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– Espantoso -dijo Sandy-. Todo este asunto. Iba con ellos otro chico que también…

Alex afirmó con la cabeza.

– Sí. Charles Heathfield. Sus padres viven en Hong Kong.

– Espantoso. ¡Qué cosa tan horrible! Un camión en dirección contraria en la autopista, ¿no fue eso?

– Un coche -la corrigió Alex.

Sandy frunció las cejas.

– Estaba segura de que los periódicos hablaban de un camión.

– Así fue. La noticia estaba equivocada.

– Un francés que quiso suicidarse, ¿fue eso?

Alex asintió.

– ¡Qué forma más extraña de suicidarse! ¿Por qué no estrelló su coche contra un muro de cemento o algo así?

Sonó el silbido de la cafetera eléctrica.

– ¿Sabes algo de él, querida?

– No, no mucho. Su esposa había muerto. El negocio le iba mal. Muñecos de peluche o algo así. -Se estremeció-. David está más enterado.

– Horrible.

Alex llevó las tazas a la sala de estar y las dos se sentaron. A Alex empezaba a dolerle la cabeza y cerró los ojos.

– Creo que deberías ver a un médium, querida -dijo Sandy mirando el café y revolviéndolo hasta disolver el último grano de polvo.

– ¿Un médium?

– Sí.

– No, Sandy, eso no es para mí. Yo no creo en ese tipo de cosas.

– Yo creo que sí.

– ¿Tú lo crees así? -preguntó incrédula.

– Eres cristiana, por lo tanto crees en la vida eterna.

– No estoy segura de ello.

Alex miró a aquella mujer, un manojo de nervios, que se sentaba frente a ella, que en aquellos momentos trataba de introducir la punta de un cigarrillo en el extremo de una boquilla larga y delgada, con tanta dificultad como si tratara de enhebrar una aguja. Conocía a la chica desde sus días escolares, loca, chiflada, pero amable; una mujer que había soportado tres divorcios, que fue drogadicta, alcohólica, miembro de los Christian Scientist, vegetariana, que había practicado la meditación con el Maharishi Yogi e intentado practicar virtualmente todas las religiones existentes bajo la capa del sol; que convirtió su vida en un desorden general, en la mayor confusión posible. ¡Y esa mujer trataba de aconsejarla!

– David me ha dicho que Fabián vino a verlo la mañana en que murió. Y que también vino a verte a ti.

– Los dos tuvimos el mismo sueño.

– ¿Sueño? -Movió la cabeza negando-. Eso no fue un sueño, querida, vino a verte. Algo que ocurre con frecuencia.

– ¿Qué quieres decir?

Sandy la miró con fijeza, su rostro fino, torturado, que antaño fuera tan bello, pero que ahora tenía un aspecto fatigado, y sus grandes ojos azules, abultados, «como estanques olvidados», pensó.

– Todos nosotros tenemos espíritus que nos guían, querida, que nos protegen, pero no siempre están junto a nosotros. Y si alguien muere de repente, cuando los guías no lo esperan, éstos pueden perder el contacto y el espíritu de la persona vagará perdido de un lugar a otro. Es posible que esto sea lo que le pasó a Fabián; ésta es la razón de que los dos lo vierais. Trataba de buscar vuestra ayuda para comprender qué le estaba ocurriendo.

Alex tomó un sorbo de café y se quedó mirando a su amiga con una mezcla de desdén y piedad.

– Tú crees que soy una vieja chiflada, cariño. ¿No es así? Alguien que destrozó su propia vida. Bien, es posible que sea así desde vuestro punto de vista, pero yo sé que he tenido muchas otras vidas y algunas de ellas extremadamente felices y he sido enviada de vuelta al mundo en esta ocasión para aprender a enfrentarme mejor con los problemas de los tiempos difíciles. Soy un espíritu viejo, querida, endurecida y capaz de soportarlo todo. Tú, no. Tú eres un espíritu joven y tienes que aceptar mi ayuda. Ésa es una de las razones por las que estoy en este mundo: para ayudar a los demás.

Alex sacudió la cabeza. De repente se sintió cansada, cercada, como si la habitación estuviera llena de gente; deseaba escapar, abrir la puerta y salir por ella, pasear fuera de la casa.

– Quizás el sueño fue obra de la telepatía -dijo-. Es posible, ¿no?

– Sí, es posible, querida. Eso ocurre con mucha frecuencia en el mundo de los espíritus, pero ¿por qué razón iba a ser un fenómeno telepático? No sabemos más sobre telepatía de lo que sabemos sobre espiritismo. Yo creo que acudió a ti porque necesitaba ayuda.

