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– ¿Puedo reflexionar un poco más? -preguntó.

– Sí, no hay prisa, guardaremos las cenizas durante tres meses… antes de disponer de ellas. Naturalmente se lo comunicaríamos antes.

– Naturalmente.

El 4 de mayo.

Philip Main estaba al teléfono. ¿Quería hablar con él? ¿Dónde estaba el hombre del crematorio?, pensó de repente. ¿Había terminado de hablar con él? ¿Cómo habían quedado, finalmente?

– ¿Cómo estás? -preguntó suavemente.

– Bien.

– ¿Lo hiciste…?

– Sí. Esta tarde -sintió que las lágrimas afluían a sus ojos- celebrarán una misa de réquiem. El sacerdote me dijo que una ceremonia de exorcismo tarda mucho tiempo en autorizarse… Que no suelen autorizarlas hasta que no haya transcurrido bastante más tiempo desde el fallecimiento… ¡Oh Dios mío, Philip! Estoy tan asustada.

– Todo irá bien.

– Me gustaría que tú también vinieras.

– Estarás bien, muchacha.

Alex se limpió la nariz.

– ¿Puedo llamarte después?

– Sí, tomaremos una copa.

Alex sorbió por las narices y de repente se sintió bien, contenta de tenerlo al otro extremo de la línea, como si la invadiera una gran marea cálida y reconfortante.

– Me encantará.

Se las arregló para aparcar exactamente frente a su casa. Eran las seis menos cuarto. Desconectó el motor y cerró los ojos. Oyó ruido de pasos y sobresaltada levantó la vista; era un hombre que paseaba a su perro, un labrador, sujeto con la correa, que le dirigió una mirada de admiración a través del parabrisas. Alex apartó la mirada, se ruborizó y durante un momento se sintió extrañamente animada. Normalidad, aún reinaba la normalidad, aún era posible en alguna parte. Se aferró al volante con ambas manos, fuertemente, y miró a su casa; como un conejo, pensó, como un conejo en su madriguera.

El 4 de mayo.

¿Qué demonio significaba esa fecha? ¿Por qué volvía a su mente una y otra vez?

¿Por qué razón tenía que estar sentada así, en su coche, a pocos metros de la entrada de su casa sin atreverse a entrar en ella? ¿Su casa? ¿Su casa? Miró la puerta pintada de azul y la pintura blanca de la fachada, que empezaba a estar en mal estado y debería ser pintada pronto. Trató de recordar cuándo se pintó la fachada por última vez. Hacía al menos cinco años. La casa parecía tan sólida, tan normal, pero ¿volvería realmente a ser normal alguna vez? ¿Podría volver a vivir allí después de todo lo que le había ocurrido?

Alex tembló. En el retrovisor exterior pudo ver al cura y a otro hombre, ambos con sotanas negras, que caminaban por la calle llevando algo entre ellos; una especie de maletín de plástico negro, según pudo ver cuando estuvieron más cerca.

El otro sacerdote era mayor que Allsop y debía de tener, a su juicio, poco más de cuarenta años.

Salió del coche.

– ¡Oh, bien! -dijo Allsop-, ya veo que acaba de llegar. Estábamos preocupados al pensar que íbamos a llegar tarde. Ustedes ya se conocen, ¿verdad?

Alex sonrió cortésmente al mayor de los sacerdotes, un hombre con el rostro seco e inexpresivo, el rostro del clérigo profesional que no se dedica a tareas pastorales. Si hubiera llevado un traje normal en vez de una sotana, se le podría haber tomado por un abogado de altos vuelos.

– No -respondió Alex.

– Soy Derek Matthews -se presentó el hombre con voz cortante y le tendió la mano, sin sonreír-, vicario de St. Mary's.

– ¡Ah! -dijo Alex advirtiendo el firme apretón de su mano-. Me temo que últimamente descuidamos bastante la asistencia a la iglesia.

– Son muchos los que lo hacen, señora Hightower -comentó sin el menor rastro de humor.

– Espero que no los haya molestado que no acudiéramos a usted para realizar el servicio religioso en el funeral de mi hijo, pero lo celebró un sacerdote amigo de mi marido que conocía muy bien a mi hijo… a nuestro hijo. -Se estremeció-. Pensamos que eso era lo más apropiado.

– Naturalmente.

