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Se meció violentamente, adelante y atrás, temblando, cada vez más.

Los vapores. Petróleo. Iban a hacer explosión.

«¡Déjame respirar, querido! Dame aire, por favor, dame aire.»

Algo se movió en su interior; algo frío, terriblemente frío. Una mano helada se había posado en su frente, tiernamente, le apartaba los cabellos caídos sobre ella y acariciaba sus hombros. Oyó que el sofá temblaba, crujía y chirriaba en medio del silencio mientras ella se debatía luchando por respirar. Ahora había algo frío, helado, dentro de su oreja, empapando su cerebro como un líquido.

Y en esos momentos, de repente, se sintió fuerte. Mucho más fuerte que nunca con anterioridad. Tan fuerte que ni siquiera necesitaba respirar. No. Por favor, no. No.

Oyó pasar otro coche en la distancia. Fue como si de pronto le llegara un sonido deslizante, desesperado, pavoroso, que parecía durar eternamente. No. Trató de levantarse, pero una fuerza inmensa, enorme, la empujó hacia atrás y la obligó a seguir sentada en el sofá. Lo intentó de nuevo y una mano insistente la sujetó con fuerza. ¿De quién? ¿De David? ¿De Ford? Logró librarse de la mano y se puso de pie. Algo trató de hacerla volver a sentarse, una gran fuerza como una pared que se desploma. Resistió contra ella con toda su nueva fortaleza y sintió que el suelo se alzaba bruscamente frente a ella. Se quedó en el suelo, apoyada en las rodillas y las manos y, lentamente, comenzó a avanzar centímetro a centímetro, aferrándose a los pliegues de la alfombra con las puntas de los dedos; alcanzó la puerta y se sujetó al tirador, lo que le exigió todo su peso, para evitar caerse hacia atrás, de espaldas, en la habitación oscura.

El sonido de deslizamiento continuaba, horripilante, como si un coche con las cuatro ruedas bloqueadas patinara sobre una carretera mojada.

Logró forzar la puerta hasta abrirla, y cayó al otro lado con una voltereta repentina que la hizo rodar sobre el suelo de la cocina hasta llegar a la pared y chocar contra el fregadero con un duro golpe que la sacudió violentamente.

Sus pulmones estaban a punto de estallar. Aspiró con voracidad unas bocanadas de aire, largas aspiraciones profundas, y se quedó echada allí por un momento, exhausta, mirando llena de pavor la puerta que daba a la sala de estar, la puerta que acababa de atravesar y que se había cerrado tras ella. Sintió un soplo helado que partiendo de la nuca, le descendía por la espalda; se puso de pie vacilante, insegura, y escuchó. Pero no pudo oír nada. Se quedó mirando la llave que colgaba en el clavo de la pared y la alacena en la que estaba la linterna. Tiempo. Había tiempo. La llave le pareció fría, áspera y pesada. ¿Había tiempo?

La llave giró fácilmente, con demasiada facilidad. La cerradura había sido engrasada. Por el contrario, le costó trabajo abrir la puerta deformada y combada sobre sus goznes; tuvo que empujar con mucha fuerza para lograr abrirla lo suficiente para poder entrar; la cerró después de haber pasado.

Se dio la vuelta para enfrentarse a la oscuridad, respirando en el malsano aire sin vida que la rodeaba y oyó el eco del roce de sus pasos.

– Estoy aquí, cariño -dijo, y oyó cómo su voz se extendía monótona por la oscuridad.

Encendió la linterna y vio una escalera de piedra a pocos pasos de ella. Exactamente como lo recordaba.

Descendió por la escalera y notó que el aire se iba haciendo cada vez más húmedo y frío. Al final de la escalera había una gran puerta de acero estanca, con una gran rueda radial como la que cierra las compuertas de los submarinos.

«Si se ha producido una filtración en una de las secciones, se ahogará en el caso de que abra la puerta.»

Probó a mover la rueda del cierre y vio que giraba con facilidad. Dio seis vueltas completas antes de detenerse. Suspiró profundamente y empujó la puerta. Pudo abrirla sin esfuerzo alguno, sin más ruido que el chirriar de uno de sus goznes, que despertó un eco que se extendió por el oscuro túnel, delante de ella, como el grito de un animal herido.

