– Todo va bien -respondió y vio que una expresión triste cruzaba su rostro-. La gente piensa que las cosas son más fáciles para gente como yo; pero nosotros tenemos los mismos sentimientos.
– Además de la fe.
El sacerdote sonrió de nuevo.
– A veces sometida a duras pruebas. En especial cuando mi hijo rechaza mis sermones.
Alex sonrió.
– ¿Cómo va su libro?
– ¡Ah, lo recuerda! Muy despacio, me temo.
– Eso es lo que siempre dicen mis clientes.
– Es difícil auto disciplinarse. Pero la estoy desviando del objeto de su visita. -La interrogó con la mirada.
– La verdad es que no sé por dónde empezar. -Juntó las manos y entrelazó los dedos-. Están ocurriendo cosas muy extrañas y estoy asustada.
Su ojo repitió el tic nervioso.
– ¿Qué cosas?
– No sé exactamente cómo describirlas. Cosas raras, malignas, cosas para las que realmente no hay explicación lógica.
– ¿Quiere usted decir que la mente le está causando alucinaciones?
– No, no son alucinaciones.
– La aflicción hace que la mente nos juegue todo tipo de trucos.
Alex negó con la cabeza.
– No son trucos. No, no lo son realmente. Yo no soy una persona nerviosa; no tengo una imaginación desbordada. -Lo miró y apretó aún más sus dedos-. En mi casa están ocurriendo cosas muy extrañas y yo no soy la única que lo cree así. -Miró al sacerdote y deseó que fuera más viejo; parecía demasiado joven, inmaduro, pensó-. Se me ha aconsejado… -hizo una pausa, sintiéndose como una chiflada bajo su mirada preocupada- que haga celebrar un exorcismo.
Los ojos del cura se abrieron y Alex se dio cuenta de que la miraba fijamente durante mucho tiempo.
– ¿Un exorcista?
– Debe usted pensar que estoy loca.
– No, no pienso nada de eso en absoluto, pero creo que deberemos hablar de esas cosas que la asustan, ver si encontramos una razón que las explique -hizo una pausa-, y quizá demos con una solución alternativa.
– ¿Cree usted posible que tengamos esa conversación en mi casa?
El la miró vacilante.
– Naturalmente, si lo cree mejor para usted. Veré mi diario.
– ¿No podría usted venir ahora?
Miró su reloj con aire preocupado.
– Tengo que ir a la escuela a recoger a mi hijo a las cuatro. -La volvió a mirar con la mayor seriedad reflejada en su rostro-. Bueno, está bien.
Alex descubrió un sitio libre donde aparcar no lejos de su casa y aminoró la marcha.
– Un coche muy bonito -dijo el párroco.
– Es muy antiguo -respondió Alex, que de inmediato se arrepintió del tono de excusa de su voz-. Tiene más de veinte años.
– La Iglesia no suele usar Mercedes.
Alex detectó una nota de envidia.
– La verdad es que no son nada prácticos. Demasiado caros si se los usa con frecuencia.
– Todos nosotros necesitamos nuestras compensaciones -dijo.
Alex lo observó; ¿cuáles eran sus compensaciones?, se preguntó. ¿Dios? ¿Los fósiles?
Mimsa se había marchado, dejándole una de sus notas apenas descifrables. Conectó la cafetera eléctrica y después regresó al recibidor. El sacerdote paseaba de un lado a otro por el salón, mirando el techo con el ceño fruncido.
– ¿Solo o con leche?
– Con leche, sin azúcar, por favor.
Alex sirvió el café.
– Tengo que ir al lavabo. Hay uno junto a la escalera, en caso de que necesite…
– ¡Ah…! -Movió la cabeza cortésmente.
Mientras subía la escalera se dio cuenta de que en la casa había un extraño calor espeso y húmedo, como si la calefacción hubiese estado encendida todo el día, continuamente. En el piso de arriba el calor era aún mayor.
Tocó el radiador del descansillo y vio que estaba frío como el mármol. Incómoda, miró a su alrededor, entró en su dormitorio y desde allí al cuarto de baño. La temperatura allí era como la de un secadero.
Mientras se lavaba las manos contempló su rostro en el espejo. Estaba empañado por la respiración. Se apretó la frente con la mano.
