Выбрать главу

– Quisiera hablar con mi mujer en privado.

– Sí, naturalmente. Hay algo muy importante que tener en cuenta. Debe comprender que es posible que ella sea la responsable.

Oyó que David decía en voz alta:

– ¿Responsable?

– Creemos que el espíritu de su hijo sigue todavía en el plano terrenal -dijo Ford con gran conciencia profesional-, pero lo que no sabemos es si esto es así porque no logró salir de él o si es ella la que le ha hecho volver. Mire, es posible que la señora Hightower haya alterado su espíritu cuando vino a verme por primera vez. A veces los espíritus no quieren regresar… y se los invoca en contra de su voluntad, como Samuel, cuando Saúl consultó a un médium. A veces es el poder de la aflicción lo que hace que un espíritu regrese.

Hubo otro silencio.

– Sólo quería que lo supiera, señor Hightower. Es importante.

– Así que todo es culpa de mi esposa, ¿no es eso?

– No necesariamente, señor Hightower. En absoluto. Pero sí una posibilidad.

Hubo otro largo silencio. A continuación oyó que David la llamaba:

– ¿Alex? ¡Alex!

Miró a su alrededor sin responder.

– ¿Dónde demonios se ha metido?

Oyó ruido de pasos y de nuevo la voz de su marido:

– ¡Estás aquí! ¿Te has quedado sorda? Te he estado buscando por todas partes.

Alex no dijo nada.

Oyó cerrarse la puerta.

– Tu condenado amigo el médium está aquí… y esa necia de Sandy… y todos los demás. ¿Por qué demonios les dijiste que vinieran aquí?

– No lo hice.

– ¿Qué?

– Que yo no les pedí que vinieran.

– Entonces ¿quién se lo dijo?

– Fabián -respondió Alex sencillamente.

Oyó el clic del cierre de su lata de tabaco, el ruido del papel al liar el cigarrillo y seguidamente hubo unos instantes de silencio.

– ¿Qué quieres decir?

Alex miró al chaval en el triciclo; su hijo, el hijo que ella había traído al mundo. Su bebé llorando en la noche, llorando pidiendo más luz. Se estremeció. El sonriente chiquillo del triciclo estaba allí, en la oscuridad, confuso y asustado.

«¡Ayúdame, madre!»

¿Cómo?

– No lo sé. No sé lo que quiero decir.

– ¿Qué quieres hacer?

«¡Ayúdame, madre!»

Oyó un clic metálico, vio un breve relámpago de luz y olió el humo dulzón de su cigarrillo.

– Morgan Ford te sacó de quicio la última vez.

«¡Ayúdame, madre!»

– Es culpa mía -dijo Alex temblando-. Todo es culpa mía.

– Claro que no.

4 de mayo.

La puerta se abrió.

– ¿Empezamos? -preguntó Ford.

Alex se dio la vuelta. Un joven con el pendiente de oro llegó a la habitación llevando una silla de madera con la que golpeó la puerta al entrar. El cabello negro y lustroso y el rostro ajado. Orme, recordó. Orme.

Un hombre tranquilo, vestido con un traje marrón, entró tras él, llevando igualmente una silla, que mantuvo en alto, sin tocar el suelo, y miró a su alrededor con mirada de disculpa, como si esperara que alguien le dijera que podía dejar la silla en el suelo. El cartero.

David seguía de pie, en silencio, con el ceño fruncido, inseguro y libre ya de su violento enojo.

Morgan Ford estaba de pie frente a ella. Traje gris, camisa gris, corbata gris, cabello gris; una coordinación perfecta de color, que dedicó a Alex una sonrisa de ánimo. Ésta vio el brillo de la piedra de su sortija y lo miró a la cara, seguidamente el gran moño negro de Sandy, el pendiente de oro de Orme, el traje de poliéster marrón de Milsom; la negativa insistente de la cabeza de David y la extraña mirada de ansiedad de sus ojos.

«No, no los dejes, David. ¡Por Dios, no los dejes!»

– Hay mucha fuerza aquí -comentó Ford-. Demasiada fuerza.

«¡No los dejes David!»

– Alex puede quedarse ahí -dispuso Ford-. Así está bien, dejemos que esté cómoda.

«No. Por favor, no.»