– ¿Podemos… ya? -preguntó Allsop.

– Sí -Alex se sentía ciertamente incómoda por la presencia de Matthews-, desde luego, pasen, por favor. -Miró el maletín. Causaba la impresión de contener los bocadillos destinados a una excursión campestre-. Es una iglesia muy bonita, St. Mary's.

– No a gusto de los puristas -dijo Matthews con cierta tensión-. Es un verdadero desastre arquitectónico.

Entraron y Alex cerró la puerta tras ella. Matthews miró a su alrededor con cierto desdén.

– ¿Desean ustedes tomar algo… una taza de té?

– Creo que lo mejor será proceder de inmediato -dijo Matthews mirando su reloj-. Tengo una reunión a la que no puedo faltar.

Alex miró a Allsop, que trató, demasiado tarde, de esquivar sus ojos y se sonrojó.

– Yo… creí que sería una ayuda para todos que Derek estuviera presente. Él tiene mucha más experiencia que yo en estas cosas. -Su ojo derecho temblaba furiosamente.

– Sí, claro. -Alex miró nerviosa a Matthews-. ¿Qué habitación vamos a utilizar?

– La habitación en la que ocurrió la aparición -dijo Matthews con sequedad, como si se estuviera dirigiendo al conserje de un hotel.

– La aparición se ha producido casi en todas las habitaciones -replicó con acritud.

– ¿Puedo preguntarle, señora Hightower, si se ha estado divirtiendo aquí con actos relacionados con el ocultismo?

– No acostumbro a divertirme con esas cosas -respondió consciente de que la rabia comenzaba a reflejarse en su voz.

– ¿No ha celebrado aquí alguna sesión de espiritismo o algo semejante?

«Mire -estuvo a punto de decir-, no estoy en la escuela.» Pero se contuvo y afirmó:

– La semana pasada celebramos un círculo. -Se dio cuenta de que su cara enrojecía y miró a Allsop pidiéndole disculpas, como si le hubiera hecho quedar mal delante de su compañero.

– Entonces creo que deberíamos ir a la habitación donde se celebró esa reunión -dijo Matthews cada vez más impaciente.

– Lo siento -se excusó Alex, que se sentía estúpida e impotente.

Los condujo escalera arriba; nada iba a pasar, lo sabía, nada en absoluto, y Matthews acabaría pensando que era aún más estúpida.

«Oh, Dios», pensó mientras abría la puerta y se daba cuenta de que su rostro se enrojecía turbado al ver las sillas que aún seguían colocadas formando un círculo.

Sintió la mirada de Matthews fija en ella y fue incapaz de mirarlo a los ojos. Levantó la vista al retrato de Fabián y después a las cortinas, a la cinta adhesiva que aún las mantenía sujetas a la pared para impedir que entrara la luz.

– Esas prácticas resultan muy peligrosas, señora Hightower -la amonestó el vicario de St. Mary's.

– Lo sé -respondió ella, humildemente, como una escolar cogida en falta, dándose cuenta de la expresión mortificada en el rostro de Allsop.

Éste dejó el maletín en el suelo y algo en su interior hizo un ruido metálico. Matthews se arrodilló y abrió la cremallera.

– Necesitamos una mesa; y también un poco de sal.

– ¿Sal? -se extrañó Alex.

– Sí, sal común. ¿Tiene un salero de cocina?

– Iré a buscar uno.

Alex fue a la cocina a buscarlo y seguidamente entró en su dormitorio. La estancia estaba muy fría y Alex sintió miedo de separarse de los otros dos aunque sólo fuera unos segundos. Cogió la mesita que estaba a los pies de la cama y con ella regresó a toda prisa al cuarto de Fabián.

– Muchas gracias.

Matthews tomó de sus manos la mesita y el salero, como si le estuviera confiscando a un niño sus juguetes preferidos.

Los dos sacerdotes empezaron a realizar sus preparativos como si fuera algo ya ensayado muchas veces con anterioridad. Allsop colocó tres sillas en fila, mientras que Matthews empezó a sacar algunos objetos del maletín y los colocó sobre la mesa. Primero situó dos pequeños candelabros en el centro de la mesa, después un cáliz, una botellita de vino y una bandeja de plata. Los religiosos trabajaron en silencio, olvidados de ella, ignorándola, como si pese a su incomodidad no contara para nada.