– ¿Qué tipo de ayuda?

– Quizás ahora ya esté bien, querida. Es posible que ya haya vuelto a reunirse con sus guías espirituales, quizás han vuelto a hacerse cargo de él. Pero si no es así, es muy posible que ande vagando por ahí, perdido.

– ¿Cuánto tiempo podría estar en esa situación?

– En el más allá el tiempo tiene otra perspectiva, querida. Puede ser para siempre. Tú se lo debes, estás obligada a asegurarte de que está bien y, si no es así, ayudarle a conseguirlo.

– ¿Cómo?

– Consulta a un médium para saberlo. Ellos te lo dirán. Si lo haces así, querida, al menos tendrás la tranquilidad de saber que hiciste todo lo posible por ayudarle. Yo puedo ponerte en contacto con una médium excelente. -Hizo una pausa y dio una fuerte chupada a su boquilla. Dejó escapar el humo, que aventó con la mano-. No crees nada de lo que te estoy diciendo, ¿verdad, cariño?

– No -le respondió Alex moviendo la cabeza-. Lo siento, pero no te creo.

CAPÍTULO VI

Alex se despertó de repente, asustada. Había una luz latiendo en la habitación; sintió que el pelo se le erizaba, no se atrevió a abrir los ojos, sino que se los restregó con fuerza y apretó los párpados para cerrarlos aún más y evitar que se abrieran accidentalmente. Había algo extraño en la habitación que podía percibir claramente.

Vio el sólido ataúd de madera, la rosa roja; de pronto sintió una ola de calor en el rostro, percibió el olor de la gasolina quemada, y el calor… El rostro le quemaba. Empezó a perder el control de la respiración; temblaba, sus rodillas chocaron debajo de las sábanas. Sus ojos se abrieron por completo. Vio una luz verde, oscilante. La luz pasó de un verde mitigado a convertirse en un fuerte foco. Cuatro puntos. Encendidos, apagados, encendidos, apagados. La sensación ardiente desapareció y sólo sintió frío. Y poco a poco el miedo también fue abandonándola.

Miró el dial del despertador. Los cuatro puntos, cuatro ceros oscilantes, que se apagaban y encendían al ritmo del paso de los segundos. «Medianoche», pensó. Miró a su alrededor por el dormitorio. Las formas familiares. De niña siempre tuvo miedo a la oscuridad y siempre durmió con la luz encendida; pero ese miedo había cesado hacía ya mucho tiempo, desde mucho antes de casarse. Los puntos luminosos del reloj seguían parpadeando rítmicamente.

Encendió la luz de la mesilla de noche; la habitación parecía normal, todo parecía normal, sonaba normal. Oyó un camión en la distancia descendiendo por la Fulham Road; sonaba como si hubiese llovido. Tomó su reloj de pulsera: las cinco, pero los puntitos del reloj digital continuaban encendiéndose y apagándose, sin cambiar, siempre los mismos cuatro ceros. Recordó que en otra ocasión le había ocurrido lo mismo con otro reloj digital eléctrico, cuando se cortó la corriente y el reloj pasó a los cuatro ceros de la medianoche exacta.

Tomó el despertador y trató de recordar qué debía hacer para volver a ponerlo en hora, sin dejar de mirar con sus ojos cansados y nerviosos las lucecitas oscilantes. Y temblando de frío. Un frío casi insoportable.

Se levantó de la cama, se dirigió a la ventana abierta; corrió las pesadas cortinas y sacó una mano. El aire era templado y suave y dejó la mano fuera, extrañada. Vio cómo dentro de la habitación su respiración dejaba un vaho de vapor y no pudo evitar un gritito de sorpresa. Sintió que el cabello se le erizaba de nuevo en la nuca. Volvió a mirar por entre las cortinas abiertas a los coches aparcados fuera, la luz de las farolas de la calle; fuera todo estaba tranquilo, normal. Separó un poco más las cortinas para que la luz anaranjada entrara en la habitación. Una de las tablas del suelo crujió ligeramente bajo sus pies y no pudo evitar saltar asustada. Se metió de nuevo en la cama, se tapó con las ropas y cerró los ojos. Seguía sintiendo frío, un frío intenso que hizo que volviera a tener miedo. Tomó el teléfono, escuchó cómo el zumbido indicador de línea rompía el profundo silencio y marcó un número que estaba muy dentro de su corazón. Y esperó.