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– ¡Todo está bien, madre, todo está bien! -La recorrió un escalofrío-. Todo irá bien.

– ¡No!

Sintió el apretón sobre su brazo como unas pinzas de acero.

Encadenada en un sótano.

– ¿David?

Y ¿la dejó allí?

– David por favor, déjame.

La voz sonó amable, tranquilizadora.

– No te preocupes, madre.

Alex gritó, logró escapar al abrazo, cayó sobre el suelo fangoso, rodando, histérica.

Se levantó, vio la luz al final del túnel y de repente una sombra que se cruzó bloqueándola. Volvió a darse la vuelta, corrió, se resbaló y cayó. Se debatió agitando los brazos, patinó sobre el suelo, se puso en pie de nuevo con dificultad y corrió con toda la rapidez que le fue posible. Tropezó y cayó otra vez, sin aliento, chocando contra algo duro. La puerta. La puerta cerrada. De nuevo se puso de rodillas tratando de no sollozar y se golpeó la cabeza. Gritó de dolor y levantó las manos. Tocó algo redondo, frío: la rueda que abría la puerta.

Se levantó. Sujetó la gran rueda con ambas manos, pero no pudo moverla. «Vamos, vamos. -Consiguió mover la rueda, le dio una vuelta completa y de nuevo empujó la puerta-. ¡Vamos, vamos, ábrete!» Volvió a girar la rueda, tenaz, chirriante, áspera. Tenían que oírla, tenían que oírla. ¡Jesús, antes no le costó trabajo abrirla!

Un chorro de agua, fina como un spray, la golpeó en el rostro.

Volvió a girar la rueda y empujó. Ahora fue un chorro de agua más fuerte y grueso lo que la golpeó en el pecho y la empujó hacia atrás haciéndola chocar contra algo. La pared. Sintió el silbido del escape de agua, maligno, amenazador, que cada vez se hacía más fuerte.

– ¡Madre! -oyó el grito penetrante de Fabián.

«Nunca toque estas cosas. No sabemos para qué sirven.»

La rueda equivocada; ésa era la razón por la que le había costado tanto trabajo moverla. «No, Dios mío, no.»

Un fino chorrito de agua le escoció los ojos como si fuera un ácido. Los cerró, parpadeó luchando contra el dolor penetrante. ¿Dónde estaba la luz? ¿En qué dirección? El agua llovía sobre ella por todas partes.

Se produjo un ruido crujiente; muy débil al principio, pero que se fue haciendo cada vez más fuerte, como el chasquido de un trozo de madera al romperse bruscamente. Era como si alguien estuviera abriendo un cajón de embalaje. El ruido se extendió, rodeándola, casi ensordeciéndola. De repente cesó y por un momento no hubo sonido alguno.

Miró a su alrededor, en la oscuridad, tratando de orientarse, tratando de encontrar el camino correcto. Pero no había otra cosa salvo la oscuridad.

Oyó un rumor, muy débil al principio, como un trueno distante que se transformó en un rugido estridente, exactamente detrás de ella. Se giró en redondo y por un instante la vio: la luz de la sala de baile. Después el muro de agua.

No.

El muro de agua que cayó sobre ella, lastimándola.

La luz fue lo primero en desaparecer. Después el sonido. Se hizo el silencio cuando el agua la alcanzó, la envolvió y la arrastró por el suelo.

Un silencio completo. Absoluto.

CAPÍTULO XXX

Todo era blanco, muy blanco, suave, difuso, lechoso. Dedos blancos se deslizaban sin ruido a su alrededor, dejando ondas silenciosas en su despertar. La consciencia era todavía tan débil que apenas registraba lo que le estaba sucediendo. Tabletas, pensó, medicamentos que le hacían sentirse bien, soñar bellos sueños que costaba trabajo abandonar para despertarse.

La severa mirada; las frondas de un bigote; ojos azules acerados. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

– ¿Estás bien, muchacha? -ella sonrió débilmente-. Esto está muy cargado… ¿Puedo abrir la puerta?

Ella afirmó. Se oyó el golpe de la persiana al abrirse y de pronto la habitación se llenó de una luz brillante. Desapareció la ilusión para dar entrada a la realidad como a una intrusa. Otro día había pasado. Un día más que no tenía importancia.

– ¿Qué día es hoy, Philip?

– Dieciocho de mayo.