– El proceso de liberar el espíritu puede ser a veces muy angustioso -explicó Ford amablemente, mirando a David y seguidamente a Alex-. A veces el espíritu quiere destacar esos últimos momentos de su existencia carnal.

Se apagó la luz.

– ¡Dios amado, te rogamos que pongas tus ojos en nuestro círculo y nos protejas para que no nos ocurra ningún daño.

«¿Es que no te das cuenta de lo que va a suceder?»

Sonó el interruptor del magnetófono. Surgió la música de Vivaldi, ligera, airosa, triste.

– Sentid la hierba, suave y primaveral; es muy agradable pasear sobre ella. Ahora veis la gran puerta blanca delante vuestro. Cruzad la puerta y podréis ver un río.

«¡Detenlos! Por favor, David, haz que se detengan.»

– Podéis ver la gente en la otra orilla, de pie. Vuestros amigos que esperan para recibiros y daros la bienvenida. Cruzad el puente, ahora, acercaos a ellos, saludadlos, abrazadlos, pasad el tiempo con ellos. No tengáis miedo, divertíos y sed felices con ellos.

Alex miró al otro lado del río, a la otra orilla, detrás del puente de piedra, y vio a Ford de pie, con su inmaculado traje gris, haciéndole señas agitando las manos. Detrás de él había más gente, formando grupos, charlando como si se hubieran reunido para tomar unas copas. Sandy, Orme, Milsom y David.

«Estoy aquí.»

Puso un pie en el puente, pero todos los demás le volvieron la espalda, ignorándola.

«Estoy aquí. Aquí»

Trató de cruzar el puente, pero dos manos la sujetaron por los brazos, impidiéndola seguir adelante.

«Soltadme. Dejadme ir.»

«Te ahogarás. Es una trampa; el puente no es seguro.»

«¿Quién eres tú?»

Se oyó un clic, silencio, un silencio completo, total. Alex abrió los ojos y miró aterrorizada a su alrededor en la habitación a oscuras.

– Ha empezado -dijo Ford-. Está impaciente. No quiere esperar que terminemos nuestra meditación.

Alex sintió que la envolvía un remolino de aire helado.

Pasó un coche al otro lado de la ventana, seguido de un camión pesado. La habitación vibró. Alex miró asombrada a su alrededor. Aquello era imposible. Por allí no pasaba ninguna carretera. No había carretera, pensó. ¿Los había oído David? ¿Los habían oído todos los demás?

– ¡Madre!

Un murmullo, áspero, tosco, apenas audible sobre el silencio. Procedía del cartero.

– ¿Cuál es tu nombre? -preguntó Ford con voz segura, como si mantuviera una conversación de negocios o respondiera a una llamada telefónica.

Hubo otro largo silencio.

«Es un farsante. No es su voz. ¿No te das cuenta de que es un farsante.»

– ¿Quiere hacer el favor de decirnos su nombre? Si no, tenga la bondad de abandonar al médium inmediatamente.

Alex oyó respirar profundamente, exactamente a su lado, inspiraciones contenidas, entrecortadas, náuseas profundas, separadas entre sí por largas pausas.

– ¿Eres Fabián Hightower?

Hubo un fuerte olor de petróleo. Alex oyó que los demás olfateaban, lo que indicaba que ellos también percibían el olor.

– ¿Eres Fabián Hightower?

De repente el olor se hizo más fuerte. Las emanaciones le escocían los ojos.

– Vamos a ayudarte, Fabián.

Ella no podía respirar.

– Vamos a ayudarte a pasar al otro lado.

Era como si alguien apretara una máscara sobre su rostro.

Cuanto más fuertemente trataba de respirar, más se le pegaba la máscara a la cara. La respiración a su lado se iba haciendo cada vez más tranquila, más rítmica, como la respiración de un submarinista.

No.

Alex comenzó a temblar. «Dame un poco de aire, no te lo lleves todo. ¡Oh, Dios, no te lo lleves todo! Aire. Dios mío, dame un poco de aire.»

Luchó con el vacío que envolvía su rostro, trató de alejarlo, de pasar debajo de él, de esquivarlo. Le dolía el pecho.

Los vapores, los vapores del petróleo habían desplazado al aire.

Volvió a escucharla. La respiración a su lado, rítmica suficientemente, satisfecha.

No.