Estaba fría, casi helada, pensó al tiempo que se preguntaba si iría a enfermar de gripe.
Se secó la cara con la toalla, cuidando de que no se le corriera el maquillaje, cerró los ojos y se dio unos golpecitos en los párpados.
De repente se produjo una fuerte corriente de aire helado, como si se hubiera abierto la puerta de un gran congelador y advirtió la presencia de alguien detrás de ella, observándola. Abrió los ojos lentamente y miró el espejo.
Fabián estaba de pie, inmóvil, exactamente detrás de ella.
Alex tuvo consciencia de un terrible espasmo dentro del pecho, como si hubiera metido el dedo dentro de un enchufe eléctrico, y después sintió como si su cuerpo estuviera atravesado por cientos de agujas y alfileres que le causaban tanto daño que estuvo a punto de gritar de dolor.
Cuando se dio la vuelta para ver de frente a su hijo se dio cuenta de que no había aire en la habitación. No podía respirar.
Él estaba allí, con una camisa blanca y su grueso jersey favorito. Una imagen sólida, tan sólida que parecía como si pudiera tocarla.
Pero no había aire.
Su hijo le sonreía, una sonrisa irónica, desconocida en él, y una expresión de desdén en los ojos, como si se estuviera burlando de ella; algo que nunca viera en su hijo con anterioridad y que le hacía pensar en que algo terrible le estaba ocurriendo.
Comenzó a sentir pánico. El dolor del hormigueo y el calambre resultaba insoportable; temblaba, le dolían los pulmones y se sentía violentamente enferma.
Trucos de su mente, oyó el eco de la voz del sacerdote. Alucinaciones.
Se tambaleó, estuvo a punto de perder el conocimiento, puso sus temblorosas manos detrás de la espalda y se sujetó con firmeza al borde del lavabo.
¡Y todo pasó!
Regresó al dormitorio jadeando y miró ansiosamente a su alrededor. Corrió escaleras abajo y se quedó en el recibidor, tratando afanosamente de buscar aire, temblando y dolorida en todo el cuerpo. Entró en el salón. Allsop estaba mirando su taza de café con intensa concentración. Parecía incómodo cuando ella regresó.
– No sabía que tenía usted… otro hijo.
– ¿Cómo? -Lo miró casi incapaz de hablar.
– El joven que acaba de subir las escaleras.
¿Por qué sonreía? ¿Qué le parecía tan divertido? Después se dio cuenta de que no se trataba de una sonrisa, sino de su tic nervioso.
– ¿De pelo rubio? -tartamudeó Alex.
– Sí -respondió con calma.
– ¿Con un jersey grueso?
El sacerdote afirmó de nuevo.
Buscó apoyo en el brazo de un sillón, incapaz de seguir de pie, se sentó y cerró los ojos. Los abrió al cabo de un momento y lo miró de nuevo con fijeza.
– No tengo ningún otro hijo. Era Fabián.
Oyó un repentino golpe metálico producido por la taza del sacerdote al ser dejada violentamente sobre el platillo. Alex vio cómo la cucharilla vibraba en su mano, rozando contra el borde de la taza, como si estuviera tocando un pequeño instrumento musical, y que un poco de café se derramaba por uno de sus lados.
– Ya veo -dijo finalmente.
Su ojo derecho se abría y se cerraba. Con gran dificultad dejó el platillo y la taza y su mirada recorrió la habitación. Temblaba claramente y trató de recuperar la compostura.
– ¿Es a eso a lo que se refería usted?
Alex notó algo suave y se dio cuenta de que aún continuaba con la toalla en la mano. Comenzó a doblarla, alisando cuidadosamente los pliegues.
– No lo sé.
– ¿No hay posibilidad de que haya alguien en la casa?
– ¿Qué quiere decir?
– Un fontanero, el encargado de limpiar las ventanas o algo parecido.
Ella negó con la cabeza.
– No -dijo él, abriendo y cerrando la boca varias veces. «Como un pez de colores en un acuario», pensó Alex.
– ¿Comprende ahora lo que quiero decir?
El cura volvió a recorrer la estancia con la mirada, que de vez en cuando se fijaba en Alex.
– ¿Con respecto al exorcismo?