«Jesús!» Inesperadamente Alex trató de incorporarse, pero el profundo dolor de su espalda se lo impidió.

– ¿No hay cambios?

– Creo que estoy un poco mejor.

Durante unos pocos minutos siguieron sentados en silencio. Alex observó a Philip que fumaba, el parpadeo de sus pestañas; trató de pensar de nuevo, luchando contra el efecto de las drogas que, precisamente, se le administraban para impedir que pensara.

– Yo los maté -exclamó-. Vinieron a ayudarme y yo los maté.

– Aquello era muy inseguro. Podía haber pasado en cualquier momento. Debía haber estado precintado.

– Yo abrí la válvula. Me equivoqué. Pensé que era la rueda de la puerta.

Ella miró el azul de sus ojos. La luz parecía danzar en ellos reflejándose sobre la profundidad de un lago. Estanque medieval. Sintió un escalofrío.

– Yo los maté.

– No, por Dios, no.

– Lo hice.

– Un accidente, muchacha. Un accidente.

– Y ni siquiera estuve en su funeral. No fui al funeral de mi propio esposo. -Vio cómo Philip se ponía de pie y se dirigía a la ventana. Se apoyó en el alféizar y miró fuera-. También debí asistir al de Otto. El estuvo en el de Fabián.

– En Alemania -dijo Philip amablemente- Creo que se llevaron su cuerpo a Alemania.

Hubo otro largo silencio. Alex tembló.

– Ni siquiera le mandé flores a Otto… ni a la chica.

– ¿La chica?

– Carrie.

– ¿Carrie?

– La chica que… -Hizo una pausa y lo miró-. Ya sabes. La chica que estaba allí.

– ¿Quién estaba dónde?

– Bajo el lago.

– ¿Qué chica estaba bajo el lago?

– Aquella que Fabián… -hizo una pausa.

¿Por qué no quería él hablar de ello? ¿Por qué continuaba negando?

Él retrocedió y se sentó cerca de la cama.

– El lago fue dragado. -Sacó otro cigarrillo-. Sólo estaban Otto y David. Nadie más.

– Pero… yo… la vi, Philip.

Él negó con la cabeza. Firmemente.

– En la sala de baile -dijo Alex bajando la voz.

– Tonterías -replicó Philip-. Sólo tonterías. Aquello implotó. Un ejemplo extraordinario de ingeniería. -Se levantó y se dirigió de nuevo hacia la ventana.

– Ella está allá abajo.

Él miró de nuevo fuera, por la ventana.

– Eso fue lo que te salvó -dijo.

– ¿Qué quieres decir?

– La obra de ingeniería. Todo dividido en secciones. Saliste expulsada como la pasta de dientes cuando se aprieta el tubo.

– ¿Por qué no se salvaron ellos?

Philip siguió mirando por la ventana, en silencio.

– Philip -insistió Alex-, ella estaba allí.

Él continuó mirando por la ventana durante mucho tiempo.

– Hay un equilibrio -dijo Philip suavemente, sin volverse-. Siempre hay un equilibrio. Dos motas de polvo: una positiva y otra negativa… Se encuentran en el vacío y ¡bang! Una sin la otra hubieran sido inútiles, sin vida, nada. -Se volvió para mirarla-. El sol brilla fuera. -Con la cabeza señaló la ventana-. ¿Puedes imaginarte lo que pasa allí? Un infierno, muchacha, un infierno. Pero lo necesitamos; lo necesitamos para existir. ¿Lo comprendes?

La puerta se abrió y entró una enfermera vestida de blanco. Levantó el brazo y consultó su reloj.

– Lo siento, pero creo que ya pasó el tiempo… -miró a Philip.

Este se puso de pie de mala gana y se ruborizó.

– Bien… yo… ¿puedo volver mañana?

Alex escuchó hasta oír el golpe de la puerta al cerrarse. La nueva rutina de la vida. Sencillo; muy sencillo; a veces deseaba poderse quedar allí para siempre.

CAPÍTULO XXXI

El camión de la mudanza llegó a las nueve. Pudo verlo sin necesidad de mirar: una gran sombra azul al otro lado de la ventana. Oyó el ruido del motor, los golpes de las puertas, voces.

– Están aquí, señora Eyetoya, están aquí.

Mimsa la miró con los ojos muy abiertos, insegura.