Dirigió el rayo de luz de su linterna al suelo de cemento y seguidamente a las curvadas paredes. A su derecha había una serie de válvulas, controladas por otra gran rueda unida a la pared.

«Nunca toquen estas cosas -les había advertido el agente de la inmobiliaria-, nadie sabe para qué sirven.» Débilmente, fuera ya del alcance directo del rayo de luz de la linterna, vio otra puerta semejante a la que abrió anteriormente. De nuevo bajó el rayo de luz al suelo y vio cómo se reflejaba en un charco. Nerviosa, enfocó el techo.

El yeso del techo estaba lleno de gruesas manchas marrones y se había desprendido en algunos lugares.

Un delgado chorrito de agua goteaba desde el centro de una de las manchas y las gotas sonaban débilmente al caer sobre el suelo. Plang. El eco del sonido la envolvió, se estremeció, se dio la vuelta y dirigió el rayo de luz al lugar por donde había llegado. Oyó una respiración profunda y se puso rígida. Ella contuvo su respiración y el sonido cesó. Respiró de nuevo, aliviada, y siguió avanzando por el túnel que se deslizaba profundamente por debajo de las negras y silenciosas aguas del lago, bajo la niebla y el pez saltarín y los carrizos como dedos de muertos.

Había fango en el suelo y manchas de moho y humedad en las paredes. El haz de luz de la linterna arrojaba líneas de luz y largas sombras a su alrededor y el apagado eco de sus pasos la siguió primero y seguidamente pareció adelantarla. La puerta se acercaba cada vez más, la puerta que daba a la gran sala de baile subacuática. Si esa sala de baile estaba inundada… Si…

Se detuvo cuando llegó a la puerta y miró hacia atrás asustada.

Plop. Plang. El ruido resonó a su alrededor como un portazo. ¡Oh, Dios mío! No. Dirigió la luz de la linterna hacia el camino por donde había venido, los reflejos de la luz danzaban en el techo y después en el suelo. La puerta que había quedado atrás seguía abierta.

Plop. Plang.

Giró la rueda que abría la segunda puerta, que giró fácilmente en silencio, bien engrasada; seis vueltas, exactamente como la anterior.

En ese momento se apagó la linterna.

No. Agitó la linterna. Nada. Volvió a sacudirla. Nada. Manipuló el interruptor y tampoco obtuvo resultado alguno. Volvió a moverla violentamente sin conseguir nada.

– Por favor, por favor -suplicó, gimiendo.

La agitó de nuevo y oyó un débil tintineo de cristales en el interior de la lente. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. No había la menor diferencia. Contuvo la respiración y escuchó el silencio. Nunca había oído un silencio semejante.

Plop. Plang.

Otra vez el silencio.

Empujó la puerta y la abrió. Luz. Una luz tan brillante que la sorprendió. Admirada, levantó los ojos para contemplar el techo de cristal en forma de cúpula. Sus gruesos paneles de cristal, cubiertos con una ligera capa de limo y algunas ramas inmóviles, exactamente igual como lo recordaba. Los paneles eran tan brillantes como si tuvieran luces escondidas detrás de ellos; tuvo la sensación de que podría atravesar aquella cúpula de vidrio hasta tocar el cielo.

Por un momento se quedó intrigada por la brillante luminosidad, demasiado asombrada para ver nada en aquella luz verdosa que se filtraba y llenaba la estancia.

Hasta que el mal olor la golpeó. Un olor terrible, nauseabundo que penetró por su nariz y la garganta hasta invadir su estómago. Un olor fuerte, penetrante y repulsivo como jamás había conocido en toda su vida.

Se apretó fuertemente la nariz con los dedos, sintió un horrible peso en el estómago. Algo la golpeó en la espalda, tuvo un sobresalto y seguidamente se sintió como una estúpida. Era la pared hasta la que había retrocedido de modo inconsciente.

De nuevo la golpeó el apestoso olor; unió sus manos formando una copa, se protegió con ellas la nariz y respiró profundamente por la boca.

Y en esos momentos vio en el suelo a la persona que la miraba desde el otro extremo de la estancia.

Se quedó helada.

Poco a poco sintió que se le doblaban las piernas. Trató de retroceder para salir de la sala, notó el golpe discordante sobre la pared dura y delgada. Apretó las manos contra ella buscando su camino. ¿Dónde había quedado el paisaje de entrada? ¿Dónde? ¿Dónde?